Con
salarios menores a 150 pesos diarios, las jornaleras de este valle, al
sur del municipio de Ensenada, sortean día a día la pobreza y la
marginación que impera en sus comunidades, asentamientos irregulares
que con el esfuerzo de las y los trabajadores del campo se han
convertido en colonias con mínimos servicios públicos.
Las trabajadoras de esta región salen cada madrugada de sus viviendas –la mayoría elaborada con materiales de desecho– para trabajar hasta por 12 horas en algunos de los 500 campos agrícolas del valle.
Los centros de trabajo en esta zona, paralela al Océano Pacífico, son propiedad de unos cuantos empresarios –algunos estadounidenses– y pequeños agricultores que hasta 2014 recibieron certificaciones por parte del gobierno federal por su desarrollo tecnológico, pero no así para mejorar la calidad de vida y las condiciones laborales de las y los jornaleros.
En un día normal de labores, las trabajadoras de San Quintín (de las que el gobierno federal desconoce el número exacto) se levantan desde las tres de la mañana para preparar el “lonche” (dieta diaria a base de arroz y tortillas) en estufas eléctricas de segunda mano –o incluso en fogatas– para ellas y sus familias.
Salen a las cinco de la mañana de sus casas y caminan cientos de metros sobre senderos de terracería y sin suficiente alumbrado público hasta la carretera Transpeninsular, única vía pavimentada que atraviesa el valle.
En grupos de 20 y hasta 60 personas, las jornaleras compiten entre sí para que el transporte de personal (camiones viejos desechados por Estados Unidos y en el que –a decir de los conductores– ocurren continuamente accidentes debido a los trayectos rocosos) las lleve a trabajar a los campos.
Las jornaleras de más experiencia acuerdan con el “mayordomo” (especie de capataz) al inicio de cada temporada de cosecha (de marzo a junio), para que las contrate en algunos de los centros de trabajo.
Las trabajadoras procuran asegurar su lugar en el campo, ya que el avance tecnológico y la sequía de este año dejó sin empleo a cientos de ellas, quienes a diario (con cubeta en mano) esperan los camiones de personal para pedir al “mayordomo” (quien las elige tras mirarlas de arriba abajo) que las contrate por semana, por día o incluso por “tarea” (actividades por destajo).
Las mujeres que no alcanzan lugar para la pizca de mora, frambuesa, fresa, tomate o calabaza (productos de la región) se emplean por día como ayudantes en pequeños comercios.
PÉSIMAS CONDICIONES LABORALES
Ramona es una jornalera de 35 años de edad y es madre soltera de dos menores de edad. Los días que no la contratan para pizcar ayuda en comercios particulares, y en una cocina económica en el centro de Camula, una de las tres delegaciones que conforman el valle.
Como máximo, las jornaleras ganan 150 pesos por laborar en el campo desde las siete de la mañana hasta las cinco de la tarde, con tan sólo media hora para la comida.
Aquellas trabajadoras que fueron contratadas por “tarea” recorren en cuclillas hasta seis surcos de 100 a 200 metros de largo cada uno, para llenar siete botes con capacidad de 20 kilos y recibir por cada uno hasta 16 pesos o como máximo 150 pesos por toda la faena.
Si bien los ranchos y empresas trabajan a puerta cerrada, en un recorrido Cimacnoticias constató que las trabajadoras laboran sin atuendos adecuados y soportan temperaturas de hasta 40 grados centígrados bajo mallas de hule que protegen los sembradíos.
Ellas también deben cuidarse del acoso sexual por parte de “mayordomos” y de sus propios compañeros, por lo que se ven obligadas a vestir varias prendas una encima de otra.
Adriana Morales, mujer triqui recién llegada a la región, aseguró en entrevista que cada vez que las altas temperaturas del campo y la jornada extenuante hacen que se le baje la presión, pide ayuda a los “mayordomos”, quienes la medican con cualquier pastilla o, como ha ocurrido en los últimos días, le niegan los medicamentos porque –le dicen– “no tienen tiempo para comprarlos”.
A fin de obtener más recursos, las jornaleras pizcan por día dos “tareas” (12 surcos), no comen y procuran no ir al baño (un retrete portátil para hasta 60 personas), a fin de reducir las horas en el campo y salir en promedio a las dos de la tarde para realizar las tareas del hogar.
Algunas mujeres embarazadas están dispuestas a laborar hasta los siete meses de gestación, para reunir el dinero que les permita atender sus necesidades.
NULO ACCESO A SERVICIOS DE SALUD
Amelia Margarita Cruz, directora de la Casa de la Mujer Indígena en San Quintín, dijo que los ritmos de trabajo de las jornaleras les impiden llevar una vida saludable. A ello se suma que su acceso a los servicios sanitarios es casi nulo, sobre todo para servicios especializados y de urgencias.
