Isla de perros (Isle of Dogs, 2018), noveno largometraje del estadunidense Wes Anderson (Los excéntricos Tenebaum, 2001; Viaje a Djarjeeling, 2007), es una delirante cinta de animación en stop motion
(cuadro por cuadro) ambientada en un futuro próximo, en la ficticia
ciudad japonesa de Megasaki, donde Kobayashi, un líder autoritario,
manifiesta una aversión enfermiza contra los perros. Estigmatizada la
raza canina, desde los especímenes callejeros hasta las mascotas más
inofensivas, por padecer una misteriosa gripe incurable y letal que les
derriba las defensas y vuelve su conducta agresiva y rabiosa, a los
perros infectados se les exilia y confina en una mísera isla de
desperdicios del territorio japonés. En ese lugar, el abandono y el
hambre extrema los transformará en bestias aún más violentas enfrentadas
entre sí y organizadas en clanes rivales en un desesperado afán de
supervivencia, fantasía futurista protagonizada por los mejores amigos
del hombre convertidos ya, por la enorme traición de este último, en una
jauría salvaje.
La infatigable inventiva del fabulador Wes Anderson imagina un país
dominado por la caprichosa arbitrariedad de un déspota y con mecanismos
de control humano propios de una premonición orwelliana. Desde las
primeras imágenes de la captura y traslado de los perros hacia su exilio
desventurado, hay guiños a un cine de anticipación paranoica que van
del Metrópolis (1927), de Fritz Lang hasta Mad Max
(1979), de George Miller. Sin embargo, Anderson se aleja muy pronto del
relato apocalíptico y en un vuelco narrativo sorprendente destaca a un
grupo de perros –Boss, Duke, King, incluso Chief–,
mascotas que en el exilio forzado no han perdido el recuerdo de una
lealtad proverbial y están dispuestos a lanzarse en ayuda de Atari, niño
piloto protegido del dictador Kobayashi, quien desafía las
prohibiciones para ir a la isla en busca de su perro guardián Spots.
En una entrevista para la revista británica Sight and Sound, Anderson
admite las influencias más diversas, desde el trabajo gráfico del
japonés Katsushika Hokusai hasta las formidables animaciones del Hayao
Miyasaki (El viento se levanta, 2013), pero destaca una deuda
más profunda con las primeras películas de Akira Kurosawa,
particularmente las incursiones en el cine policiaco como El ángel ebrio (1948) o El perro rabioso
(1949). Lo novedoso es que por decisión del director y sus hábiles
colaboradores en el guión, entre quienes figura el japonés Nomura
Kunichi, la historia se narra simultáneamente en inglés (que en la cinta
hablan básicamente los perros) y japonés (lengua del niño Atari y del
tirano Kobayashi y de sus opositores, los científicos canófilos) que
aparece sin traducción alguna salvo en ocasiones cuando algo de su
contenido se revela para orientación de los espectadores.
El trabajo de animación es formidable y prosigue, mejorándola, una faena similar emprendida ya en El fantástico señor zorro
(Anderson, 2009). Se trata del manejo alternado de títeres con rostro
humano y títeres caninos de peluche dotados de una gama muy fina y
variada de expresiones faciales. Del cine de catástrofe con tintes de
serie negra, Anderson transita con soltura y gracia a una fantasía
romántica de corte hollywoodense donde lo mismo hay el atribulado
rescate de una mascota extraviada (La noche de las narices frías, Geronimi/Luske, 1961) que el sometimiento amoroso de Chief, rebelde perro callejero, a una irresistible mascota femenina, todo en el tono de La dama y el vagabundo (Geronimi/ Luske/ Jackson, 1955). La versión original del filme tiene como atractivo adicional las voces de Bryan Cranston (Chief), Edward Norton (Rex), Jeff Goldblum (Duke), Liv Schreiber (Spots), Bob Balaban (King) y Scarlett Johansson (Nutmeg), cuyo desempeño es notable. Un atractivo más es la pista sonora del francés Alexander Desplat (El Gran Hotel Budapest, del mismo Anderson, y La forma del agua, de Guillermo del Toro).
A los admiradores del cine de Wes Anderson sorprenderá tal vez el
aparente abandono de sus viejas tramas estrafalarias y absurdas en
beneficio de una fábula romántica más inofensiva y amable. En realidad,
el realizador estadunidense ha mostrado a lo largo de toda su carrera
ser tan camaleónico e imprevisible como muchos de sus personajes. Isla de perros
demuestra generosamente que un cine de entretenimiento no está ligado
de manera inevitable a las fórmulas gastadas de los superhéroes o a las
comedias románticas de malicia muy pudorosa. Wes Anderson mantiene
intacta su capacidad de asombro y la vuelve contagiosa y disfrutable.
¿Sería mucho desear que en un futuro él adaptara, muy a su manera, la
novela de George Orwell Rebelión en la granja (Animal Farm, 1945)? Se puede desde ahora anticipar el deleite.
Se exhibe en salas comerciales y en la Cineteca Nacional.
Twitter: @Carlos.Bonfil1
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