Colectivo La digna voz
La
ignorancia no pocas veces viene acompañada de brutalidad. Pero acá no
se alude a esa ignorancia que a menudo se le imputa despreciativamente
al pobre. El pobre, en su pobreza, desarrolla una suerte de conciencia
práctica que refrena ciertas pulsiones destructivas (aunque tristemente
no siempre), y que le auxilia en el desempeño cotidiano de su actividad
vital, aún cuando esta actividad se encuentre irremediablemente bajo el
signo de la explotación. La ignorancia que nos ocupa y preocupa, y que
redunda en un desencadenamiento de brutalidad superlativa, es la que se
conjuga con el poder. No se trata sólo de una ignorancia que se traduce
en analfabetismo (ausencia o déficit de cultura), sin más bien, y acaso
fundamentalmente, de una falta de conocimiento o sensibilidad elemental
acerca de una materia de sumo valor público, social o humano.
Estas dos
modalidades de ignorancia coexisten con frecuencia en las sedes del
poder y sus ocupantes, con consecuencias socialmente desastrosas. El
binomio poder-ignorancia no es un fenómeno extraordinario en la actual
(de)formación histórica: es el canon. Vale decir: la ignorancia es un
componente constitutivo de los poderes establecidos, y la violencia, el
único recurso que les asiste. Al respecto, Hannah Arendt observa:
“Esperar que gente que no tiene la más ligera noción de lo que es la res pública,
la cosa pública, se comporte no violentamente y argumente
racionalmente… no es realista ni razonable”. Si bien existen causas
estructurales que explican este fatídico horizonte de la autoridad en
turno, por ahora sólo cabe consignar la fragilidad de un poder sin
estándares dialógicos mínimos, y el deterioro intoxicante que entraña
este envilecimiento de la arena pública.
En este sentido, cabe
admitir, no sin amargura, que la violencia (cultivada unilateralmente)
es la única divisa de un gobierno desguarnecido. Desprovista de sus
prendas interiores, sin un ápice de respetabilidad, la política
nacional (orgánicamente adscrita a la política internacional) se ve
obligada a cimentar sus empeños de legitimación en la más ruin e
instrumental de las herramientas: la publicidad o mercadotecnia.
Es
precisamente en el marco de esta corriente histórica que uno puede
situar la aparición de Enrique Peña Nieto, peón de las élites
empresariales, en la portada de la revista Time. Se trata de un
esfuerzo conjunto, que involucra a sus superiores (el minoritario
cónclave transnacional de hombres de negocios), el partido-gobierno que
auspicia su apoltronamiento en la silla del águila (según sus
intuiciones históricas, una donación de la familia Krauze), los
polizontes en Washington, tan afectos a regímenes chicleros, y la
prensa internacional con su legión de sacerdotes al servicio de las
impresentables pluto-democracias emergentes.
Para un poder
ignorante e impotente (fatal binomio), el marketing y la represión son
los terrenos donde se siente más cómodo e incluso opera relativamente a
sus anchas. Son acaso las únicas dos jurisdicciones donde todavía goza
de ciertas facultades, aunque restrictivas, pues están condicionadas
por agendas extrainstitucionales. Y son justamente estas agendas las
que prescribieron la inclusión de un Peña Nieto “épico” en la portada
de la celebérrima aunque innoble revista norteamericana. Ante la firme
oposición ciudadana a la neoliberalización del país, cortesía de las
reformas en curso, el gobierno vióse comprometido a recurrir a sus dos
armas de distracción-disuasión masiva: a saber, primero la represión
silenciosa, y más tarde la publicidad ruidosa. “Salvando a México” es
el título de esta estridente escapatoria.
Es la clásica fórmula de los gobiernos neoliberales: garrote y circo. No más pan.
La nota en Time
ignora que México atraviesa un momento instituyente, que está más lejos
que nunca de un escenario de “salvación”: la configuración de un Estado
policiaco con vocación para el terror (aunque invisibilizado), la
consolidación de una política de minimización de derechos (patrimonios)
y maximización de privilegios, y la ampliación de la corrupción e
ignorancia como horizonte relacional dominante en el orden de los
asuntos públicos.
La revista también omite el diagnóstico,
tan ampliamente admitido, que hace tan sólo un par de semanas
hiciéramos acerca de la política nacional. Vale recordar: “La actual
condición minimalista de la política: los derechos políticos se reducen
básicamente al depósito periódico de boletas en una urna. En las
decisiones cruciales, en los procesos deliberativos cardinales, la
sociedad no interviene ni participa: la política termina allí donde
empiezan los consejos administrativos de las grandes corporaciones, o
bien, de las instituciones financieras multilaterales (cabe advertir,
los grandes beneficiarios de la reforma energética).
La política no se
dirime más en las instituciones o tribunas públicas. La democracia
electoral no hace más que incorporar selectivamente a ciertos segmentos
poblacionales a este hurto sistemático de los derechos políticos
fundamentales. Las elecciones sólo se concentran en refuncionalizar la
circulación de las élites gubernativas, pero el contenido sustantivo de
la política no cambia. Una vez electos, los políticos mandan
obedeciendo… pero al poder del dinero” (Nota completa: http://lavoznet.blogspot.mx/2014/02/el-pasado-miercoles-5-de-febrero-se.html).
Cuando sugieren que México “gana con el PRI”, o bien que a México lo
“salva el PRI”, en realidad no hacen otra cosa que vitorear el triunfo
y salvación de los grandes beneficiarios de esa entidad abstracta
conocida como “México”: la alta finanza, la gran industria, la gran
propiedad territorial, el gran comercio, la alta política; en suma, los
ricos y poderosos.
Esta terca concentración de poder, y la
consiguiente privación de estándares de bienestar ciudadano mínimos
entraña resistencia. Por añadidura a la represión, la publicidad
constituye un instrumento para atenuar esta resistencia. Peña Nieto es
un recluta del poder, un almirante en la represión, y el rostro
protagónico de la publicidad. El titular de Time debiera rezar: “Salvando al soldado Peña”.
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