De los 500 centros de trabajo en el valle, poco más de 300 brinda seguridad social a su personal, pero cuando concluye la temporada de cosecha lo da de baja.
Además, aunque las mujeres lo han pedido con insistencia, no cuentan con un hospital de especialidades para atender embarazos de alto riesgo o padecimientos relacionados con su salud reproductiva (frecuentes en la zona por el uso de pesticidas y fertilizantes), lo que las obliga a recorrer hasta cuatro horas de camino hasta el centro de Ensenada bajo el riesgo de perder la vida en el trayecto.
Si las mujeres requieren faltar algún día al campo son sancionadas con hasta tres días sin trabajo. Si se ausentan por cumplir con las reuniones que les exige el programa federal “Prospera”, las jornaleras se ven obligadas a perseguir a la trabajadora social para que les dé un justificante y así puedan regresar a sus centros de trabajo.
Las jornaleras prefieren trabajar año tras año con los mismos empleadores para generar antigüedad y durante su vejez contar con una jubilación; por lo que los empleadores abusan de su situación y les piden “aguantar” sin pago hasta por dos meses.
Algunos empleadores incluso engañan a las y los trabajadores, ya
que les descuentan de su sueldo el pago del seguro social sin que les
den efectivamente la prestación.
Así lo vivió Crispín, un trabajador de 54 años que lleva más de un mes “castigado” (sin empleo) por los dueños del rancho San Simón, para quienes trabajó cuatro años.
El señor –dedicado a marcar los surcos– llamó la atención a la empresa el día que descubrió que no tenía afiliación al Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), lo que descubrió el día que necesitaba que atendieran a su esposa, quien padece cáncer de mama.
Con el apoyo de un compañero, Crispín redactó con muchas dificultades una carta con líneas sueltas en las que pidió una explicación a las autoridades sobre por qué no se atendió a su esposa, anexó sus recibos de nómina que comprueban el pago del seguro social y los cuatro años que laboró para el rancho.
Si bien la carta fue recibida y firmada por la Procuraduría del Trabajo en el valle, ésta envió al trabajador a resolver el caso hasta la Procuraduría en Ensenada (lo que le implica pagar casi 300 pesos por el viaje en autobús), donde a la fecha no lo han recibido.
A la par, los representantes del Rancho San Simón presentaron supuestos testigos ante la Procuraduría del Trabajo del valle para asegurar que Crispín abandonó el empleo; la empresa le negó su liquidación y le está impidiendo trabajar en otro campo.
REGIÓN DE MISERIA
En el transporte público de regreso a sus hogares, las jornaleras se distinguen por sus paliacates y gorras que cubren su cabeza, sus manos verdes y espinadas por la pizca, y sus bolsas de mano tejidas por ellas mismas de las que sacan “feria” (cambio) para pagar los pasajes de 10 a15 pesos que cobra el transporte por persona.
A las jornaleras les urge regresar a sus casas para estar con sus hijas e hijos menores de edad, quienes a falta de una guardería, quedan todo el día al cuidado de su comunidad, de otra mujer de la familia o encerrados en sus hogares.
La mayoría de las casas de las jornaleras carecen de suelo de concreto y drenaje, ya que según datos del Instituto Municipal de Investigación y Planeación de Ensenada, de 2008 a 2009, 83 por ciento de quienes residían en el valle se abastecían de agua potable, pero más de la mitad (52.77 por ciento) la obtuvieron fuera de su vivienda.
El procurador regional del Trabajo en San Quintín, Gabriel Soria,
explicó a esta agencia que las familias migrantes se asentaron en la
zona “gracias al apoyo de programas federales”. En 1991, detalló, se
ejecutó un programa para vender terrenos a plazos en las colonias
populares, y en 2004 se ofrecieron pisos de cemento para algunas casas.
“Las comunidades organizadas que desean salir adelante, como la comunidad triqui en las misiones de la delegación Vicente Guerrero, lo consiguen porque se ayudan entre sí, pero si son individualistas nunca lo van a lograr”, observó el funcionario.
No obstante, en un recorrido por las comunidades se observó que los supuestos apoyos no se brindaron a toda la población, ya que en cada comunidad por una casa de concreto hay 40 con paredes de lámina.
Las jornaleras precisaron que las autoridades federales y estatales les niegan o retiran apoyos si sus casas tienen dos cuartos o si su piso es de cemento, y aseguraron que quienes ostentan los mejores patrimonios es porque son “mayordomos” (a quienes se les paga hasta tres veces más que a las jornaleras), o personas que no se dedican al campo.
