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Y de cómo me imagino a la Jenízara pintada por Matisse.
La Jenízara duerme debajo de siete edredones, y de una frazadita azul que le regaló su mamá. En verano como en invierno. Es muy acalorada de día y muy friolenta de noche, lo que no quiere decir que en entrañable compañía, no le suceda también acalorarse de noche. El asunto de los edredones (y la frazadita) es muy importante porque le ofrecen protección y seguridad. Ella es lo que podríamos llamar: una miedosa consuetudinaria. Sus miedos son tantos y tan diversos, que a veces terminan fulminándose los unos a los otros, lo que es una ventaja. Les pongo un ejemplo: un día se fue la luz en su edificio. La lamparita de batería no estaba cargada, y de la última cena en su casa sólo quedaba un minúsculo resto de vela que duró como quince minutos. La oscuridad. Miedo uno: está encerrada en su casa y la oscuridad la envuelve y podría tragársela. Miedo dos: para liberarse del encierro es necesario descender a tientas, en ese cubo de escaleras angosto y sin ventanas.
Más de una vez la Jenízara le ha lanzado maldiciones al arquitecto: ¿qué tan retorcido y oscuro –justamente- tiene que ser un humano para no prever ni una sola ventana? El miedo uno la hizo pensar en bajar corriendo, el miedo dos la detuvo, dada la estructura claustrofóbica de las escaleras producto de la cabecita inhóspita de un arquitecto, a quien es probable que su mamá lo pellizcara de chiquito.
Ambos miedos se enfrentaron el uno al otro con una cierta ferocidad. A la Jenízara le sudaban las manos. “Oh, la pelea del Milenio”, podría haber dicho la Jenízara, como si esas cosas no le pasaran varias veces por semana. El enfrentamiento fue tan ríspido, que los miedos se noquearon el uno al otro. Y sí, cayeron tendidos sobre el piso de la sala, y la Jenízara comenzó a sentir una paz y una armonía digna de mejores circunstancias. Tomó su libro, se sentó en su sofá, lo abrió, y comenzó a leer en voz alta sin ver nada.
Pero vuelvo al punto: además de la pila de edredones que permanecen en la cama todo el año, la Jenízara duerme abrazada de un almohadón delgado y larguísimo, casi de su tamaño, al que salvó de una canasta de almohadones en el Sam’s. El cariño entre ellos se ha afianzado con los años y -dada su caballerosidad y ternura incondicional- el almohadón se llama Lancelot du Lac.
Pero no todo puede ser felicidad, ¿acaso el alma no se engrandece en los valles de lágrimas? Como solía decir la hermana Conchita en el Colegio para niñas de las Hermanas Siervas de Jesús Sacramentado, en donde la Jenízara hizo carrera (de obstáculos) desde el kínder hasta la prepa. Con uniforme azul marino y calcetas blancas. Les cuento: la temerosa y a sus horas intrépida Jenízara se enamoró de un hombre barbudo que detesta los edredones. Y detesta –además- a Lancelot du Lac. Y sí, quizá a él de chiquito lo pellizcaba su papá.
Las noches se convirtieron en un remolino de pasiones por las buenas y por las malas razones. Primero, los remolinos productos de los éxtasis místicos (como también diría la hermana Conchita, devota de Santa Teresa de Ávila) que ahora no estoy en condiciones de narrar. Amanecí tímida, ruborizada y timorata. Baste decir, que la Jenízara –en un arranque de gratitud sin límites ni fronteras- solicitó al Programa de Estudios de Género de la UNAM que instituyera y otorgara el Doctorado Honoris Causa a Kaliman (que así se llama el peludo cuando están solos en su casa) por su excelencia en la práctica del cunnilingus. “A los feministos se les reconoce en la cama”, expresó la Jenízara por escrito en un breve texto al que tituló: “Lo personal es político”, retomando –por una gran causa- el célebre lema de la segunda ola de los feminismos. La ceremonia de premiación fue muy emotiva. Algunas compañeras hasta lloraron.
