8/28/2011

¿Qué hacer con la chusma?




Marcos Chávez *

La pregunta es retórica. Mientras que el neoliberalismo navegaba sin grandes sobresaltos entre las turbulentas aguas de la especulación financiera, que a cada tanto arrojaba al fondo de la crisis a las embarcaciones más frágiles, las mayorías eran vistas como ovejas asalariadas explotables, exprimibles al máximo para acrecentar la tasa de ganancia, y desechables. Para tranquilizarlas, les arrojaban alguna limosna por medio de los narcotizantes programas asistencialistas, mientras que les prometían que una vez que se consolidara la estabilidad y el crecimiento, la riqueza generada se derramaría hacia todos los rincones sociales. La población sobrante del sistema es vista como un simple desecho humano irrelevante, de balidos molestos, incómoda, que afea el paisaje, pero intrascendente.

Sin embargo, una vez que colapsó el neoliberalismo a partir de 2007 –y “que el capitalismo financiero salvaje está llegando al borde de su autodestrucción”, en palabras de Alicia Bárcena, secretaria ejecutiva de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe–, las elites dominantes desecharon sus mentiras piadosas y pasaron a actuar con despiadada crueldad. Primero, los expertos navegantes de buen tiempo, sin el menor escrúpulo, usaron sin mesura los recursos del Estado para rescatar a los especuladores financieros que provocaron el desastre y socializar las pérdidas. Para aligerar la nave que hacía agua, arrojaron a una gran cantidad de personas por la borda, al anchuroso mar del desempleo, y los que quedaron en la maltrecha embarcación les saquearon los bolsillos, redujeron los salarios, cercenaron las prestaciones laborales y los despojaron de sus bienes adquiridos a crédito, con tal de salvarse ellos.

Ahora que los Estados se ahogan en sus déficits y sus deudas, se rasgan las vestiduras y braman por el retorno al fundamentalismo del equilibrio fiscal. Pero sin tocar sus ganancias, sin elevar los impuestos a los sectores de altos ingresos y a las grandes empresas, sin regular a los mercados financieros, para garantizar el pago a los tenedores de los títulos de deuda pública, por lo que el ajuste tiene que recaer en los renglones del gasto no financiero.

El ajuste que se exige es de carácter fondomonetarista, con efectos recesivos y antisociales, muy bien conocidos por el mundo subdesarrollado y que ahora se impone en el desarrollado (¡bienvenidos al infierno del bárbaro tercermundismo!): el cruel recorte de los gastos de inversión y de bienestar, que afecta la incierta reactivación económica, la cobertura y la calidad de los servicios sociales, permite la coartada necesaria para justificar su privatización, la reducción de las posibilidades de jubilación, al aumento de las contribuciones y la edad de retiro –que condenará a la indigencia a quienes logren terminar su vida laboral activa y perciban una pensión–, la venta a precios de regalo de las empresas públicas, el despido masivo de empleados públicos, en conjunto es la mayor entrega de la economía a la voracidad empresarial.

Es decir, con la destrucción del intervencionismo y del Estado de bienestar –antaño orgullo de Europa, estrategia congénita en el “integracionismo” liderado por los neoliberales– arroja al mayor número de individuos posibles a la miseria y la pobreza, que pagaron la efímera etapa de éxtasis del modelo y las crisis previas al derrumbe de 2007; que sufragarán el traumático equilibrio fiscal y la próxima recesión y estancamiento que se avizora a corto plazo; los perdedores de ayer, de hoy y de siempre, a los que se han sumado los llamados “sectores medios”, los que de alguna manera se beneficiaron con las sobras del banquete neoliberal y que han sido expulsados de la orgía financiera para que paguen la resaca. Hechos consumados por medio de la reducción de los derechos ciudadanos que, descarnadamente, devela el verdadero rostro autoritario del capitalismo: sólo es válida la llamada “democracia electoral delegada”, ejercida por otros, al margen de la sociedad, reducida al simple papel de coro. La experiencia evidencia que las terapias de choque y de ajuste fiscal sólo pueden aplicarse despóticamente.

