10/31/2010

Mar de Historias de Cristina Pacheco


Los que regresan


Son la 11 de la mañana y en el cielo sin nubes aún brilla la luna. Cándida la mira, le pide un deseo –Que lleguen con bien– y sigue rumbo a la explanada en donde tres niños practican el tiro al blanco con piedras y cubetas. Un hombre apoyado en su escoba de varas los observa y aconseja al tirador en turno la forma de acertar. El Tío, un anciano de rostro alegre, le reprocha su intervención: Hilario, acuérdese: los mirones son de palo. Como quien dice: que me haga el muerto, ¿no?

Cándida pasa junto al grupo y saluda. El barrendero va tras ella: ¿Sólo de visita, doña? Todavía y hasta que Dios quiera. En el momento en que él me diga: te quedas, ya será otra cosa. En varias ocasiones han sostenido el mismo diálogo, pero Hilario lo celebra con una carcajada. “Andaré por aquí. Si se le ofrece que le eche una manita, ya sabe…” Cándida lo ve alejarse. Con los brazos abiertos y la escoba apoyada en los hombros, su antiguo conocido le parece un crucificado.

Las rejas del cementerio están entreabiertas. Un camino de tierra divide sus dos secciones. En la más antigua abundan los monumentos y las capillas, en la moderna sólo hay tumbas escuetas. Sobre la primera dormita Estrella, la perra blanca de orejas negras. Cándida la saluda y sigue de largo, balanceando las bolsas que lleva en ambas manos, con la actitud de una vacacionista que disfruta de un paseo por el campo.

Un zanate descansa en una rama y grazna. Al verlo, Cándida recuerda que su madre les temía a esos pájaros pero en cambio adoraba a los canarios. Llegó a tener 25 en una jaula inmensa y los llamaba mis solecitos. La evocación le provoca un sentimiento agridulce que expresa con libertad: En la casa podían faltar las tortillas y los frijoles; el alpiste para los canarios, ¡jamás!

II

Cándida deja las bolsas en el piso y se frota las manos ateridas. Al oír el arrastre de la escoba con la que Hilario retira las hojas secas, piensa en que a su hermana Gabriela, desde que se enfermó, la entristecía mirarlas cobrizas, arriscadas, tapizándolo todo y anunciando el invierno. Una voz infantil la sobresalta: ¿Va a querer agua? Cándida se vuelve y reconoce a uno de los niños que jugaban tiro al blanco: unas cuatro o cinco cubetas. ¿Podrás con ellas? El niño asiente. Se me hace que no. Te ves muy chiquito. ¿Qué edad tienes? ¡Doce!, responde indiferente el aguador.

Su hermano Artemio –recuerda Cándida– tenía la misma edad cuando murió atropellado. Su padre nunca pudo reponerse y se dio a la bebida. Su mamá la consideró un castigo divino. Sólo la furia de Dios podía explicar que un niño muriera antes que sus abuelos y sus padres.

A lo lejos, en el barrio vecino, estalla una sarta de cohetes. En el cielo aparecen motas de humo que se alargan y pronto se diluyen. El Tío pasa en su bicicleta: ¿Cómo ve? Allá jolgorio y aquí velorio. Cándida se inclina y toma las bolsas en donde lleva flores de plástico, velas y otros adornos para embellecer la cripta en donde reposan sus antepasados y sus dos hermanos: Gabriela y Artemio.

Nunca se llevaron bien. Convertían en campo de batalla todo espacio de juego; él la llamaba machorra y ella a él, marica. “Ojalá que hayan hecho las paces, porque si no…” murmura Cándida y se persigna para ahuyentar la imagen de sus dos hermanos golpeándose hasta sangrar.

El zanate desciende y se posa en una tumba señalada por una cruz de fierro, maltrecha y comida por el óxido. Hilario le arroja una piedra y lo ve refugiarse en el pino más alto. Cándida protesta: Pobre animalito. Ya lo espantó. No se apure, verá que enseguida vuelve. Le gusta mucho esa tumba. Nadie más que él la procura. Ni para Todos Santos hay quien venga a visitarla. Raro, ¿no? Intercambian una mirada supersticiosa y siguen hacia el fondo del cementerio, rumbo a un espacio techado, conocido como el descanso.

