Por
lo general, uno ve con suspicacia las películas que han tenido éxito en
el festival de Sundance, un encuentro que suele tragarse los anzuelos
más elementales. Pero en el caso de Whiplash: música y obsesión, segundo largometraje de Damian Chazelle, la hipérbole fue plenamente justificada. (El título de Whiplash no sólo significa
latigazo, porque así se siente la película, sino es una pieza fundamental en la banda sonora.)
Situada en el conservatorio neoyorquino Shaffer, la película
describe, en esencia, el duelo sicológico entre Andrew Neyman (Miles
Teller), un estudiante de batería, y su despótico maestro Terence
Fletcher (J.K. Simmons). Éste no es sólo un instructor estricto, sino
un tirano que abusa física y verbalmente de sus alumnos en busca de una
disciplina profesional. A su vez, el joven Neyman responde al reto y
ensaya hasta literalmente dejar sangre sobre los tambores. Él se vuelve
tan influido por Fletcher que se comporta como un cabroncito con su
dulce novia (Melissa Benoist), sus compañeros y familiares.
Estamos en las antípodas de las películas edificantes en las cuales
el maestro es una figura benigna que infunde confianza en sus pupilos,
como aquella cursilería llamada Triunfo a la vida (Mr. Holland’s Opus, Stephen Herek, 1995). Aquí el modelo más cercano sería la primera mitad de Cara de guerra (Full Metal Jacket, Stanley
Kubrick, 1987), en la que el sargento Hartman –memorablemente
interpretado por R. Lee Ermey– entrenaba a los soldados incipientes
utilizando la humillación y la intimidación como herramientas. Así,
como ese personaje, Fletcher no titubea en emplear insultos racistas,
obscenos y homófobos para conseguir su propósito: depurar a los que
realmente tienen madera de músicos.
Tal
vez algunos detalles sean inverosímiles –¿un concierto en Carnegie Hall
que no necesita de varios ensayos?–, sin embargo la habilidad narrativa
de Chazelle va construyendo una acelerada tensión dramática como una
olla exprés que finalmente explota en la magnífica secuencia final. En
ese punto, el espectador al que no le suden las manos no tiene sangre
en las venas, sino clorofila.
Siendo una película de dos personajes básicos, Whiplash depende
de sendas actuaciones persuasivas. Por su lado, Teller expresa la
transformación de su personaje, de tímido nerd del jazz a arrogante
aspirante a la grandeza. Pero es el multipremiado Simmons quien ha
encontrado el papel de su vida, pues su Fletcher no es simplemente la
personificación de la ojetez. Cambiando de tono en un instante y
actuando hasta con las venas de su cráneo rasurado, el actor brinda
suficiente matices a su personaje para sugerir una vida compleja y
quizá atormentada.
Es posible que la conclusión de Whiplash sea algo equívoca.
Afirmar que el arte necesita una disciplina castrense para florecer
puede parecer ideológicamente sospechoso. Sin embargo, lo grandioso de
la música parece justificarlo todo.
Whiplash: música y obsesión
(Whiplash)
D y G: Damien Chazelle/ F. en C: Sharone Meir/ M: Justin Hurwitz;
canciones varias/ Ed: Tom Cross/ Con: Miles Teller, J.K. Simmons, Paul
Reiser, Melissa Benoist, Austin Stowell/ P: Bold Films, Blumhouse/Right
of Way Productions. Eu, 2014.
Twitter: @walyder
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