Cristina Pacheco
La luz en el auditorio
disminuye. Al tintineo de una campanita sobreviene el silencio. La
presidenta de la sesión levanta la mano y concede la palabra a
Ernestina. Bajita, delgada, con lentes, la mujer se encuentra en medio
del escenario y se apoya en un atril de madera.
–Hace tiempo que estuve aquí. Acababa de abortar y me sentía muy
deprimida. Una vecina me aconsejó que viniera aquí. Ella lo hace. Su
esposo no lo sabe. Llegué desesperada, pero después de hablar con
ustedes me sentí tranquila, y por eso creí... (Se interrumpe cuando oye
que le piden levantar la voz. Se disculpa y al cabo de un breve silencio
retoma su idea.) ...que nunca regresaría a este auditorio. Pensé que
hablándole a Fabián con sinceridad, sin ocultarle nada, nuestra relación
iba a componerse, pero creo que empeoró: todavía no me perdona que haya
venido a contarles mis cosas y, según me dijo, a ponerlo en ridículo
hablándoles mal de él.
La ocupante de la última butaca la interrumpe:
–Así son los hombres. Quieren que uno tolere sus abusos sin decírselo
a nadie. Eso les conviene porque así todo el mundo los ve como
angelitos incapaces de tocarnos ni con el pétalo de una rosa, pero ¡qué
tal con el cinturón!
El comentario provoca risas. La presidenta de la sesión recuerda a
las asistentes que sólo podrán hablar cuando la expositora termine.
II
Ernestina se cruza el suéter sobre el pecho abultado y se frota los brazos:
–Tengo mucho frío. Me pasa siempre que me pongo nerviosa o siento
miedo. A Fabián eso le molesta mucho. Dice que cuando nos acostamos se
le figura que está con una muerta porque me siente helada. Le juro que
no es mi culpa, que así soy. En vez de entenderlo se pone a hablarme de
otras mujeres que son muy distintas a mí y a las que busca porque son
calientes. Siento muy feo y me entran ganas de llorar, pero me aguanto,
porque si no se pone como loco y grita. Le suplico que no lo haga, no
hay necesidad de que la gente sepa cómo me trata. Con eso es suficiente
para que Fabián abra la ventana y reclame a nuestros vecinos que estén
oyendo lo que no les importa.
Ernestina se limpia los ojos con la punta de su suéter. Una muchacha albina se levanta y le ofrece un pañuelo desechable.
III
–Lloro porque me da mucha tristeza ver lo fea que es mi
vida. Se los digo a ustedes porque no puedo hablar con nadie más. Fabián
me tiene apartada de mi familia. No me deja que visite a mi madre y
mucho menos a mi hermana Estela. Según él es una puta, y todo porque
ella vive sola y es muy alegre. Así era yo cuando conocí a Fabián. Ese
detalle de mi carácter le encantaba, pero desde que empezamos a vivir
juntos, cambió. Si me reía con alguien, y más si era un hombre, me
agarraba a guantones. Por temor me acostumbré a estar seria y ahora
Fabián me lo echa en cara.
Ernestina se cubre los ojos con el pañuelo desechable:
–A veces, cuando Fabián se va, pienso en las ocurrencias de mi
hermana para ver si me da risa; y sí, me río, pero quedito, porque
aunque mi señor esté fuera siento que me vigila y está esperando a que
le dé un motivo para enojarse conmigo, echarme en cara que me mantiene y
decirme que soy una huevona. Eso sí que no es cierto. Hago todo lo de
la casa, y si no trabajo más es porque él no me lo permite. Cuando nos
juntamos prometió que me dejaría seguir en la bodega de colchones. A
veces pasaba mi hermana a visitarme y, si teníamos un tiempecito, íbamos
a comer al mercado.
La sonrisa que a Ernestina le provoca el grato recuerdo desaparece enseguida:
–Una tarde, Estela me pidió que al salir de mi chamba la acompañara a
comprarse unos zapatos. El tiempo se nos fue volando y cuando vine a
ver pasaba de las ocho. Llegué a mi casa como a las nueve. Encontré a
Fabián sentado, viendo la tele. Enseguida le conté por qué se me había
hecho tarde. No me respondió. Le pregunté si estaba enojado conmigo y se
rió. Cuando le serví la cena quiso que me tomara unas cervezas con él y
que estuviéramos juntos. No importa que te desveles –me dijo muy
amable–, al cabo que mañana ya no vas a tener que levantarte a las
cinco: no quiero que sigas trabajando y menos que vuelvas a ver a la
puta de tu hermana. Si me entero de que la visitas o le hablas por
teléfono, te vas a arrepentir. Luego no digas que no te lo advertí.
Se escuchan protestas, gemidos y la voz de la presidenta llamando al orden.
IV
La misma muchacha que antes le entregó el pañuelo desechable sube al escenario y ayuda a Ernestina a sentarse en una silla:
–Gracias. Ya estoy bien. Lo que pasa es que me mareé un poquito. A
veces me pongo así. Creo que ya necesito cambiar mis lentes. Hace tiempo
se lo dije a Fabián y me contestó que un día de estos iba a llevarme al
doctor. No lo ha hecho ni deja que vaya sola a consulta. Desconfía de
los médicos; bueno, de los hombres en general. Ha de pensar que todos
son tan cábulas como él. Yo digo que no. Habrá muchos buenos. Fabián era
uno de ellos, pero de repente cambió, se hizo violento conmigo; con las
demás personas es bien amable, bien lindo: por eso me gustaría ser
otra.
Toques de campanilla anuncian que la sesión está por concluir. Ernestina sonríe:
–De tanto que hablé ni me di cuenta de que había pasado una hora.
Cuando Fabián me encierra en el cuarto donde tiene sus refacciones, los
minutos se me hacen larguísimos. Me imagino cosas horribles, como que
estoy sepultada. No quiero pasar por ese infierno otra vez. Me voy. No
llevo rumbo ni sé hasta dónde llegaré con el d
inero que traigo. Mi único deseo es que Fabián no me encuentre, porque si lo hace...
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