Pero en la vida de todo hombre y de toda mujer llegan momentos en los que ya toca dormir. Apenas el abrazo se disuelve, el forcejeo comienza. A continuación un ejemplo de una típica noche de desavenencia: Kalimán retira los edredones. La Jenízara los recupera. Él los retira de nuevo hasta que ya de plano los avienta. La Jenízara los recupera. “Destápate tú que me tapo yo”, dice la Jenízara negociadora y con un hilo de voz. “Veinte kilos de plumas sintéticas nos separan”, dice él. “No son sintéticas, son de ganso”. Aclara ella ofendida. Ahorró por meses para cada uno de esos magníficos edredones protectores, no es cosa de permitir que los deshonren. “No comes nada que contenga ganso, pero no te molesta que les arranquen las plumas”, dice él. “Tienes razón”, dice ella. “Todos somos un mar de contradicciones. Seres ambivalentes y desplumados”.
Para entonces la Jenízara ya acaricia su piecito (el de él) con su piecito (el de ella) en un intento de soborno. “Más la frazada de tu mamá”, dice él. “Me la regaló con tanto cariño porque sabe que tengo malos sueños”. “Pero aquí estoy yo, ¿por qué tendrías malos sueños?” Zas. La Jenízara se queda sin palabras. A veces retira la frazada. A veces un edredón o dos. “Deja todos los edredones en mi mitad de la cama”, insiste ella. “Es como dormir junto a un tamalito”, dice él. “¿Qué tipo de tamalito?” dice ella. “De esos tabasqueños de chipilín”, dice él. “Con esos sí que me identifico”, dice ella.
Casi siempre Kalimán se resigna y acepta dormir bajo los edredones. No se acalora demasiado, parece que lo de aventarlos es para él más bien un asunto de principios. Ya están abrazaditos. Del lado derecho de la cama, la Jenízara, hipócrita y taimada, esconde a Lancelot du Lac, el más dulce caballero de la Mesa Redonda. “¿Hasta nombre tiene el estorboso objeto?” Kalimán lo sabe pero finge demencia. “Un día se te va a olvidar el fulanete ese”, le dijo en los comienzos. “Todos tenemos nuestras pequeñas manías, es un hecho”, dijo ella, como si lo suyo fuera la descubierta horizontal del hilo negro. Apenas él se duerma la Jenízara va a abrazar a Lancelot y se lanzará con él en un abrazo profundo y como de principios del mundo. Como el tiempo ha pasado, una noche la frase subió de tono: “¿Alguna década de estas me lograré librar de ese pendejo?” Los diálogos transcurren –como suele suceder- entre sobaditas, chupetones, lengüetazos y masajes de arañita.
Pero la Jenízara ya está muy preocupada, si continúan así, el inanimado Lancelot va a comenzar a tomar rostro humano. “A mí no me gustan los triángulos”, dice él, como si tuvieran en la cama a un vecino. “¡Es sólo un almohadón!”. “¿De verdad crees lo que me dices: ‘sólo un almohadón que no significa nada?’”. “No, no lo creo”. “¿Entonces qué significa?”. “Si no abrazo a Lancelot siento que me voy en un hoyo”. “¿Cuál hoyo?”. “Uno que puede abrirse en la cama durante la noche”. “¿Te das cuenta que lo que dices es una burrada?”. “Sí, pero es mayor el miedo al abismo, que el miedo a decir burradas”.
“El abismo”, dice él. Y la abraza rete bonito. “¿Y por qué mi abrazo no te salva del abismo?”. Mis queridas/os compañeras/os de viaje, ¿qué podría hacer la Jenízara (cualquier ser humano) ante esta pregunta?
La Jenízara (de nuevo un Matisse) apoyando su brazo izquierdo (para no caer en el abismo) en el cuerpo amarillo y relleno de plumas (sintéticas) de Lancelot du Lac, el más adorable caballero de la Mesa Redonda.
“Tendría que demandar a mis dos psicoanalistas”, piensa ella. “Por incapacidad de ayudarme a erradicar los abismos imaginarios de mi vida”. Luego se dice que todas/os nos rodeamos en nuestras casas y oficinas de objetos que nos protegen. Lo que podríamos llamar “objetos contra-fóbicos”. Ese “todas/os” que la inserta en los retruécanos de la condición humana la tranquiliza. Pero pasando de lo general a lo particular él dijo:
“¿Por qué mi abrazo no te salva del abismo?”.
Allí les dejo la frase como letrerito de neón a ver qué hacemos con ella en páginas venideras. Lo que significa: páginas por venir, y ninguna otra cosa.