Bajo esa lógica, ¿qué respuesta esperan los gobiernos y las oligarquías cuando han colocado a millones de personas al límite de una vida digna o por debajo de ella? En medio de las insultantes formas de existencia de las elites que concentran la riqueza y dilapidan los presupuestos del Estado, como lo hizo el social-neoliberal José Luis Rodríguez Zapatero, que mientras aplica un bestial programa de choque y de ajuste fiscal, como en los viejos tiempos donde gravitaba la sombra de la Iglesia sobre los reyezuelos, generosamente despilfarró 35 millones de dólares y exentó del pago de impuestos a las grandes empresas que aportaron un monto similar para financiar el viaje confesional a España, a la jornada mundial del mocerío franquista, del Capo di tutti capi del catolicismo, el feudal Joseph A Ratzinger, protector de pederastas y antiguo militante de las juventudes hitlerianas.

Sin duda esperan la religiosa mansedumbre bovina de los hijos postreros de Franco, de los cristeros neoliberales mexicanos o de los fachos católicos sudamericanos que, de la mano con los neoliberales, la oligarquía y sus “socios” estadunidenses, deliran con golpes de Estado en Venezuela, Bolivia, Ecuador o Argentina. La parálisis que provoca en quienes ven su presente y su futuro hecho añicos. O de los impotentes hambrientos que trágicamente sucumben de inanición en África, gracias a Estados Unidos, Reino Unido, Francia y Alemania, responsables directos o por medio de sus sátrapas que han desquiciado el Norte de ese continente y Oriente Medio, junto con los mercaderes de la muerte que especulan con los mercados de los alimentos, quienes provocaron el colapso financiero, y las trasnacionales que manipulan la producción, la comercialización y los precios de esos bienes.

Pero no esperaban la respuesta de los indignados excluidos, obreros, desempleados, jóvenes que paralizan y desestabilizan países como Grecia, España o Portugal; que derrumban regímenes despóticos como en el Norte de África; que rechazan los programas de choque y de ajuste fiscal; que, rencorosos, incendian y saquean, aun cuando son molidos a palos o asesinados, pese a que los manuales advierten de esos riesgos y que sermonean con el imperativo de la represión como mecanismo de control.

En Inglaterra, el primer ministro británico David Cameron se dice sorprendido por el estallido social. Acusa a los participantes de “saqueadores y ladrones”, de carecer de “valores éticos y morales”. Los amenaza con castigos ejemplares y tolerancia cero. Pero nada dice que el descontento fue detonado por la recesión, el desempleo, el dispendio del presupuesto para salvar a los delincuentes financieros, compensado con el recorte drástico del gasto social, que va desde la asistencia a los pobres hasta la educación, que provocó las protestas de 2010, debido a que las tarifas universitarias se triplicaron, el despido de empleados públicos, la disminución de las prestaciones, entre otras medidas. En Chile, el presidente Sebastián Piñera les explica a los estudiantes que la educación es un “bien de consumo; todos quisiéramos que la educación, la salud y muchas cosas más fueran gratis para todos, pero al fin y al cabo nada es gratis en esta vida” y, por lo tanto, “alguien lo tiene que pagar”.

Ante esas posturas, ¿qué otra cosa esperaban los cancerberos y los beneficiarios del sistema?

El escritor Eduardo Galeano envió una carta a los estudiantes chilenos donde les dice: “Quiero enviar un abrazo de muchos brazos a los jóvenes valientes que nos están dando a todos una lección de dignidad democrática desde las calles de Chile. Ellos, los indignados, demuestran que hay otro país posible, heredero de Balmaceda y de Allende, y que Chile no termina en las fronteras trazadas por los resignados y los indignos. Que de eso se trata, al fin y al cabo: luchando por la educación, los jóvenes educan a todos los demás. Esta protesta enseña. Yo les digo: gracias mil y suertudas suertes en tan hermosa aventura”.

Aunque limitadas, la protesta y la revuelta son una manifestación social saludable ante el genocidio económico. Pese a la destrucción de las organizaciones populares llevada a cabo bajo el neoliberalismo y el autoritarismo, la pauperización, la deshumanización, una parte de la sociedad, sin embargo, se mueve. Las elites se han dado sus orgías poco más de cinco siglos a cuenta de ella. La sociedad tiene el derecho de darse sus fiestas a costa de ellos. El capitalismo nada tiene que ofrecer a las mayorías que tienen que construirse un proyecto de desarrollo alternativo, socialmente incluyente, sustentable y democráticamente participativo.

