Cristina Pacheco
No
se ponga así. Deje de llorar y hágame caso: el día menos pensado
llegará la solución a sus problemas sin que usted sepa cómo ni de dónde
vino. Se lo digo porque me sucedió. La prueba es este negocio. Jamás
imaginé que pudiera funcionar algo semejante y ya tiene 14 años. Al
principio mis conocidos decían que iba a fracasar. No fue así gracias a
que me tuve confianza, trabajé muchísimo y pienso seguir haciéndolo sin
parar ni un momento.
En estos tiempos sólo Dios puede darse el lujo de ponerse a
descansar el domingo, que, por cierto, si se fija usted en el
calendario, no es el último día, sino el primero de la semana. Le diré
que para mí todos son iguales. Será porque crecí en el rancho. Allá
nunca descansábamos. Era durísimo. Por eso cuando alguien me pregunta
si es pesado lo que hago nada más me río. Claro que me canso, pero no
por pasarme tantas horas de pie, sino por lidiar con los inspectores.
Ya vienen menos, pero al principio me llegaban dos o tres a la semana
dizque para comprobar que mi licencia seguía en trámite y las
instalaciones estuvieran bien, de otro modo iban a ponerme sellos de
clausura.
Entre todos los inspectores había uno muy bravo. Siempre estaba
vestido de café y con zapatos de charol. El primer día llegó
tempranito, a la hora en que yo estaba sacando mi basura. Al verlo tan
elegante pensé:
Éste no viene a lavar ropa ni menos a cortarse el pelo, entonces, ¿qué quiere?Me lo dijo enseguida: revisar mi negocio para cerciorarse de que no hubiera nada anómalo.
En mi vida había oído esa palabrita: anómalo. Entendí su
significado cuando el individuo, después de revisarlo todo, me explicó
que no podía seguir prestando servicios mientras mi establecimiento no
tuviera ruta de evacuación. Le pregunté si no era suficiente con la
puerta y me respondió que de ninguna forma, porque en caso de una
emergencia mis clientes no tendrían por dónde salir.
No pude menos que reírme. En aquel tiempo, le estoy hablando a usted
de hace 14 años, mi clientela no pasaba de una o dos personas al día.
Entonces, ¿cuál era el problema de que sólo contara con una puerta? Por
allí podrían salir con toda facilidad. El inspector, muy serio, se puso
a explicarme que en situaciones de pánico las personas actúan con
precipitación y ese es el verdadero peligro cuando ocurren incendios,
inundaciones, derrumbes, temblores y otras contingencias.
Le di la razón porque en esta colonia hemos padecido todo eso, menos
contingencias. Recordé una mañana que tembló muy fuerte y todos salimos
a la calle como estábamos: mi abuelita, que en paz descanse, envuelta
en su colcha; mi mamá, en fondo; mi papá, con media cara rasurada; mi
hermano Jaime en calzoncillos y con un zapato; yo con la cabeza llena
de tubos. Los vecinos también aparecieron en fachas, unos a medio
vestir o de plano encuerados, entre ellos Ícaro. Era un prieto
grandote. Yo entonces era muy jovencita y el hombre me encantaba. Con
decirle que nomás de verlo me ponía a sudar.
Aquella mañana, después de que comprobamos que no había desgracias
que lamentar, nos pusimos a reír de lo ridículos que nos veíamos. Me
burlé de medio mundo, hasta de mi abuelita, menos de Ícaro: me
decepcionó y dejó de provocarme sudores.
II
Al inspector le conté lo del día del temblor sin entrar
en detalles, sólo para demostrarle que estaba exagerando. No lo
convencí, sólo me dio un plazo de 15 días para que abriera la ruta de
evacuación. Pero ¿cómo? Esta casa no es mía. Antes la alquilaban mis
papás. Pero desde que ellos murieron y mi hermano se cambió a Ojo de
Agua, la alquilo yo. Cuando le dije a la señora Malba, la dueña, que
pensaba abrir un negocio en la sala de mi casa, me salió con que
entonces me subiría la renta 250 pesos.
