9/24/2012

Colesterol y reforma laboral




 Ricardo Raphael      

Dos son los propósitos de la reforma laboral que esta semana se discute y quizá se apruebe en el Congreso mexicano: introducir principios básicos de democracia en la vida sindical y flexibilizar las condiciones para contratar y despedir trabajadores. Ambos son ambiciosos porque tocan el corazón de muchos privilegios que hoy imponen un funcionamiento inadecuado para el mundo del trabajo.
Parafraseando a la secretaria del Trabajo, Rosalinda Vélez, hay colesterol bueno y malo en esta intención. Ella utilizó la metáfora para justificar las modificaciones a la ley a propósito del mecanismo de subcontratación (outsourcing) que tanto se usa para anular derechos de las y los trabajadores. Sin embargo, la figura mental sirve todavía mejor a la hora de valorar los dos propósitos centrales de la iniciativa presidencial. Primero una reflexión sobre la voluntad por democratizar las relaciones de representación sindical; lo que aquí me permito llamar el colesterol bueno del proyecto de ley.
En México las y los trabajadores poco tienen qué decir sobre los liderazgos que les representan y aun menos sobre el manejo que sus dirigentes hacen del dinero obtenido gracias a las cuotas y otros beneficios que el sistema les entrega generosamente.
El derecho a organizarse en el país, cuando se trata del tema laboral, está lesionado por todas partes. Abusando de un antiguo argumento de la investigadora Graciela Bensunsán: los vientos de la democracia no han logrado siquiera filtrarse dentro de las murallas autoritarias que protegen a los principales líderes obreros. No hay relación contractual que pueda ser eficiente si los trabajadores carecen de representantes legítimos que, por obra del voto, se conviertan en mandatarios de la negociación con los patrones y el Estado. Pero el corporativismo mexicano ha sido implacable para asegurar que los líderes obreros sobrevivan por décadas, e incluso hereden su cargo, sin que su posición dependa de la voluntad de sus representados.
La degradación de esta realidad hace que hoy nueve de cada 10 trabajadores mexicanos no cuenten con un mecanismo serio para defender sus intereses. Son pocos quienes tienen derechos y todavía menos quienes gozan de grandes privilegios.
El voto, la rendición y la exigencia de cuentas, la transparencia y la información tendrían que ponerse al servicio, no de los líderes, sino de sus representantes. Cabe recordar que el principio de autonomía sindical no se inventó para proteger a los primeros sino a los segundos.
Desafortunadamente, la negociación congresional se está inclinando a eliminar el colesterol bueno de esta reforma. Los líderes ya advirtieron que no están dispuestos a perder su muralla y por tanto pondrán todo lo que les queda en el arsenal de chantajes para impedir la democracia en su territorio.
Del otro lado de la reforma está la propuesta de flexibilizar, un término por demás confuso que sirve a veces para proponer un sistema plástico al servicio del mercado del trabajo y otras para entregarle toda la fuerza de la negociación contractual a los empresarios. Sin duda, el mundo del trabajo necesita hoy de modalidades más flexibles para que el número de empleos bien remunerados y con prestaciones suficientes se incremente. Sobre todo para que las generaciones más jóvenes puedan también contar con prestaciones y derechos mínimos. Sin embargo, flexibilizar sin ofrecer a cambio protección social suficiente es una barbaridad. En eso tienen razón quienes se oponen a la iniciativa presidencial. De ahí que la parte económica de la reforma sea aquí ponderada como colesterol malo. Sin reforma al sistema de prestaciones la flexibilización es una mala idea.
Me temo, sin embargo, que las condiciones para eliminar lo bueno y dejar pasar lo malo van a terminar imponiéndose. El amafiamiento entre líderes políticos, empresarios y representantes sindicales da para eso y nada más. Quien tendrá que seguir aguantando las arterias anquilosadas del cuerpo social será, de nuevo, el trabajador.
Bien dice el abogado Arturo Alcalde que no es una reforma a la ley laboral lo que México requiere, sino algo más ambicioso: una sincera transformación del mundo del trabajo que toca sin duda a la ley en disputa pero que va más allá porque otros ordenamientos y prácticas, así como las instituciones que imparten justicia en esta coordenada, tendrían igualmente que ser revolucionados. Tal visión integral fue justo lo que le faltó a esta iniciativa.

Analista político

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