Detrás
de las empresas tenaces de grandes coleccionistas de cine como la
italiana Maria Adriana Prolo, creadora del Museo de Cine en Torino,
Italia, o el francés Henri Langlois, creador y controvertido ex
director de la Cinemateca Francesa, se manifestó siempre un mismo
propósito irreductible: preservar para las generaciones futuras la
memoria del arte cinematográfico.
Esas empresas emblemáticas inspiran hoy la actividad y
responsabilidades de todas las cinematecas y museos de cine en el mundo
entero, desde la Cinemateca en Berlín y su museo interactivo, hasta la
notable colección fílmica del Instituto Británico del Cine, por
mencionar sólo algunos de los espacios más fecundos de la cinefilia
occidental.
Maria Adriana Prolo, a partir de los años 40, y el mítico Langlois
durante los 60, tuvieron por lo demás un fértil intercambio de
entusiasmos y manías, y se definieron ante todo como los celosos
guardianes de tesoros fílmicos amenazados siempre por la tiranía del
tiempo, la fragilidad de copias inflamables, y la indiferencia de
instituciones culturales renuentes a reconocerle al cine su calidad de
disciplina artística.
El material que estos coleccionistas reunieron y resguardaron era
muy diverso: instrumentos ópticos precursores del cinematógrafo,
kinetoscopios, praxinoscopios, primeras cámaras; carteles, anuncios,
recortes de prensa, diversos testimonios gráficos, guiones en sus
diversas etapas de elaboración; copias raras de películas y toda una
arqueología del cine que incluía maquetas, decorados y vestuarios. Ese
variadísimo acervo informaba también sobre los contextos históricos y
las mudanzas culturales de muchos países en su relación con el cine.
Sus espacios naturales de preservación eran naturalmente las
cinematecas y los museo de cine.
Medio siglo después de aquel gran impulso de preservación fílmica, e
inmersos ahora en una revolución tecnológica donde la apuesta digital
ha remplazado a los formatos tradicionales, la conservación de
materiales gráficos y de cámaras obsoletas pudiera parecer una ociosa
acumulación de antigüallas. Cabe por lo mismo preguntarse qué
importancia real y qué sentido tiene conservar esos tesoros fílmicos
cuando la era neoliberal se aplica a privilegiar una mercantilización
de la cultura y a decretar el triunfo de lo efímero sobre lo
trascendente.
A
este respecto, la dinámica adoptada actualmente por nuestra Cineteca
Nacional propone una opción tan interesante como azarosa. Una ambiciosa
infraestructura y la operación simultanea de 10 salas con propuestas de
cine de autor, es ciertamente una experiencia inédita y arriesgada. El
éxito de este novedoso laboratorio de exhibición fílmica podría, sin
embargo, desvirtuar o eclipsar la vocación primera de la Cineteca, que
no es otra que la de preservar la memoria fílmica y los acervos
históricos en sus formatos originales, además de renovar continuamente
su acervo con adquisiciones de valor indiscutible.
Parece ser que la mejor manera de cumplir con dicho propósito será
la de poner en marcha un museo que, por su función primordial y su
vocación didáctica, permita resistir a las tentaciones de una
programación atenta a la novedad mediática. Un museo de cine y una
videoteca serán de esta manera las prolongaciones idóneas de una
Cineteca eminentemente cultural, ajena a la tiranía de la recuperación
mercantil y al clientelismo juvenil que supone todo parque de
atracciones.
Basta recorrer las diversas cinematecas y museos de cine en Europa
–de Bolonia a Valencia, de Madrid a Lisboa, inclusive París, capital de
la cinefilia mundial–, para cerciorarse de que la modestia de los
espacios disponibles no impide una estupenda funcionalidad ni tampoco
la frecuentación de un público exigente e informado. Antes bien, sucede
lo contrario. A la desmesura actual de las instalaciones de la Cineteca
Nacional, deberá corresponder un equiparable esfuerzo de imaginación
cultural y voluntad política, para que salas de cine, biblioteca,
videoteca y museo se transformen en un concepto integral para una
óptima preservación y difusión del cine.
Twitter: @CarlosBonfil1
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