Lydia Cacho
Un joven se levanta temprano, se viste de policía noruego y cargando una bomba producida por él mismo en su hogar, se dirige hacia las oficinas sede del gobierno del partido laborista noruego. Implanta la bomba y la prepara para explotar un rato más tarde. El edificio estalla y la nube de humo llega hacia las oficinas aledañas del cuartel general del gobierno. Mientras la gente sale estupefacta, sin entender qué sucedió, el joven Anders Behring Breivik de 34 años había llegado ya a la isla en donde un grupo amplio de jóvenes (de entre 15 y 22 años), del gobernante partido laborista de izquierda, compartían experiencias en un campamento de verano destinado a darles educación política y a incitar al debate sobre derechos humanos y el futuro del socialismo en Noruega. Una vez frente a ellos, portando un arma larga y su falso uniforme policiaco, Anders se dirigió a las y los jóvenes con la frase “acérquense que voy a decirles algo interesante”, acto seguido abrió fuego hasta asesinar a 86 estudiantes disparando a lo largo de 90 minutos.
Durante las primeras horas luego de la explosión se desataron una serie de especulaciones sobre la posible participación de terroristas islámicos. Mientras tanto, en la isla, los jóvenes que sobrevivieron al tiroteo declaraban que cuando llegó la policía real todos huían, pues en su mente había sido un policía noruego quien asesinó a sus amigos e hirió a los sobrevivientes. Muy pronto el ejército había descubierto y explicado que no era un terrorista islámico ni un extranjero loco, sino un joven culto noruego de familia educada quien primero puso la bomba y después masacró al grupo de estudiantes. Con esa noticia la sorpresa se duplicó, no sólo para la gente noruega, sino para todo Europa y para muchos países del mundo.
Esta vez era uno de los suyos, el acto terrorista fue perpetrado por un blanco, rubio, culto, joven, con la salud, la vivienda, el trabajo y el futuro resuelto. ¿Por qué? Se preguntan especialistas que parecen añorar una explicación producto de las fórmulas tradicionales donde los “otros” son los malos, resentidos y vengativos. Entonces la prensa desesperada recurrió al análisis criminalístico barato y estúpido. Que si el asesino había escrito en la red que sus “pelis” favoritas eran las de guerra, como si no fuera así para millones de personas. Que si le gustaba el rock, como si el rock fuera causante de masacres juveniles. Lo verdaderamente importante es que el hombre escribió contra el multiculturalismo, insistiendo en que el islam es un peligro para el mundo y por tanto también es un peligro la gente progresista que promueve la diversidad y la igualdad.
Resulta muy difícil procesar que se trata literalmente de un hijo de vecino, igual a cualquiera de sus víctimas. Lo que sucedió no ofrece la respuesta fácil de responsabilizar al extranjero, al que resulta diferente. Y no está loco, ciertamente sus principios racistas y clasistas lo han llevado a cometer un acto sociopático, pero había sido lo que sus amigos llaman “un conservador normal”.
Lo que este joven de ultraderecha dice es que está harto de que la izquierda noruega avale la migración, que el país es de los nórdicos y nada más. Ciertamente, Anders Behring Breivik es el que se atrevió a asesinar a casi un centenar de personas para hacer una demostración política de su visión del mundo, pero no está solo. Millones de personas son racistas, clasistas, misóginas, y algunas demuestran su intolerancia y desprecio todos los días, de maneras menos dramáticas para el mundo pero igual de efectivas para imponer sus ideas a la familia y a la comunidad.
Behring nos recordó este fin de semana que la ultraderecha pro nazi sigue vivita y coleando, infiltrada en una democracia que, después de todo, no era tan perfecta. Este es un recordatorio de que ningún avance social es definitivo. Así como el incremento de feminicidios en Europa y América son un llamado al feminismo activo, y los movimientos para legalizar la pedofilia en Holanda y Asia llaman contra la normalización de la esclavitud infantil; también esta masacre noruega nos recuerda que las democracias que respetan los derechos humanos son procesos y no un logro definitivo, por ello hay que nutrirlas y defenderlas todos los días, activamente.
@lydiacachosi
Periodista
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