Cristina Pacheco
Desde hace años, la
presencia de mi madre sólo puede estar hecha de recuerdos. Los organizo,
como si fueran fragmentos de un rompecabezas, hasta que logro construir
su imagen y recuperar su mirada, su voz, su risa, su constante
actividad para hacernos más habitable la casa. Nunca pensé que, al cabo
de los años, verla pulir un tenedor, barrer la zotehuela o cocinar iban a
convertirse en escenas memorables.
Cada una tiene un sonido especial, levanta briznas de polvo que
flotan en haces de luz irrepetibles, desata los olores que salían de la
cocina donde mi madre nos preparaba la comida. Muchas veces la encontré
friendo, cortando, moliendo o probando en la palma ahuecada de su mano
el punto de una salsa o de un caldillo.
Entonces tampoco imaginé que iba a llegar el momento en que me
esforzaría para reproducir uno de aquellos sabores con el propósito de
complacer a mi madre y hacerle más familiar y grato su regreso a la casa
el Día de Muertos.
II
El tomillo y la mejorana eran las yerbas con que mi madre
lograba dar un sabor especial a los guisos más simples hechos con
puñitos de esto y de aquello, algo de carne, tomates, cebolla, un ajo,
arroz, unas hojas de laurel y una pizca de orégano.
Con esos ingredientes y unas gotas de vinagre picante mi madre
preparaba las albóndigas. El gusto de ese platillo es el que mejor me la
recuerda y me la devuelve toda: desde sus ojos tristísimos y hermosos
hasta el cordial deforme en la mano derecha. (¿O era en la izquierda? No
lo sé y ya no importa.) Por el valor que tiene para mí ese guisado, me
gustaría reproducirlo de acuerdo con una receta, lástima que mi madre
nunca la haya escrito.
Supongo que se la heredó mi abuela y que alguna de mis tías la hizo
repetirla hasta dejarla impresa en su memoria, en las palmas de sus
manos que luego se fueron desgastando a causa del trabajo. Llegó el
momento en que las líneas de la fortuna y los viajes empezaron a
borrarse y sólo quedó la que le anunciaba larga vida.
Una gitana con la que tropezamos un día de otoño, en las
inmediaciones del mercado al que íbamos, leyó en la mano de mi madre que
viviría hasta los 79 años. Yo era niña; la cifra me pareció una
eternidad y me alegré de pensar que mi mamá viviría para siempre
luminosa, imaginativa, llena de historias.
En aquel tiempo, ni en sueños imaginé que iba a llegar el día
en que la acompañara al cementerio como antes la había acompañado a la
iglesia, la tienda, el dispensario, el Monte de Piedad, el oculista o a
visitar –allí sí, contra mi voluntad y enfurecida– a una de sus muchas
parientas lejanas que siempre me decían mentiras:
¡Te veo altísima!
III
En la Ofrenda de Muertos, como siempre, están los
retratos de mis seres amados. En su memoria puse agua, sal, flores,
incienso, veladoras, panes, calabaza, tamales, ocote, mezcal, café y
tabaco. En el centro acomodé los objetos que pertenecieron a mi madre:
sus lentes, el costurero, su misal con tapas de concha nácar, el fichú
que ella misma tejió y los aretes de filigrana: los tesoros que logró
acumular en sus 79 años de vida. (Las gitanas no mienten).
En el altar de este año hice una modificación: sustituí el plato de
mole por uno de albóndigas. Las hice, en cierta forma, con los ojos
cerrados, tratando de imaginar a mi madre revolviendo los ingredientes,
preparando el caldillo y sumergiendo en él ramitas de tomillo y
mejorana. Confío en que mi madre, en su breve visita a mi casa, apruebe
mi platillo y entienda que lo hice de memoria, como la hago a ella.
IV
Mi madre no dejó diario, ni testamento ni constancia
alguna de cómo fue su infancia. Me la contó a saltos, fragmentada: una
vez me describió cómo habían sido sus días de escuela, otra las
travesuras con su hermana Teresa o el paseo al campo del que volvieron
con el cuerpo de su prima Socorro escurriendo agua y sin gota de vida.
Lamento que mi madre tampoco haya dejado escrito un recetario o por
lo menos la fórmula de sus maravillosas albóndigas. No pensó –¿cómo iba
hacerlo?– que con el tiempo yo trataría de recuperarla en el platillo
que lleva carne molida, jitomate, cebolla, arroz, orégano, vinagre y un
poco de tomillo y mejorana.
El aroma de esas hierbas aún impregna mis manos y flota sobre el altar
dedicado a mis muertos.
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