Pedro Miguel
La
condena por genocidio que cayó el viernes pasado en Guatemala sobre el
general Efraín Ríos Montt –emblema del sadismo cuartelario
contrainsurgente que azotó a América Latina en los años 70 y 80 del
siglo pasado en el contexto mundial de la guerra fría– fue recibida en
México con esperanza y con renovada simpatía hacia las víctimas de las
dictaduras militares en el país vecino. No era para menos porque es un
acto de justicia y de civilización, y porque abre un boquete histórico
en las paredes de la impunidad y sienta un precedente para castigar a
los muchos otros asesinos de masas que se han encaramado, de la forma
que sea, en el poder.
Sin duda, Ríos Montt y Calderón Hinojosa son individuos y casos muy distintos. Por ejemplo, el primero se graduó en la tristemente célebre Escuela de las Américas, donde maestros ex nazis y torturadores instruían a aspirantes a gorilas, mientras el segundo estudió en la Escuela Libre de Derecho. El guatemalteco llegó a la jefatura de Estado por medio de un cuartelazo; el michoacano fue impuesto mediante fraude electoral.
Ríos Montt sólo pudo sostenerse 15 meses en el poder y Calderón logró terminar los seis años de su espuriato. El general se desenvolvió como engranaje de la política anticomunista de Washington, que pasaba por el exterminio de poblaciones indígenas en Guatemala, y el abogado hizo de ejecutor de la estrategia estadunidense
contra(es decir, por) las drogas, que en la administración anterior llevó a la tumba a decenas de miles de mexicanos. Para la Casa Blanca el segundo fue un aliado más sumiso que el primero.
Por lo demás, uno y otro experimentaron, en algún momento de sus respectivos mandatos, una suerte de llamado divino, y da la impresión de que se creyeron instrumentos de Dios en la lucha contra el mal en el mundo. Ninguno de ellos fue capaz de avanzar un milímetro por el camino de la rectificación y menos aún por el de la contrición. Ahora el primero está preso y el segundo está en Harvard.
Pero quédese Ríos Montt en su celda del cuartel de Matamoros, en la ciudad de Guatemala, y vayamos con Calderón. De entre los malos presidentes que ha padecido México de 1988 en adelante, es él quien más claramente encaja en el perfil de genocida. En numerosas ocasiones, el michoacano y sus colaboradores inmediatos manifestaron su determinación de acabar por los medios que fuera (matándolos, por ejemplo, o alentado que
se mataran entre ellos) con
los criminales, y particularmente, con los individuos involucrados en el narcotráfico.
Esto no es un propósito sino un despropósito, delictivo por donde se le vea, por cuanto la tarea constitucional de la autoridad no es matar infractores sino perseguirlos, detenerlos y presentarlos ante un juez.
El problema no es sólo que la estrategia aplicada por Calderón haya tenido una concepción criminal sino también que se proyectó a un grupo conformado por entre medio millón y varios millones de mexicanos, dependiendo cómo se delimite el universo de la
delincuencia organizada. Es decir, el calderonato planeó –y ejecutó, hasta donde le fue posible– el exterminio de presuntos infractores y le pareció razonable pagar por ello un costo de vidas inocentes, esas a las que se denominó
bajas colaterales; a la postre, fueron una proporción mucho mayor a
nueve de cada diezde los caídos, si no es que la mayoría. Y en estricto sentido jurídico, todos los muertos de la guerra calderonista son muertos inocentes porque no tuvieron la oportunidad de desvirtuar acusaciones formales ante un tribunal.
Cuántos muertos hacen un genocidio. Qué cantidad de objetivos humanos conforma un proyecto genocida. Bien: entre 2006 y 2012 se aplicó en México uno que buscaba suprimir a uno de cada 200 habitantes, por lo menos.
No va a ser fácil, sin duda, forzar el tránsito de Calderón de su cátedra de Harvard a una rejilla de prácticas. La consumación de la hazaña social, en el caso de Ríos Montt tomó treinta años. La respuesta depende, en buena medida, de la determinación con la que los ofendidos digan (cómo no recordar a Roque Dalton):
es mi turno.
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