7/20/2014

Mar de Historias: Guantes de carnaza



Cristina Pacheco

Caminar de prisa es el único recurso para vencer la humillante sensación de rechazo que agobia a Luis Antonio desde que escuchó las puertas de la fábrica cerrándose a sus espaldas. A partir de ese instante sólo tiene una meta: alejarse de Cromados Ovalle sin volverse ni levantar la mano para despedirse de sus antiguos compañeros. De seguro seguirán mirándolo con lástima y, al mismo tiempo, experimentando la secreta alegría de no ser ellos quienes abandonan la Nave D7 a la hora de mayor actividad.

Cárdenas, Bohórquez, Altamirano, Hernández. Batas azules, guantes de carnaza, lentes protectores, cascos bajo los que el cabello ha ido adelgazándose, blanqueándose, inscribiendo sus nombres en la lista de futuros jubilados. Un día alcanzarán esa condición aunque no quieran, por más que digan: Me siento en plenitud de facultades y con experiencia suficiente para superar mis niveles de productividad. Además, no puedo imaginarme trabajando en otra parte, ni aunque fuera un sitio mejor, con ventanas, extractores, pasillos amplios, gimnasio. No quiero irme. Si me da otra oportunidad no se arrepentirá.

Fue lo que argumentó Luis Antonio ante el jefe de personal quien, después de darle la noticia, lo veía sin mirarlo, permitiendo que hablara de sus momentos felices en Cromados Ovalle, sus pequeños sacrificios en las trances difíciles: pruebas de que él siempre había llevado la camiseta de la fábrica bien puesta o, mejor dicho, tatuada hasta el nivel de sus afectos.

Mientras camina Luis Antonio reconoce que seguirá llevando esa marca mucho después de que logre encontrar otro destino, otra fábrica con siglas propias, horarios, zonas restringidas, un olor especial.

¿A qué olía Cromados Ovalle? En 28 años Luis Antonio jamás sintió necesidad de hacerse esa pregunta, ni de caminar sólo para no quedarse clavado frente al portón de la fábrica con la esperanza de que Rosendo, el guardia del turno matutino, se asomara por la mirilla para decirle lo que Luis Antonio daría cualquier cosa por escuchar: Oye, regresa: el licenciado Morente quiere que subas a su despacho. A esa especie de santuario los empleados accedían sólo por dos motivos: para oír frases de bienvenida o despido. A él acababan de liquidarlo bajo el término jubilación. Esto dejaba abierta la otra posibilidad: ser recontratado.

No era imposible. A la hora en que sus compañeros atravesaron con Luis Antonio la explanada hacia el portón, Bohórquez vaticinó que el jefe de área, tarde o temprano, se daría cuenta de que nunca iba a encontrar un obrero tan capacitado como Luis Antonio para entenderse con la nueva maquinaria electrónica. Hernández estuvo de acuerdo. Altamirano señaló un peligro en el hipotético caso de que su compañero en la Nave D7 fuese recontratado: Ojo: Morente querrá sacar provecho.

Luis Antonio los escuchó con la expresión del enfermo terminal a quien una parienta generosa procura reanimar diciéndole: No pierda la fe. La ciencia avanza a pasos agigantados. No dude que en unos días saquen un nuevo medicamento contra la maldita enfermedad.


II
Luis Antonio pasa frente a una panadería y se detiene. No la reconoce. Cree haberse equivocado de calle. Retrocede hasta la esquina y lee la placa: Huizaches. Delegación Venustiano Carranza. Código Postal... No cabe duda. Es la misma calle que recorrió durante 28 años, dos veces diarias. No se explica el hecho de no haber visto esa panadería, pero no intenta solucionar el enigma. Piensa en las muchas cosas que habrá dejado de ver con tal de presentarse a tiempo en Cromados Ovalle para formarse ante el reloj marcador y ocupar su sitio en la Nave D7. Allí todo estaba programado con precisión y a tal velocidad que el tiempo parecía demorarse, ir más despacio que la máquina, la banda y sus manos enguantadas de carnaza.

