Es martes por la mañana, y la iglesia de San Gerardo María Mayela está custodiada por una decena de camionetas artilladas de la Secretaría de Marina,
cuyos tripulantes, con uniforme camuflado, cascos y chalecos antibalas,
mantienen sus ametralladoras bien prendidas con ambas manos a la altura
del pecho, siempre con un dedo cerca del gatillo. A pie, además, francotiradores de la Policía Federal hacen rondines alrededor del templo católico, portando rifles cuyo cañón es apenas más largo que sus miras telescópicas.
Éste es el templo erigido en Iguala en honor al “santo patrono de las madres y de los partos felices”. Y es también el lugar donde, desde noviembre de 2014, vienen congregándose lo mismo mujeres jóvenes que viejas,
robustas o débiles, que deambulan, algunas erguidas y otras encorvadas,
portando todas las mismas playeras negras que, sobre la espalda, rezan:
“Mientras no te entierre, te seguiré buscando…”.
Ellas son las madres de 470 personas (sin contar a los 43
normalistas raptados por la policía de este municipio el pasado 26 de
septiembre) que han sido desaparecidas en Iguala y las
localidades vecinas en los últimos siete años. Son empleadas, amas de
casa, campesinas, casi todas radicadas en México, pero las hay también
que volvieron desde Estados Unidos, a donde emigraron hace años, sólo
para buscar a sus hijos.
Muchas había callado su dolor todo este tiempo, por miedo a que el costo de denunciar fuese la pérdida de más hijos,
y esa es, quizá, la razón por la cual, entre 2011 y 2014, sólo 27
privaciones de la libertad fueron denunciadas en el municipio, según el
Sistema Nacional de Seguridad Pública. Otras son madres que sí
acudieron ante las autoridades para clamar ayuda, y que en respuesta
obtuvieron amenazas, mentiras e impunidad. El desconsuelo, al final, es
el mismo en unas y otras.
Leonor, por ejemplo, viene de Chiautla –localidad ubicada en Puebla,
en la frontera con el estado de Guerrero–, donde su hijo, Marco Antonio
Tapia Tapia, fue secuestrado el 14 de marzo de 2013 y por el cual se
exigió un rescate de 3 millones de pesos.
El mismo día de su secuestro, a través de geolocalización, el teléfono celular de Marco Antonio, un maestro de telesecundaria que completaba su ingreso haciendo labores de albañilería y plomería, fue ubicado en Iguala, pero ninguna autoridad salió en su búsqueda.
Al presentar la denuncia ante la Procuraduría General de la República, rememora Leonor, “nos
dijeron que no podían ir, que era un lugar muy peligroso, donde operaba
un grupo criminal muy bien organizado… ‘no podemos ir nosotros’, decían
los agentes, pero, eso sí, nos pidieron que mantuviéramos
activo el teléfono, para que siguieran rastreando, y el teléfono
siempre estaba en Iguala o en el municipio vecino de Eduardo Neri, o
sea, los delincuentes que se llevaron a mi hijo ahí estaban, y seguían
usando el teléfono que le quitaron… y total que por más de un año
pagamos cada mes los recibos del teléfono, que llegaban de entre 600 y
700 pesos, esperando que las autoridades investigaran, y nunca
quisieron hacer nada…”
Pero eso no fue todo, y Leonor enumera: “Las autoridades se tardaron seis meses en llamar a los testigos del secuestro para hacer el retrato hablado de los delincuentes,
y para entonces, muchos detalles ya se les habían olvidado; además, en
Puebla no quisieron tomarnos muestras de ADN porque nos dijeron que no
había reactivos; tampoco se nos ha permitido ver el expediente de la
investigación; y a mi nuera y mis nietas les quitaron el ISSSTE; la SEP también se niega a otorgarle la pensión a la familia de mi hijo,
e incluso la mamá de mis nietas tuvo que devolver la última quincena
que él cobró, porque ya no se presentó a trabajar, y ¿cómo se iba a
presentar a trabajar, si los delincuentes se lo llevaron?”
Como Leonor, desde que el pasado 26 de septiembre fueron secuestrados 43 normalistas por la Policía Municipal de Iguala, a esta iglesia llegan todos los días madres, esposas, hijas, hermanas, y padres también, de personas desaparecidas
en el municipio, y en todo el norte de Guerrero, con el anhelo de que
las investigaciones realizadas por la autoridad para localizar a los
normalistas permitan, también, hallar a sus seres queridos.
