Antaño vertedero de desperdicios, Santa Fe es hoy zona de contradicciones: la aguda marginación de la metrópoli colinda con el esplendor de un proyecto que pretendía llevar a México a la vanguardia del desarrollo urbano. Mas la quimera de Santa Fe no ha significado el progreso de las paupérrimas colonias que la circundan; por el contrario, ha exacerbado los mecanismos de exclusión social, impulsados por un grupo empresarial que controla la zona más acaudalada de la ciudad
Mayela Sánchez / Rubén Darío Betancourt, fotos
Altos edificios corporativos se alzan imponentes sobre los montañosos terrenos de Santa Fe, otrora zona de minas de arena y basureros, convertida hoy en un desarrollo empresarial y residencial único en la ciudad. Diseños vanguardistas que contrastan con las precarias construcciones que se yerguen frente a ellos como cruda afirmación de que, en la ciudad de México, el progreso no es para la mayoría.
La accidentada orografía de la región hace más evidentes las diferencias entre la lujosa zona de residencias y oficinas, que se cotizan en miles de dólares, y el cinturón de grises casuchas que han poblado los cerros y donde es posible rentar un cuarto por 800 pesos. A pesar de las vallas colocadas para ocultar el depauperado paisaje, la zona de las barrancas es ineludible a la vista para quienes transitan por las vías rápidas de Santa Fe.
De igual manera, las inmensas torres de oficinas y departamentos de lujo se vuelven telón de fondo para las marginadas colonias de Calzada de Jalalpa, Jalalpa El Grande, Jalalpa Tepito, Lomas de Becerra, Dos Ríos y los pueblos de Santa Fe de los Altos y Santa Lucía, asentados en los linderos del polígono de más de 800 hectáreas que comprende el “nuevo” Santa Fe.
Convertida en un oasis en torno al cual se han exacerbado las condiciones de marginación que el plan de desarrollo buscaba eliminar, la utopía de Santa Fe sólo ha servido para perpetuar mecanismos de exclusión y estratificación social, a decir de Margarita Pérez Negrete, doctora en antropología social por la Universidad Iberoamericana y autora del libro Santa Fe: ciudad, espacio y globalización.
Santa Fe, zona de exclusión
Cada día, cientos de personas se trasladan a Santa Fe para trabajar como afanadores, vigilantes, albañiles o vendedores, lo mismo desde las colonias y pueblos aledaños que de regiones alejadas como Iztapalapa o Ciudad Netzahualcóyotl. Cada día, todos ellos traspasan la invisible frontera que separa la opulencia de la marginación; frontera que, sin embargo, es reconocible en el propio diseño urbano, que delinea y restringe los espacios a los que unos y otros habitantes, los ricos y los pobres, tienen derecho en esta parte de la ciudad de México.
Juan Alberto Salinas vive entre los contrastes. Su trabajo como afanador en la Universidad Iberoamericana lo obliga a trasladarse diariamente de su casa en la colonia Jalalpa, en los linderos de Santa Fe, a la suntuosa región donde se levantan, además de la universidad privada de inspiración jesuita, las oficinas corporativas de empresas como Televisa, Telefónica Movistar, Bimbo, IBM, Hewlett-Packard y DHL, entre otras.
La presencia de algunas de éstas no es casual, pues forman parte del grupo que administra y controla la zona de Santa Fe a través de la Asociación de Colonos de Santa Fe, AC. Entre los “colonos” que se identifican como los “primeros inversionistas que establecieron sus corporativos en el desarrollo de Santa Fe”, se encuentran la Universidad Iberoamericana, la empresa estadunidense de informática Hewlett-Packard y la arrendadora Inmuebles Hogar, SA de CV, subsidiaria del Grupo Bimbo, SA de CV, propiedad de Lorenzo Servitje.
En el libro Santa Fe: ciudad, espacio y globalización, la doctora Pérez Negrete señala que aunque los mecanismos de planeación urbana de Santa Fe no estaban previstos de esa manera en el proyecto original, “se fueron ajustando a las necesidades de este grupo”, que hizo sentir su poder económico y organizativo para conformar un tipo de suelo muy distinto al que demandaba una sociedad más heterogénea.
El trazo inicial del proyecto preveía zonas habitacionales de interés social. “No se pretendía lograr algo tan exclusivo y elitista”, señala la especialista en temas urbanos. Pero el grupo de corporativos e inmobiliarias consiguió que se hicieran cambios en el uso de suelo para bajar las densidades poblacionales en los casos de interés social, o que los terrenos destinados al sector popular se ubicaran en la periferia y quedaran en Santa Fe los de interés medio y residencial.