III

Hace años, la primera vez que estuvo en el camposanto, Cándida no entendió cuando el administrador se acercó al cortejo que acompañaba a su hermano Artemio y preguntó si querían detenerse en el descanso. Ahora sabe que así se llama el lugar en donde los difuntos reposan en sus ataúdes sobre una mesa de granito, durante los minutos o las horas en que sus deudos quieren conversar o reconciliarse con ellos antes de bajarlos a su última morada.

Hoy en el descanso no se oyen rezos ni llantos ni protestas desgarradoras como las que se escucharon la mañana en que condujeron al panteón los restos de su hermano Artemio. Fue el primero en alojarse en la cripta. Familia Robles Carmona. El silencio es paz. La paz es vida. La vida sólo es eterna en Dios.

Cándida recuerda a sus padres encabezando el cortejo fúnebre. Iban apoyándose uno en el otro, por momentos se detenían y preguntaban: ¿Por qué? ¿Qué hicimos de malo para que Dios nos mandara este tormento tan grande? Incapaces de obtener respuesta, aplastados por el misterio, se sometieron a lo inexorable.

Dos años después Gabriela murió de pulmonía. Sus restos reposan junto a los de su hermano, en una cordialidad que no disfrutaron en vida. Luego fallecieron sus abuelos y sus padres. Ahora están todos juntos, varios metros bajo tierra, compartiendo el mismo silencio y esperando el momento de volver por unas horas al pueblo, a la casa en donde encontrarán sus fotografías, sus objetos personales, sus guisos preferidos, panes, flores amarillas y las velas que les señalan el fin de su larga peregrinación.

¿A dónde le llevo la cubeta? La pregunta del aguador devuelve a Cándida a la realidad: tiene que apurarse y limpiar la cripta antes de que se le haga tarde para ir a Jamaica por los ramos de cempasúchil que le faltan.

III

Rumbo a la salida del cementerio, Cándida pasa frente a una tumba en donde una mujer riega las flores sembradas y llora. La escena la conmueve: ¿Puedo ayudarla en algo? La desconocida niega con la cabeza. ¿Está triste por sus difuntos? La mujer abandona su tarea: No. Ellos están tranquilos. Lloro por mi hijo Darío. Lleva siete años en Estados Unidos y apenas ahora iba a venir a visitarme. No quiero que lo haga. Aunque me esté muriendo de ganas de verlo, mejor que siga allá. Con todo el dolor de mi corazón, hace un rato que se lo dije por teléfono.

La desconocida cae de rodillas, ahogada en un nuevo acceso de llanto. Cándida se inclina junto a ella: Y él, ¿cómo lo tomó? Pues mal. No entendió. Piensa que sigo disgustada porque se casó con una hondureña sin avisarme. Pero no es eso. Antes al contrario, cuando me informó lo de su matrimonio me alegré mucho porque así él ya no estaría solo. Para mí no hay nada peor que la soledad. Entonces, ¿cómo iba a desearle eso a mi hijo? Si me niego a que venga es por su bien.

Cándida se sienta en un banquito, junto a la tumba: ¿Se lo explicó usted? “Sí, pero no me creyó. Me salió con que a lo mejor ando con alguien y por eso ya no necesito verlo… ¡Hágame favor! A mi edad, ¿quién va a interesarse en mí? Además, después de la vida que llevé con Liborio, que en paz descanse, no quiero saber ni jota de hombres”.

Cándida la mira extrañada: Con perdón de usted, si tantas ganas tiene de ver a su hijo, ¿por qué se niega a que la visite? La mujer se limpia la cara con la mano: Por su seguridad. Todos sabemos que a los paisanos que regresan la misma policía de nosotros los asalta y les roba el dinero que con tanto sacrificio lograron juntar. Por si fuera poco, ahora hay narcotraficantes que los secuestran y les piden rescate a sus familiares. Si no lo reciben los matan y los dejan por allí tirados como animales. ¿Usted cree que voy a permitir que mi hijo corra esos peligros? ¡No! Que se quede en Estados Unidos mientras las cosas cambian y él pueda volver sin riesgos. Y si ese día no llega, tendré que conformarme con verlo en sus retratos.

Son un gran consuelo, responde Cándida pensando en el eterno y silencioso diálogo que mantiene con las fotos de sus seres queridos para sentirlos cerca.

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