La Jornada
En forma característica
de generalización tuitera que tan buenos resultados le ha aportado, el
presidente Donald Trump calificó a los inmigrantes que están siendo
deportados de Estados Unidos como
pandillerosy
narcotraficantes. Semejante postura fue ratificada ayer por el secretario de Seguridad Interior de la nación vecina, John Kelly, quien aseguró en una nota oficial que de los 680 extranjeros indocumentados que fueron arrestados la semana pasada en distintas ciudades,
apoximadamente 75 por ciento son criminales, condenados, según afirmó, por homicidio, abuso sexual, narcotráfico, desórdenes, portación ilegal de armas o por conducir en estado de embriaguez. Los detenidos, dijo el funcionario,
representaban una amenaza a la seguridad pública, a la seguridad de nuestras fronteras y a la integridad del sistema migratorio del país.
Sin embargo, el sábado pasado, el Servicio de Inmigración y Aduanas
(ICE, por sus siglas en inglés) había señalado que los arrestos
referidos eran
operaciones rutinarias, lo que indicaría que los detenidos son simplemente personas sin documentos migratorios.
Por su parte, organizaciones de defensa de migrantes han denunciado
un incremento en la frecuencia e intensidad de las redadas de los
agentes del ICE contra extranjeros sin acusaciones penales.
Lo cierto es que el gobierno de Trump ha vuelto a tender sobre su
política xenofóbica la cortina de humo del combate a la criminalidad,
tal y como lo hizo desde que era precandidato presidencial, cuando
expresó su generalización de que los mexicanos que llegan a Estados
Unidos son
violadores y traficantes de drogas, y que no existe información oficial precisa que permita determinar, más allá de los dichos de Kelly, cuántos de los deportados se encuentran, efectivamente, involucrados en actividades delictivas.
Tales actitudes de la Casa Blanca socavan el orden legal en la
medida en que inducen de manera deliberada a una confusión entre los
delitos y las infracciones administrativas, lo que facilita la
persecución en contra de quienes se encuentran en territorio
estadunidense sin contar con una visa o permiso de trabajo, falta que
corresponde a la segunda de esas categorías y que desde ninguna
perspectiva puede considerarse un crimen.
Por añadidura, las expresiones de Trump y de sus subordinados
contribuyen a exacerbar entre sectores de la sociedad los sentimientos
xenófobos que han sido agitados por el magnate neoyorquino durante su
campaña presidencial y en las primeras semanas de su gestión.
Resulta imperativo exigir que se detenga la campaña de odio contra
los extranjeros en el país vecino, particularmente de los mexicanos, y
que cese la cacería migratoria. Así como la desembozada misoginia de
Trump generó amplias protestas, el recrudecimiento del embate racista
debe ser enfrentado con
movilizaciones de los sectores e individuos estadunidenses comprometidos con los derechos humanos y los valores universales.
Por su parte, las autoridades nacionales deben actuar ante este
atropello continuado y agravado con la firmeza política y diplomática
necesarias, no sólo para hacer ver al gobierno estadunidense que el país
respalda con determinación a sus ciudadanos en el extranjero, sino para
recuperar el poder de convocatoria ante la sociedad mexicana.
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