“Eso al principio no se contempló en el proyecto, pero la especulación que surge con el poder que van adquiriendo ciertos grupos en la sociedad va haciendo estas dinámicas, que se permiten porque quien autoriza los cambios de uso de suelo (la Secretaría de Desarrollo Urbano y Vivienda del Distrito Federal) permitió que esto se hiciera dando determinadas concesiones a las inmobiliarias”, señala la especialista en temas urbanos.
Traspatio de marginación
Ni el nauseabundo olor del Río Mixcoac, convertido en vertedero de aguas negras, ni el intenso calor del mediodía parecen importarle a Raúl, quien a la intemperie lija afanoso una enorme estructura metálica, que usa para instalar un equipo de luz y sonido en los bailes. De una maltrecha bodega que alberga los altavoces y bocinas del sonido Sensación Argentina, apostada arbitrariamente al lado del hediondo afluente, proviene el compás de una guaracha. “Ése es nuestro sonido”, dice con orgullo el joven de 17 años, quien gana entre 100 y 200 pesos por cada baile en el que trabaja como ayudante desde que dejó la escuela, hace ya dos años.
Aunque cuenta que, en los bailes, el reguetón es el ritmo más solicitado, su sonido toca “de todo”. En esas fiestas también circula de todo: alcohol, marihuana, cocaína, activo (como se le llama al pegamento o cemento).
Una empleada del Centro de Desarrollo Comunitario de Jalalpa, que prefirió omitir su nombre, comenta que es común encontrar a niños de 13 o 14 años drogándose en los bailes; pero no sólo ahí, pues a cualquier hora del día puede verse a jóvenes “bien marihuanos” en las calles o en los escasos parques de la colonia, donde también suelen reunirse asaltantes y vendedores de droga al menudeo, frente a la mirada omisa de los escasos policías que “vigilan” la región.
Barrios como La Araña o El Queso son consideradas por los propios habitantes como los más peligrosos, pues en ellos habitan narcomenudistas, ladrones y “vándalos”, que asaltan a plena luz del día a cualquier desorientado que se pierda en los recovecos que delinean sus calles, análogas a las accidentadas formas de los cerros.
Pero la inseguridad no es el único riesgo en esta región. Las construcciones irregulares en las barrancas o a orillas del Río Mixcoac, algunas todavía hechas con láminas o tablones de madera, son un peligro latente para quienes las habitan. De acuerdo con datos de la delegación Álvaro Obregón, para 2000 el 60 por ciento de la población vivía sobre suelo minado, en taludes y barrancas, consideradas zonas de “alto riesgo”. Por entonces, el número de habitantes en esas zonas sumaba casi 40 mil personas.
No obstante que el gobierno local reconoce la vulnerabilidad de las construcciones levantadas sobre las barrancas, hay al menos cinco escuelas, entre ellas un Colegio de Bachilleres, edificadas en las laderas de los cerros.
“Grotesco” contraste
A Juan Alberto le ha tocado atestiguar tanto el crecimiento de lo que se conoce como el “nuevo” Santa Fe, como el de las colonias que se han apropiado de las barrancas. A sus 22 años, ha presenciado cómo fue erigiéndose el complejo corporativo y residencial más caro y vanguardista de la ciudad de México; al mismo tiempo, ha visto el crecimiento desordenado de las casas apostadas en los márgenes de los cerros que forman parte de la Sierra de las Cruces, en la delegación Álvaro Obregón.
Aunque el trayecto que separa su casa de su lugar de trabajo le toma apenas 20 minutos, el drástico cambio de la imagen urbana pareciera corresponder más bien a un viaje entre dos realidades opuestas.
El camino que bordea los cerros y que se extiende desde Lomas de Becerra hasta el pueblo de Santa Lucía es muy transitado durante el día por los camiones de pasajeros que viajan desde el metro Tacubaya hasta los límites con Santa Fe. El bullicio provocado por los choferes del transporte público y los automovilistas, que se disputan el paso en las estrechas y empinadas calles, desprovistas de señalamientos viales y semáforos, se apaga apenas se llega a la avenida Carlos Lazo, una de las más transitadas de la zona renovada de Santa Fe.
Por esa vialidad se ven desfilar sólo automóviles particulares, muchos de ellos de lujo, no obstante que es la vía de acceso de muchos hombres y mujeres que bajan de las colonias marginadas a trabajar. Para ellos, la única opción es caminar hasta sus lugares de trabajo o hasta donde saben que pasa otra de las pocas rutas de transporte público de la zona.
Por la tarde, el éxodo de trabajadores que caminan por las estrechas –o a veces inexistentes– aceras, a falta de transporte público, es una imagen recurrente en Santa Fe; incluso el Puente de los Poetas, vialidad pensada exclusivamente para vehículos, es ocupado por los trabajadores, a quienes se les ve avanzar por el acotamiento de la vía rápida, dada la falta de caminos para los peatones.