Cuando los apologistas, administradores y beneficiarios del neoliberalismo, incluyendo los mexicanos, disfrutaban las mieles de “los felices 90” –como llamó Joseph E Stiglitz a la “década más prospera”, en la que se incubaba el bacilo de la peste que provocaría la crisis de 2001 y el traumático colapso de 2007 que perdura hasta la fecha–, percibieron la mirada rencorosa de la chusma del planeta, que incomodaba su exorbitante banquete.

La compasión preventiva conmovió a sus rectos corazones y prometieron derramar hacia el abismo social las migajas de los beneficios generados por el modelo a través de la caridad promovida por el Donsenso de Washington y el Banco Mundial. Así, en 2000, bajo el patrocinio de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), inventaron la Declaración del Milenio, un presuntuoso paquete de ocho buenos deseos que deberían alcanzarse en 2015. Como era de esperarse, el primer propósito era erradicar la pobreza extrema y el hambre, pero gradualmente dada la magnitud del problema. Hicieron cuentas alegres y propusieron reducir a la mitad el número de personas que sufren hambre y perciben ingresos menores a un dólar diario, además de procurar el pleno empleo productivo y ofrecer un trabajo digno para todos, que incluye mujeres y jóvenes, dada la situación existente en 1990.

Tales objetivos eran curiosas resonancias del viejo keynesianismo y resultaban exóticos bajo el neoliberalismo basado en el individualismo, el carnívoro darwinismo social, la acelerada concentración de la riqueza por medio de la sobreexplotación del trabajo asalariado, el desmantelamiento del Estado de bienestar y la “flexibilidad” laboral, el deterioro de los salarios reales y precariedad laboral, entre otras medidas.

Según las cuentas alegres de la ONU de 2010 –que reconoce la imprecisión de los datos–, el total de miserables, los que ganan 1.25 dólares al día, bajó de 1 mil 800 millones en 1990 a 1 mil 400 millones en 2005; de 46 por ciento de la población mundial a 27 por ciento. La meta era que disminuyera a 920 millones en 2015, el 15 por ciento del total.

En el caso de la población medio muerta de hambre, con nutrición insuficiente, la tarea no ha sido fácil. Disminuyó 20 por ciento en 1990-1992; a 16 por ciento en 1995-1997, de 817 millones a 797 millones. Pero en 2000-2002 los subnutridos aumentaron a 805 millones, en 2005-2007 llegaron a 830 millones.

La tasa mundial de desempleo bajó de 6.3 por ciento a 5.4 entre 2000 y 2007. Pero en números absolutos se mantuvo similar: de 177.2 millones a 177.3 millones.

El colapso arrasó con los buenos deseos. Según el Banco Mundial, la crisis de 2009 arrojó a 50 millones de personas más a la pobreza extrema, y a 64 millones en 2010. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura estima que la cifra de subnutridos llegó a 915 millones en 2008 y superó los 1 mil millones en 2009.

La Organización Internacional del Trabajo agrega que el desempleo afectó a 205 millones de personas en 2010, 27.6 millones más que en 2007. Los jóvenes (15 a 24 años) sin trabajo pasaron de 73.5 millones en 2007 a 77.7 millones en 2010, además de 1.7 millones que dejaron de buscar empleo. El “empleo vulnerable” (trabajadores independientes y familiares no remunerados, con ingresos inadecuados, baja productividad y condiciones de trabajo difíciles), también conocido como “empleo McDonald’s” por sus mínimas prestaciones y máxima explotación laboral, sumó 1 mil 522 millones en 2007 y 1 mil 528 millones en 2009. Ambos casos equivalen a la mitad de los ocupados del mundo. Aunque los trabajadores miserables (que ganan 1.25 dólares diarios) disminuyeron de 640 millones a 632 millones, equivalen al 21 por ciento del total. Los menos miserables (perciben 2 dólares diarios) pasaron de 1 mil 199 millones a 1 mil 193 millones y representan el 39 por ciento del total.

Con el ajuste fiscal y sus secuelas contractivas, la descomposición social se agravará durante toda esta década. Ése es el destino que el sistema ofrece a la chusma.

*Economista

Revista Contralínea 248 / 28 de agosto de 2011

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