Si
luego le hubiera dicho que iba a romper la pared de la azotehuela para
abrir la ruta de evacuación me habría pedido las perlas de la virgen.
Estaba resignada a que mi plan se fuera al diablo, pero por suerte
conversé con Salustio, el gasero, y él me dio un consejo:
Olvídese de evacuaciones y pendejadas. Lo que el inspector quiere es que usted le dé mordida. No se la ofrezca, chíllele. Cuando le ponga una cantidad, cuéntele su situación: está distanciada de su familia, es madre soltera y tiene que mantener a tres criaturas. Con todo y que me puse muy nerviosa, puse en práctica el consejo. No me arrepiento.
Mi negocito va jalando. Me da para que mis hijos sigan estudiando y
no les falte nada, pero hay veces en que me harto y pienso en cerrarlo.
Pronto se me pasa el arranque y me alegro de tener una rutina: de lunes
a sábado trabajo de ocho a ocho; los domingos de nueve a tres, pero
casi siempre acabo más tarde porque nunca falta una señora que llegue y
me diga: “ Licha: ya estoy muy canosa. Pínteme el pelo
mientras pongo mi ropa en la lavadora. Vendría en la semana, pero no
puedo: salgo tardísimo de la fábrica y en el viaje hasta acá hago dos
horas. Cuando llego a su pobre casa sólo pienso en dormir. No puedo:
tengo que atender a la familia, sobre todo a mi esposo”.
Siempre que oigo explicaciones así me siento muy orgullosa de haber
tenido valor para abrir este negocio. Se me ocurrió de la manera más
extraña. Voy a contársela para que vea que no me equivoco al
aconsejarle que no se desespere ni pierda la esperanza: las soluciones
llegan de donde menos se espera.
III
Un día fui a pagar la luz. Era tarde, la cola estaba
inmensa y me tocó formarme detrás de una mujer muy alta. Me llamó la
atención por eso y porque a cada momento veía su reloj. Sentí ganas de
hablarle para distraerla, pero no lo hice. Fue ella quien me abordó
para quejarse:
Hay 10 ventanillas y sólo tres empleados, que además están platicando. Así no vamos a salir nunca y tengo prisa. En la oficina me dan sólo 45 minutos para que coma. Pensaba aprovecharlos para ir al salón de belleza y de paso recoger la ropa que dejé en la lavandería el lunes. Es viernes, no he tenido un minuto para ir por ella y mi marido está fúrico porque lleva cuatro días con la misma camisa.
La mujer hablaba rápido y como si nos conociéramos de toda la vida:
Hay cosas que los hombres no comprenden. No, claro, cómo va a ser, si ellos no se ocupan de la casa y con afeitarse están bien. En cambio nosotras tenemos que maquillarnos, teñirnos el cabello... El mío ya está horrible. Disimulo las canas con un lápiz que me regaló una amiga, pero no queda igual...Le aseguré que se veía muy bien. Eso la puso de buen humor y me dijo en broma:
Las mujeres seríamos dichosas si hubiera salones de belleza con lavandería integrada, ¿no cree?
No alcancé a contestarle ni creo que le interesara mi respuesta,
pero de su pregunta me nació la idea de abrir un negocio completamente
novedoso. Tenía certificado de cultora en belleza, mi sala era inútil
porque nadie me visitaba, mi lavadora viejita servía. En la tarde fui a
ver a la casera y le hablé de mis planes. No creyó que fueran a
funcionar, pero me dio su autorización a cambio de subirme la renta. El
lunes siguiente colgué sobre mi puerta una tabla con dos palabras:
Salón y lavandería. En ese momento cambió mi vida.
Se lo debo a una extraña. No sé su nombre ni en dónde vivirá. Si lo
supiera iría a decirle que hice realidad su sueño y de paso encontré
una salida de emergencia.
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