La doctora Pérez Negrete considera que el mensaje que transmite este tipo de prácticas es que en Santa Fe hay ciudadanos de diferentes categorías, “aun cuando vivimos en una ciudad que se dice democrática”. Señala que a pesar de que el diseño de Santa Fe está pensado en excluir y negar la presencia de las personas de escasos recursos, paradójicamente las necesita para preservarse, pues son ellas quienes construyen sus edificios, limpian sus casas, oficinas y escuelas, arreglan sus jardines, les sirven la comida y hasta cuidan con recelo el acceso a sus propiedades.
Para que Santa Fe proyecte una imagen de progreso, se ha valido de mecanismos que restringen el acceso a quienes no pertenecen a un estrato social alto, lo mismo en sus edificios que en sus calles, incluso hasta en sitios públicos como el centro comercial Santa Fe. La especialista califica estos tamices como “muy grotescos. No es posible que trates de entrar a un lugar y primero seas juzgado por tu apariencia. Todas las convenciones arquitectónicas están hechas para clasificar a la gente: no todo mundo entra por la misma puerta; estamos hablando de un lugar donde hay diferentes clases de personas”.
En Santa Fe, no existen los espacios públicos. No hay parques ni plazas donde la gente se pueda reunir; los únicos sitios diseñados para ello son el centro comercial Santa Fe y los variados restaurantes que hay en la zona, cuyo costo sería imposible de pagar para casi la mitad de los habitantes de las colonias cercanas, quienes, de acuerdo con datos de la delegación Álvaro Obregón, reciben ingresos inferiores a los dos salarios mínimos.
De las minas de arena a la mina de oro
Cuando el 19 de septiembre de 1985 un terremoto cimbró la ciudad de México, Juan Alberto aún no nacía. Por lo que sus padres le han contado, sabe que entonces vivían en un predio llamado Cruz de Palo, donde las casas eran de lámina y no resistieron el embate del sismo. Por esos años, Santa Fe era una de las zonas más deterioradas e insalubres de la metrópoli, pues los asentamientos irregulares y el tiradero de basura a cielo abierto, establecido desde 1950, creaban condiciones sanitarias difíciles.
Luego del sismo, las autoridades del entonces Departamento del Distrito Federal dijeron a los habitantes del predio que no era seguro vivir ahí, de modo que los “reacomodaron” en una zona más apartada, en las barrancas; para disuadirlos de desalojar el terreno. Juan Alberto cuenta que, incluso, el gobierno capitalino financió la compra de pequeños departamentos de interés social para algunas de las familias. Otras fueron “reacomodadas” en Tláhuac, hasta el otro lado de la ciudad.
Lo que no se les dijo a los vecinos de Cruz de Palo es que desde 1983 había comenzado a gestarse un proyecto de desarrollo urbano que abarcaría 843.79 hectáreas de la zona, incluido el terreno que ellos ocupaban. De acuerdo con el artículo “México y Puebla; del centro comercial a la ciudad. La construcción de nuevos territorios urbanos”, publicado en junio de 2007 por la revista Trace, para 1984 ya se habían expropiado poco más de 426 hectáreas de los terrenos de Santa Fe-Contadero y Santa Lucía-Santa Fe.
El texto de Yadira Vázquez Pinacho recupera un extracto del decreto de expropiación publicado en el Diario Oficial de la Federación el 27 de julio de ese año, en el que se explica que la causa de la expropiación de esos terrenos será “para una correcta planificación de la zona, la preservación y regeneración ecológica, y para destinarlos a la lotificación de fraccionamientos para vivienda de los sectores populares”.
Sin embargo, para 1995 Santa Fe cambió su carácter y se le orientó como un espacio que concentraría sobre todo actividades relacionadas con la prestación de servicios. Para entonces, ya se había construido el centro comercial Santa Fe, que, de acuerdo con Vázquez Pinacho, tuvo un costo de 300 millones de dólares y fue considerado en su momento como el centro comercial más grande de América Latina.
A pesar de no haber conocido la casa donde vivían sus padres, Juan Alberto ubica perfectamente el sitio donde se encontraba, pues ese terreno es ahora ocupado por el centro de exposiciones Expo Bancomer Santa Fe, un colosal recinto propiedad de la empresa Expo México, SA de CV. Entre los socios de ésta se encuentran Grupo CAABSA, consorcio de 75 compañías vinculadas con proyectos inmobiliarios y civiles a gran escala, y Servicios Metropolitanos, SA de CV, empresa inmobiliaria del gobierno del Distrito Federal.
Juan Alberto tiene casi el mismo tiempo de vida que el desarrollo de Santa Fe. Recuerda que, hace algunos años, unos empresarios quisieron comprar los terrenos de Jalalpa, Santa Lucía y San Mateo, a donde fueron relegados los habitantes originarios de Santa Fe, “pero la gente no los dejó, porque son colonias populares”, asevera.
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