Luis Antonio mete la mano en la bolsa de la chamarra y palpa sus guantes amarillos. Debió devolverlos junto con el resto de su equipo. Cuando el bodeguero lo reclasifique y vea que faltan irá a decírselo a su jefa inmediata y ella al encargado de compras y éste a la secretaria del señor Morente, Elvira. Como buena profesional, buscará el momento más oportuno para decirle a su patrón que Luis Antonio no entregó sus guantes. (Una minucia para todo el mundo, excepto para el señor Morente, ufano de saber todo, absolutamente todo, lo que ocurre en su fábrica.)

Luis Antonio piensa que, en su posición, el señor Morente está en condiciones de atribuir la falta de los guantes a lo que quiera: nerviosismo, mala fe, ridículo deseo de venganza o tal vez al impulso romántico de un ex empleado dispuesto a conservar un accesorio que le recuerde los 28 años que pasó en la fábrica.

A Luis Antonio le parecen inaceptables todas esas hipótesis que, además de hacerlo ver como un blandengue en pleno arranque de maldad, mancharán su expediente impecable: ni una falta, ni un retardo, ni una pérdida. Guiado por el sentido del honor, Luis Antonio da media vuelta. Está a tiempo para llegar a Cromados Ovalle, solicitarle la pegatina de acceso a Rosendo, subir al penthouse y entregarle al patrón los guantes en propia mano.

El breve rencuentro ameritará un pequeño discurso que explique la razón de que él, un obrero recién jubilado, tenga en su poder los accesorios de carnaza distintivos de la Nave D7. Luis Antonio confía en que su gesto haga ver a su ex jefe la clase de trabajador que ha sido y lo mucho que ama y respeta la fábrica. Siente urgencia por vivir ese momento que será el broche de oro de su estancia en Cromados Ovalle y aprieta el paso.

Conforme avanza imagina el asombro de Rosendo cuando lo vea, la incredulidad de la recepcionista (¿Tan pronto de vuelta?), la discreción con que Elvira le preguntará por qué necesita ver con tal urgencia al gerente. Antes de que logre concebir la respuesta se ve frente al portón de Cromados Ovalle.


III
Luis Antonio no considera necesario oprimir el timbre. Confía en que el guardia reconocerá su voz: ¿Me abres? Necesito ver al señor Morente. Emocionado, oye a Rosendo manipular el llavero y las barras de seguridad. Al verlo salir da un paso hacia él, pero Rosendo lo frena: ¿Tienes cita? Luis Antonio cree que esa forma de hablarle es una broma y responde en el mismo tono: “El chif es mi cuaderno. Entre nosotros no hay formalidades”.

Inexpresivo, Rosendo señala hacia la libreta notarial en donde los visitantes deben registrar sus datos. (Nombre completo. Procedencia. Área a la que se dirigen. Hora de entrada. Firma.) Desconcertado, Luis Antonio cubre el requisito. Se dispone a seguir adelante pero Rosendo lo detiene: Déjame una identificación. Te la devuelvo a la salida. Luis Antonio se impacienta: Pero qué carajos voy a identificarme. Nos conocemos. No hace ni una hora que nos despedimos. Rosendo levanta los hombros: Lo siento, sin eso no puedes pasar.

Luis Antonio comprende que no le conviene discutir y se explica: No traigo mi credencial del IFE y ya no tengo gafete. Permíteme entrar. No le quitaré al señor Morente ni dos minutos: lo necesario para explicarle que me llevé los guantes por descuido. No quiero que me tome por un... Rosendo no escucha el resto de la frase. Cierra el portón, manipula su llavero y corre las barras de seguridad.

Derrotado, Luis Antonio arroja al suelo los guantes de carnaza y vuelve a caminar sin rumbo, sin prisa, sin que le importe su reputación.

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