Según varias jornaleras, San Quintín ya no es la “tierra prometida” de hace 40 años. La sequía y el avance tecnológico que desplaza la mano de obra hacen que las trabajadoras tengan que defender su empleo y exigir que se respeten sus derechos laborales.
Hace una década que el Valle de San Quintín dejó de recibir las 25 mil personas migrantes que cada año desde 1960 llegaban a la región a la temporada de cosecha, para trabajar en los entonces fértiles campos agrícolas.
Su población –que ya cuenta con una generación oriunda– está emigrando a EU o Canadá en busca de un salario de 14 dólares por hora (poco más 200 pesos mexicanos), que contrasta con los 100 a 150 pesos que se ganan en el valle por ocho y hasta 12 horas de trabajo diario.
Algunas habitantes de San Quintín planean incluso regresar a sus estados de origen (Oaxaca, Chiapas, Guerrero y Sinaloa), porque aunque ahí tampoco hay trabajo “al menos uno se queda donde está la familia”, relató la jornalera de origen mixteco Maura Cuevas Vicente, quien empezó a trabajar en el valle desde que tenía 12 años de edad (hoy tiene 42).
Otras personas están resignadas a quedarse en el valle aunque no haya las mismas oportunidades de empleo que cuando llegaron, ya que ahí “consolidaron una vida”, compraron terrenos, construyeron sus casas o iniciaron un negocio, como las decenas de locales cerrados o en venta que visten los bordes de la carretera Transpeninsular.
Varias de las jóvenes que nacieron en la región admitieron que no están dispuestas a emplearse como trabajadoras del campo, lo que las lleva a buscar empleos en comercios o –con el apoyo de sus madres y padres jornaleros– a iniciar carreras universitarias y técnicas en otros municipios de BC.
Debido a los bajos salarios, las jornaleras no alcanzan a cubrir el precio de la canasta básica. En las tiendas de abarrotes de las colonias y en los pocos supermercados del valle cada producto cuesta al menos tres pesos más que su precio en el centro del país.
Alondra tiene nueve años de edad y se prepara para regresar a la escuela en cuanto termine un paro laboral del profesorado en la región, en demanda del pago de sus sueldos. Su madre, jornalera de 39 años, apresura sus tareas en el campo para llegar antes de las dos de la tarde a su casa y comprar en un puesto de segunda mano lo que su hija necesita.
Sobre una mesa de madera sobrepuesta en la tierra, la mujer –que ese viernes recibió 600 pesos por la pizca de toda la semana– revuelve las prendas y accesorios que la población estadounidense desechó después de usarla; escoge una mochila morada que habrá de coser, unos calcetines blancos y el par de zapatos desgastados que coinciden con la talla de Alondra.
“¿Sabe cuántos años tiene que no estrenamos?”, dijo la mujer. Y se responde: “Desde que dejé Oaxaca hace 20 años. Acá en la frontera todo cuesta a precio de Estados Unidos y se gana como mexicano”.
“La cartera de huevo está a 70 pesos, a eso le sumas los 30 de la harina para las tortillas, 19 de la leche y 20 del arroz. Eso nada más para la comida porque no estás contando el papel para el baño ni el jabón”, comentaron varias jornaleras.
“En la semana te andas gastando mil pesos; dónde van alcanzar los 150 pesos que te quieren pagar al día”, comentaron las trabajadoras de regreso a su comunidad, entre las cinco y seis de la tarde.
El pasado 24 de abril, trabajadoras del campo, junto con sus compañeros jornaleros, esperaban una respuesta oficial al posible aumento salarial de 200 pesos al día, entre otras demandas, para acabar con la miseria que enfrenta esta población migrante desde que llegó a San Quintín hace 40 años.
Sin embargo, el subsecretario de Gobernación, Luis Enrique Miranda Nava, pospuso para dentro de dos semanas la respuesta a las demandas, y no fijó plazos para iniciar inspecciones en los centros de trabajo.
Juntó con el gobernador de BC, Federico Vega de Lamadrid, el funcionario literalmente se escabulló por la puerta trasera del salón en el que se llevaban a cabo las negociaciones con las y los jornaleros, en el Centro de Gobierno del Valle de San Quintín.
A propósito de este desplante, la representante de las jornaleras, Lucila Hernández, insistió en que aunque el subsecretario de Gobernación reconoció la falta de guarderías y nosocomios, no hizo un compromiso, por lo que advirtió que las jornaleras no cantarán victoria hasta no ver puesta la primera piedra de un hospital de especialidades en San Quintín.
CIMACFoto: Angélica Jocelyn Soto Espinosa, enviada
Por: Angélica Jocelyn Soto Espinosa, enviada
Cimacnoticias | Valle de San Quintín, BC.-
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