Kalimán se duerme enfurruñado. La Jenízara se da una vueltita despacito (para no despertar sospechas), se abraza a Lancelot y hace una lista de respuestas posibles:
A) Porque de los abismos imaginarios no puede salvarse más que una misma. Eso suena muy bien. Muy psicoanalizado, muy militante. Pero es una verdad a medias.
B) Porque sólo quien con su amor te protege del abismo puede, con su desamor, lanzarte al abismo. Eso suena espeluznante y a verdad descarnada. (En este punto, ya es hora de poner de cabeza al San Antonio de la cocina).
C) ¿Me pellizcaron mi papá y mi mamá de chiquita?
“No hay manera de amar y ser amada, sin el riesgo de desamar y ser desamada”. Susto peludo y barrigón. La Jenízara muerde a Lancelot y le pica los ojos que no tiene, como si fuera un fantasma del pasado encarnado en almohadón. “Tú no me puedes traicionar, Lancelot”, le dice en un murmullo. “Por eso nos amaremos toda la vida con nuestro amor incondicional”. La Jenízara siente que los siete edredones se mueven como si un cuerpo tan querido la buscara por debajo de las no sé cuántas capas de la tierra: “Ven para acá, mensa. Un día vamos a incendiar a tu chorizo de plumas en una gran hoguera”. “Me da miedo el fuego”, dice ella, “una vez vi incendiarse un campo entero”. “Siempre tienes ese tono optimista, como de nota roja. No te preocupes, consultamos antes al servicio meteorológico, la hoguera tendrá lugar minutos antes del principio de una tormenta tropical”.
Para dormir, no hay nada más entrañable que el bullicio de una tormenta tropical. Es científico. La Jenízara toma aire y se sumerge en su abrazo. “¿Ya ves que no hay hoyo alguno?”. “Ay, pero claro que no”. Quieta por unos segundos. Después desliza su mano derecha calladita, calladita, y busca el cuerpo –inanimado, sí, es verdad, inanimado- de Lancelot du Lac para estrujarle su piel de tela. Por si las moscas. Por si el barco se hunde. Por si el hoyo aparece. Por si una emergencia.
“Soy una valiente”, que se dice la Jeni, en un segundo de encariñamiento con ella misma. Por aquello del positive thinking y “la auto-estima”, como dirían los manuales. “Soy una chimuela que masca tuercas”.
@Marteresapriego
La Jenízara duerme debajo de siete edredones, y de una frazadita azul que le regaló su mamá. En verano como en invierno. Es muy acalorada de día y muy friolenta de noche, lo que no quiere decir que en entrañable compañía, no le suceda también acalorarse de noche. El asunto de los edredones (y la frazadita) es muy importante porque le ofrecen protección y seguridad. Ella es lo que podríamos llamar: una miedosa consuetudinaria. Sus miedos son tantos y tan diversos, que a veces terminan fulminándose los unos a los otros, lo que es una ventaja. Les pongo un ejemplo: un día se fue la luz en su edificio. La lamparita de batería no estaba cargada, y de la última cena en su casa sólo quedaba un minúsculo resto de vela que duró como quince minutos. La oscuridad. Miedo uno: está encerrada en su casa y la oscuridad la envuelve y podría tragársela. Miedo dos: para liberarse del encierro es necesario descender a tientas, en ese cubo de escaleras angosto y sin ventanas.
Más de una vez la Jenízara le ha lanzado maldiciones al arquitecto: ¿qué tan retorcido y oscuro –justamente- tiene que ser un humano para no prever ni una sola ventana? El miedo uno la hizo pensar en bajar corriendo, el miedo dos la detuvo, dada la estructura claustrofóbica de las escaleras producto de la cabecita inhóspita de un arquitecto, a quien es probable que su mamá lo pellizcara de chiquito.
Ambos miedos se enfrentaron el uno al otro con una cierta ferocidad. A la Jenízara le sudaban las manos. “Oh, la pelea del Milenio”, podría haber dicho la Jenízara, como si esas cosas no le pasaran varias veces por semana. El enfrentamiento fue tan ríspido, que los miedos se noquearon el uno al otro. Y sí, cayeron tendidos sobre el piso de la sala, y la Jenízara comenzó a sentir una paz y una armonía digna de mejores circunstancias. Tomó su libro, se sentó en su sofá, lo abrió, y comenzó a leer en voz alta sin ver nada.
