2/08/2015

Mar de Historias: Fuera de inventario



Cristina Pacheco

Trabajo en una paragüería. Está en la contraesquina de la calle donde han estado siempre los bazares. Desde el mostrador los veo todo el tiempo. Funcionan de las diez de la mañana a las nueve de la noche, se aceptan todas las tarjetas de crédito y sin embargo pocas veces he visto a personas que entren a comprar antigüedades.
Conozco de vista a sus dueños. Cuando salgo a comer al vegetariano nos saludamos. Si tengo unos minutos de más les hago plática y ellos me cuentan de la grave situación que atraviesan, se quejan de que ya sólo visiten sus bazares extranjeros interesados en tomarles fotos o reporteros que llevan el encargo de escribir acerca de esos comercios condenados a la desaparición.

I
Ayer que entré al vegetariano sólo había una mesa desocupada. Al sentarme vi un periódico abierto en una página que tenía arrancada la parte de arriba. Pensé que el trocito de papel le había servido a alguien para apuntar de prisa un teléfono o una dirección.
Dejé el periódico sobre la mesa por si el dueño regresaba por él. Como no apareció, agarré el diario para buscar mi horóscopo. Al levantarlo me fijé en un renglón: Con el tiempo, lo que era un simple montón de cachivaches se convirtió en un bazar. Esas palabras despertaron mi curiosidad. Tal vez el entrevistado fuera uno de mis conocidos. Seguí leyendo:
“… es un local pequeño, pero hay de todo. Desde cigarreras, lámparas de cristal, programas antiguos, flores de seda, hasta muebles y ropa: una chistera, un traje de manola, un abrigo de terciopelo con esclavina que se supone perteneció a una cantante famosa. Eso no puedo comprobarlo. Se lo menciono como detalle curioso.

“En cuanto a lo que usted me preguntó acerca de la clientela, le diré ya no es como la de antes. Ahora casi todas las personas que entran en mi bazar lo hacen por simple curiosidad, porque no tienen a dónde ir, para entretenerse imaginando la vida de otro tiempo (que, ilusamente, consideran mejor que la actual) al observar un biombo, una góndola, una mesa rinconera, un bacín decorado con flores. Todo les gusta, apenas se atreven a tocarlo y andan por la tienda con muchas precauciones para no romper los que consideran objetos invaluables. No lo son tanto. Si les ocurriera algo lo lamentaría sólo por la pérdida económica que el daño pudiera significarme.

“¿Qué cuál es el objeto más valioso que hay en mi bazar? La verdad, señorita, la única pieza a la que le concedo valor, y que por cierto no está en el inventario, es aquel caballo de madera. Como ve, lo tengo en un sitio muy especial y protegido con un capelo, de modo que cualquiera pueda apreciarlo, interesarse en saber quién hizo la talla o al menos de qué madera es. En años nadie lo había mirado, pero hace días entró una muchacha con pinta de extranjera. (Sonó el teléfono y el entrevistado, que me pidió omitir su nombre, interrumpió su narración. Al volver me preguntó de qué hablábamos. Se lo dije.)

“Ah, sí, de la muchacha. Pasó un buen rato mirando la talla de madera hasta que al fin me reveló que le interesaba comprarla. Quiso saber su precio. Le aclaré que era la única pieza que no estaba en venta. ¡Lástima!, dijo. Por fortuna no insistió. De haberlo hecho no habría sabido explicarle por qué le concedo tanto valor a la escultura. Si algún crítico de arte la viera tal vez la encontraría mediocre; yo, en cambio, la considero sublime, entre otras cosas porque es obra de mi tío Lucio.

(Le pedí a mi entrevistado que me hablara del personaje, pero él entendió que deseaba su descripción.)
“He visto algunas fotos de él cuando era joven; sin embargo, tengo la impresión de que siempre tuvo el aspecto de viejo con que lo conocí: pequeño, de frente amplia, manos demasiado largas para su estatura, jorobado. De niño sufrió mucho a causa de su deformidad. La adjudicaba a la caída de un caballo. Varias veces le pregunté a qué edad había sufrido el accidente, pero en lugar de aclarármelo me veía con sus ojos brillantes, ocultos entre las cejas hirsutas y las arrugas que descendían hasta las comisuras de sus labios delgados.

(Mi entrevistado se disculpó conmigo por hablar de cosas que tal vez no me interesaran ni fueran útiles para mi trabajo. Lo convencí de que era todo lo contrario y siguió hablando sin necesidad de que le hiciera más preguntas.)

III

“Mi tío Lucio siempre fue hombre de pocas palabras, tal vez porque su oficio de campanero le había afectado el oído y lo avergonzaba tener que comunicarse a gritos o pedir que le repitieran las cosas. A la muerte de Catalina, su segunda mujer, se volvió aún más silencioso y solitario. La familia, a la que nunca había sido afecto, poco a poco fue relegándolo hasta que al fin se referían a él como si ya hubiera muerto.

“En el tiempo libre que le dejaban las campanas de San Felipe, mi tío Lucio se dedicaba a trabajar la madera. Había aprendido cómo tallarla en la secundaria. Con su destreza ganó buenas calificaciones y prestigio entre los maestros. En fechas especiales pedían que les hiciera figuras, sobre todo de animales. Pudo hacerlas todas, desde burritos y palomas, hasta águilas y leones, menos caballos.

“Mi tío nunca me había mencionado ese capítulo de su vida. Lo hizo una tarde que pasé a visitarlo y lo encontré frente a la mesa de la cocina, analizando un trozo de madera. Le pregunté qué iba a hacer con él y me respondió que un caballo. Entonces me habló de su clase en la secundaria y lo que aún consideraba un reto: tallar un caballo.

IV

“A partir de aquella tarde, durante varios meses, me acostumbré a encontrar a mi tío en la cocina, rodeado de virutas, desbastando la madera con su cuchillo y una serie de herramientas inventadas por él. Sin explicaciones, me entregaba la figura y me veía, ansioso de comprobar si yo iba descubriendo en ella nuevos cortes, los pequeños toques que iban dando a la escultura plenitud en la forma y un aliento de fuerza y de vida.

“Absorto en su trabajo y confiado en su buena salud, mi tío Lucio nunca prestó atención a ciertos dolores y mareos, ni yo al hecho de que con frecuencia se le escaparan de las manos las herramientas. Un viernes, lo recuerdo muy bien, encontré al tío tirado junto a la mesa de la cocina. Llamé a mis padres. Lo condujeron al hospital. La familia lo acogió de nuevo, hizo guardias junto a su cama, le habló de lo que todos sabíamos imposible: Cuando salgas de aquí…

Por desgracia, el desenlace fue largo. Cuando mi madre me dijo que el fin de su hermano estaba próximo, corrí a su casa, tomé el caballo de madera, regresé al hospital y lo puse en las manos del enfermo. Él se quedó mirando su obra un minuto, quizá nada más unos segundos, y luego, sonriendo, me la devolvió. Desde entonces la conservo. Al verla imagino al tío Lucio pequeño, de frente amplia, manos demasiado largas, desbastando trozos de madera con tenacidad, en silencio, sin más aspiración que vencer un reto y darle vida a su sueño.

Allí terminaba el artículo. Como la hoja del periódico no tenía la parte de arriba, no supe cómo se llamaba el artículo ni el nombre de quien lo escribió. Me gustaría conocer a esa persona y agradecerle que en estos tiempos de noticias terribles –recién nacidos torturados por sus padres, crímenes monstruosos, accidentes, fosas clandestinas, violencia irracional– haya contado la historia extraordinaria de un hombre común.

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