Arte y tiempo
Raúl Díaz
Cuando en 1887 August Strindberg escribió El padre (Fadren, en
sueco), no existían las pruebas de ADN que hoy permiten evidenciar con
toda claridad si un hombre cualquiera es el padre de una criatura. Si
hubiesen existido, lo más probable es que El padre no existiría
o, por lo menos, no como la conocemos, y que, con la dirección de Raúl
Quintanilla, presenta la Compañía Nacional de Teatro.
Obra perturbadora, teatro de la crueldad me atrevería a decir, aunque nada tenga que ver con esa corriente, El padre es
todo un caso digno de estudio para siquiatras (Quintanilla lo es) y
sicoanalistas y, más ampliamente, para sociólogos y sicólogos sociales.
Esto, sin embargo, no merma su calidad en cuanto a literatura dramática,
y menos aún significa que el público llano no pueda disfrutarla, al
contrario, porque la obra nos conduce, ineludiblemente, al placer de
pensar.
El Teatro cumple aquí plenamente una de sus funciones, obligar a la reflexión.
La trama, vista bajo la lupa del ejercicio intelectual, resulta
simple, la lucha entre el padre y la madre por decidir el tipo de
educación que su única hija debe recibir, cosa por demás común en
cualquier seno familiar. Lo importante es cómo esta lucha se desarrolla y
su final.
Seres enfermos (una de las características del teatro de Strindberg),
todos los protagonistas, pocos personajes hay en la historia del teatro
tan enfermos como Laura, la madre (la muy convincente Ana Ligia
García). Su insanía es tal que le impide ver el daño que causa a todos
los que la rodean, incluso a los que ama. El estupendo retrato
sicológico de este personaje lo repite el autor en todos los demás
aunque, naturalmente, adecuado y menguado acorde al papel que juegan en
la historia. Tenemos así a un padre (excelente Roberto Soto), débil y
contradictorio, militar con grado de capitán lo que haría presumir otro
carácter, pero también científico brillante que, sin embargo,
conscientemente se deja avasallar. El pastor evangélico, hermano de
Berta (Marco Antonio García muy bien), pusilánime que, a sabiendas y
contrario a lo que los principios religiosos supuestamente representan,
se aúna a la perfidia para, ni por un momento, poner en mínimo riesgo su
zona de confort. El doctor (Óscar Narváez, con verdad escénica),
igualmente conformista que aunque de inmediato se da cuenta de cuál es
la verdadera situación, apenas si se opone y acaba convirtiéndose en
cómplice pleno. Berta, la hija (María del Mar Náder cumple bien),
sobreviviente apenas de ese entorno y padres, tampoco puede presentarse
como ejemplo de salud mental. Así, los más sanos, entonces, son el
soldado Nojd (el cumplidor Fernando Huerta Zamacona), personaje
puramente incidental, pero que desata todas las acciones, y la ama (una,
como siempre, estupenda Marta Aura), servidora de toda la vida, alma de
esclava a quien, ni por asomo, se le ocurre la idea de cambiar su
estado.
Buen retorno de Quintanilla a la dirección escénica donde se
desenvuelve a sus anchas no sólo por su talento, sino por el estupendo
elenco de actores con que cuenta y su equipo técnico, igualmente de
primera calidad, con el siempre acertado, aunque previsible, Philippe
Amand en la escenografía e iluminación, la maestría vestuarista de
Cristina Sauza y, cualquier cosa que esto sea, el
diseño bioexpresivodel coreógrafo Marco Antonio Silva, así como el asesoramiento en investigación (¿?) de Álvaro Sámper.
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