Pero vuelvo al punto: además de la pila de edredones que permanecen en la cama todo el año, la Jenízara duerme abrazada de un almohadón delgado y larguísimo, casi de su tamaño, al que salvó de una canasta de almohadones en el Sam’s. El cariño entre ellos se ha afianzado con los años y -dada su caballerosidad y ternura incondicional- el almohadón se llama Lancelot du Lac.
Pero no todo puede ser felicidad, ¿acaso el alma no se engrandece en los valles de lágrimas? Como solía decir la hermana Conchita en el Colegio para niñas de las Hermanas Siervas de Jesús Sacramentado, en donde la Jenízara hizo carrera (de obstáculos) desde el kínder hasta la prepa. Con uniforme azul marino y calcetas blancas. Les cuento: la temerosa y a sus horas intrépida Jenízara se enamoró de un hombre barbudo que detesta los edredones. Y detesta –además- a Lancelot du Lac. Y sí, quizá a él de chiquito lo pellizcaba su papá.
Las noches se convirtieron en un remolino de pasiones por las buenas y por las malas razones. Primero, los remolinos productos de los éxtasis místicos (como también diría la hermana Conchita, devota de Santa Teresa de Ávila) que ahora no estoy en condiciones de narrar. Amanecí tímida, ruborizada y timorata. Baste decir, que la Jenízara –en un arranque de gratitud sin límites ni fronteras- solicitó al Programa de Estudios de Género de la UNAM que instituyera y otorgara el Doctorado Honoris Causa a Kaliman (que así se llama el peludo cuando están solos en su casa) por su excelencia en la práctica del cunnilingus. “A los feministos se les reconoce en la cama”, expresó la Jenízara por escrito en un breve texto al que tituló: “Lo personal es político”, retomando –por una gran causa- el célebre lema de la segunda ola de los feminismos. La ceremonia de premiación fue muy emotiva. Algunas compañeras hasta lloraron.
Pero en la vida de todo hombre y de toda mujer llegan momentos en los que ya toca dormir. Apenas el abrazo se disuelve, el forcejeo comienza. A continuación un ejemplo de una típica noche de desavenencia: Kalimán retira los edredones. La Jenízara los recupera. Él los retira de nuevo hasta que ya de plano los avienta. La Jenízara los recupera. “Destápate tú que me tapo yo”, dice la Jenízara negociadora y con un hilo de voz. “Veinte kilos de plumas sintéticas nos separan”, dice él. “No son sintéticas, son de ganso”. Aclara ella ofendida. Ahorró por meses para cada uno de esos magníficos edredones protectores, no es cosa de permitir que los deshonren. “No comes nada que contenga ganso, pero no te molesta que les arranquen las plumas”, dice él. “Tienes razón”, dice ella. “Todos somos un mar de contradicciones. Seres ambivalentes y desplumados”.
Para entonces la Jenízara ya acaricia su piecito (el de él) con su piecito (el de ella) en un intento de soborno. “Más la frazada de tu mamá”, dice él. “Me la regaló con tanto cariño porque sabe que tengo malos sueños”. “Pero aquí estoy yo, ¿por qué tendrías malos sueños?” Zas. La Jenízara se queda sin palabras. A veces retira la frazada. A veces un edredón o dos. “Deja todos los edredones en mi mitad de la cama”, insiste ella. “Es como dormir junto a un tamalito”, dice él. “¿Qué tipo de tamalito?” dice ella. “De esos tabasqueños de chipilín”, dice él. “Con esos sí que me identifico”, dice ella.
Casi siempre Kalimán se resigna y acepta dormir bajo los edredones. No se acalora demasiado, parece que lo de aventarlos es para él más bien un asunto de principios. Ya están abrazaditos. Del lado derecho de la cama, la Jenízara, hipócrita y taimada, esconde a Lancelot du Lac, el más dulce caballero de la Mesa Redonda. “¿Hasta nombre tiene el estorboso objeto?” Kalimán lo sabe pero finge demencia. “Un día se te va a olvidar el fulanete ese”, le dijo en los comienzos. “Todos tenemos nuestras pequeñas manías, es un hecho”, dijo ella, como si lo suyo fuera la descubierta horizontal del hilo negro. Apenas él se duerma la Jenízara va a abrazar a Lancelot y se lanzará con él en un abrazo profundo y como de principios del mundo. Como el tiempo ha pasado, una noche la frase subió de tono: “¿Alguna década de estas me lograré librar de ese pendejo?” Los diálogos transcurren –como suele suceder- entre sobaditas, chupetones, lengüetazos y masajes de arañita.