También todos los días, en punto de las 9:00 horas, de la
iglesia de San Gerardo María Mayela parte un grupo de familiares hacia
los cerros de Iguala, en busca de fosas clandestinas en las que el crimen organizado hubiera ocultado los restos de sus víctimas.
“Por supuesto, ninguno de nosotros éramos expertos en
búsqueda de fosas –explica Citlali Miranda, del Comité de Familiares de
Víctimas de Desaparición de Iguala, como se denominó este grupo de
ciudadanos, arropado por la iglesia de San Gerardo–, pero poco a poco
vamos agarrando experiencia, y trabajamos con lo que tenemos a
nuestro alcance, porque la verdad es que las autoridades estatales no
han tenido ninguna intención de ayudarnos: les pedimos herramientas,
como barretas, palas, picos, vehículos o gasolina, y nos dicen que no
les toca, que si ya están las autoridades federales metidas en el caso,
que ellas nos resuelvan.”
Aún así, su labor ha sido tan efectiva que, de noviembre a la fecha, el Comité de Familiares ha logrado localizar 31 restos óseos inhumados clandestinamente en los cerros que rodean Iguala.
Se trata de “familiares que desde hace años esperan a sus
hijos desaparecidos aquí, a sus esposos, a las hijas secuestradas junto
con sus nietos –afirma el padre Óscar Mauricio Prudencio,
párroco de San Gerardo–, y muchos de ellos han comentado que a sus
hijos e hijas se los llevaron los militares, los policías, el crimen
organizado, porque desde hace años es un secreto a voces la estancia de
los grupos delictivos en Iguala, que se dedican a secuestrar, a vender
la droga… con perdón de la expresión, ése es, para nosotros, el pan
nuestro de cada día.”
Casi como una ironía, el padre Óscar recuerda que en 2013
fue enviado a Iguala “para estar yo más tranquilo”, luego de que en su
anterior parroquia, ubicada en el municipio de Apaxtla de Castrejón,
quedara atrapado en un enfrentamiento entre los cárteles de Guerreros Unidos y La Familia Michoacana, al dirigirse a un poblado rural para oficiar un bautismo.
De aquella balacera, recuerda aún afectado, debió huir corriendo por
el monte, dejando atrás su camioneta incendiada en el camino, y de la
que había sido arrastrado fuera por sicarios de Guerreros Unidos.
“Supuestamente yo iba a estar más tranquilo aquí, en Iguala,
pero cuando llegué, a mediados de 2013, lo primero con lo que me
enfrenté fue con una familia que vino a pedirme que celebrara misa para
orar por la liberación de un hijo secuestrado, y luego vino
otra familia, y luego otra, y luego vino más gente para solicitar una
misa por la muerte de un joven también secuestrado… entonces, eso me
impactó… después recibí la llamada de una persona que dijo ser
comandante de Guerreros Unidos, reclamándome por no haber asistido a
una reunión en la que supuestamente me esperaban, y yo le dije ‘mira,
yo apenas vengo llegando a Iguala, no sé quién eres’, y él me respondió
que tenía yo que dar una cuota de 10 mil pesos si no quería que nos
atacaran, eso fue casi recién llegando, y en el año y medio que llevo
en Iguala me han hablado otras tres veces con la misma amenaza, la
última de ellas fue el pasado viernes (2 de enero de 2015)… yo, lo
único que hago, es colgar”.
–¿Cómo era Iguala antes del 26 de septiembre, cómo era la seguridad
y los servicios bajo la administración del exalcalde José Luis Abarca?
–se pregunta al religioso.
–Yo, en lo personal, no tenía un buen concepto de él como gobernante
–advierte el padre Óscar–, en cuestión de obras, no sé cuáles
realizara, puedes darte cuenta cómo en las colonias de la periferia las
calles están sin pavimentación, hay mucha basura,
mucha gente se queja de que no hay agua o de que llega sucia. Yo llegué
hace un año y algunos meses, así que el conocimiento que tengo sobe la
autoridad municipal es lo que los feligreses me decían, y ellos me
decían ‘cuídese, padre, de la policía’… y ahora que ha pasado
lo de los muchachos de Ayotzinapa puedo darme cuenta de que lo que me
decían era cierto, de quien había que cuidarse era de la autoridad…
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