Pero la Jenízara ya está muy preocupada, si continúan así, el inanimado Lancelot va a comenzar a tomar rostro humano. “A mí no me gustan los triángulos”, dice él, como si tuvieran en la cama a un vecino. “¡Es sólo un almohadón!”. “¿De verdad crees lo que me dices: ‘sólo un almohadón que no significa nada?’”. “No, no lo creo”. “¿Entonces qué significa?”. “Si no abrazo a Lancelot siento que me voy en un hoyo”. “¿Cuál hoyo?”. “Uno que puede abrirse en la cama durante la noche”. “¿Te das cuenta que lo que dices es una burrada?”. “Sí, pero es mayor el miedo al abismo, que el miedo a decir burradas”.
“El abismo”, dice él. Y la abraza rete bonito. “¿Y por qué mi abrazo no te salva del abismo?”. Mis queridas/os compañeras/os de viaje, ¿qué podría hacer la Jenízara (cualquier ser humano) ante esta pregunta?
La Jenízara (de nuevo un Matisse) apoyando su brazo izquierdo (para no caer en el abismo) en el cuerpo amarillo y relleno de plumas (sintéticas) de Lancelot du Lac, el más adorable caballero de la Mesa Redonda.
“Tendría que demandar a mis dos psicoanalistas”, piensa ella. “Por incapacidad de ayudarme a erradicar los abismos imaginarios de mi vida”. Luego se dice que todas/os nos rodeamos en nuestras casas y oficinas de objetos que nos protegen. Lo que podríamos llamar “objetos contra-fóbicos”. Ese “todas/os” que la inserta en los retruécanos de la condición humana la tranquiliza. Pero pasando de lo general a lo particular él dijo:
“¿Por qué mi abrazo no te salva del abismo?”.
Allí les dejo la frase como letrerito de neón a ver qué hacemos con ella en páginas venideras. Lo que significa: páginas por venir, y ninguna otra cosa.
Kalimán se duerme enfurruñado. La Jenízara se da una vueltita despacito (para no despertar sospechas), se abraza a Lancelot y hace una lista de respuestas posibles:
A) Porque de los abismos imaginarios no puede salvarse más que una misma. Eso suena muy bien. Muy psicoanalizado, muy militante. Pero es una verdad a medias.
B) Porque sólo quien con su amor te protege del abismo puede, con su desamor, lanzarte al abismo. Eso suena espeluznante y a verdad descarnada. (En este punto, ya es hora de poner de cabeza al San Antonio de la cocina).
C) ¿Me pellizcaron mi papá y mi mamá de chiquita?
“No hay manera de amar y ser amada, sin el riesgo de desamar y ser desamada”. Susto peludo y barrigón. La Jenízara muerde a Lancelot y le pica los ojos que no tiene, como si fuera un fantasma del pasado encarnado en almohadón. “Tú no me puedes traicionar, Lancelot”, le dice en un murmullo. “Por eso nos amaremos toda la vida con nuestro amor incondicional”. La Jenízara siente que los siete edredones se mueven como si un cuerpo tan querido la buscara por debajo de las no sé cuántas capas de la tierra: “Ven para acá, mensa. Un día vamos a incendiar a tu chorizo de plumas en una gran hoguera”. “Me da miedo el fuego”, dice ella, “una vez vi incendiarse un campo entero”. “Siempre tienes ese tono optimista, como de nota roja. No te preocupes, consultamos antes al servicio meteorológico, la hoguera tendrá lugar minutos antes del principio de una tormenta tropical”.
Para dormir, no hay nada más entrañable que el bullicio de una tormenta tropical. Es científico. La Jenízara toma aire y se sumerge en su abrazo. “¿Ya ves que no hay hoyo alguno?”. “Ay, pero claro que no”. Quieta por unos segundos. Después desliza su mano derecha calladita, calladita, y busca el cuerpo –inanimado, sí, es verdad, inanimado- de Lancelot du Lac para estrujarle su piel de tela. Por si las moscas. Por si el barco se hunde. Por si el hoyo aparece. Por si una emergencia.
“Soy una valiente”, que se dice la Jeni, en un segundo de encariñamiento con ella misma. Por aquello del positive thinking y “la auto-estima”, como dirían los manuales. “Soy una chimuela que masca tuercas”.
@Marteresapriego
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