¿Quizá este miedo, el de hoy, tiene que ver con el mes de diciembre?
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¿Hacia dónde se va una/o cuando se va de sí
misma/o? Cayetana amaneció miedosa. ¿Les sucede? Así, sin demasiado
ruido alrededor, sin razón aparente. Una también amanece miedosa de sus
ocultas e ignoradas sin-razones. ¿Miedo a qué? Si cada una/o de
nosotras/os hiciera su lista, ¿miedo a qué? Mira el día como si fuera
una resbaladilla muy empinada. Fue un fin de semana bonito, aunque
distraído. Con “distraído”, nuestra personaja suele referirse a
esos días en los que una tiene miedo de sentir. ¿Les sucede tener miedo
de sentir? Andar “a lomo de venado”. Como quien anda haciendo
equilibrios.
María Izquierdo.
Va más o menos así: algo adentro nuestro coloca un cristal entre lo que sucede y nosotros. Un cristal protector. Escuchas, lees, pero no entiendes, no con detalle. Extiendes la mano y acaricias, pero sabes que algo de tu caricia se quedó en el aire. Una/o está, pero no está. Se instala una cierta ausencia interior que no es elegida. Llega, se impone. Hay personas que ante estos estados de ánimos dicen: “tengo un presentimiento”. Cayetana no cree en los presentimientos como interpretación de la distancia interior, aunque la vida le haya probado dos o tres veces que sí, “presentir” sucede.
“Ya se me cayó encima la
vaga inquietud”, se dice Cayetana un poco contrariada. Cada quien tiene
su versión de “la vaga inquietud”. En principio se le hace frente con
rituales: una rebanada de sandía, una taza de café. Mira el amanecer
desde el sofá colocado en esa parte del balcón que no se llueve. Como
no han cortado los árboles en el jardín allá abajo, las ardillas se
pasean por el balcón. Nunca más de una al mismo tiempo. Como si tomaran
turnos. ¿O será cada vez la misma ardilla disfrazada de otra ardilla?
¿Será cada vez el mismo miedo disfrazado de otro miedo?
“¿Qué habré soñado,
ardilla?” A veces una se acuerda, a veces no. Pero aún cuando una se
acuerda de sus sueños, queda claro que no son sino fragmentos de una
abundantísima actividad onírica. “La procesión va por dentro”. Y aún
cuando la tenebrosa “vaga inquietud” (expresión que Cayetana toma del
escritor japonés Mishima), fuera una consecuencia de los sueños, los
sueños son a su vez una consecuencia: memorias inconscientes. Culpas.
Deseos reprimidos. Emociones inconfesables. Una trae dentro una
verdadera tiendita de abarrotes.
No es fácil acomodar la
tiendita: ¿Qué hacen los botecitos de cajeta junto al agua oxigenada?
¿Así cómo va a encontrar una sus “objetos”? ¿Por qué si una desempolva
una esquina no se da cuenta que ya se le empolvó la otra? “Orden y
progreso”, se murmura Cayetana, como decían don Porfirio y su mamá. La
mamá de ella, no la de don Porfirio. El miedo puede parecer como la
puerta hacia un cierto caos. Eso es lo que da más miedo del miedo, una
cierta sensación de que el desorden irrumpe. ¿Y si el miedo crece y se
sigue de largo y una ya no llega a la cita de las nueve de la mañana?
María Izquierdo.
La sensación de desorden
podría venir de nuestra aferrada demanda de que lo que nos sucede sea
“lógico” y de nuestra desazón cuando la vida nos confronta a nuestra
inevitable y recurrente “ilogicidad”. “Sí, soy ilógica, también, lo que
no me impide que estaré puntual a la cita, con mi carpetita bajo el
brazo y por lo menos dos o tres de mis supuestas cinco facultades
funcionando”, se dice Cayetana –en un humilde intento de autoayuda-
mientras lava los platos con particular minuciosidad.
Así vamos todas/os, a veces
seguros, a veces temerosos, a veces felicísimos, a veces al borde de la
lágrima y/o todo junto y revuelto como los ingredientes para el jugo en
la licuadora. Cayetana suele encontrar mucha paz en esas
metáforas/analogías que tienen que ver con la cocina, los utensilios,
los ingredientes, la compra de los alimentos. Nutrir. Nutrirse. ¿Acaso
no es el principio básico del amor? Se imagina una mesa de madera vieja
a mitad de su cocina (en la que no cabe una mesa) y a toda una familia
que desayuna. Panecitos con nata fresca. Recuerda una frase en una
novela autobiográfica de Edmée Pardo: “Fue la última vez que dormimos
los cinco bajo el mismo techo”. “La última vez”. Lloró como una
desquiciada cuando leyó esa frase.
¿Quizá este miedo, el de
hoy, tiene que ver con el mes de diciembre? Con la navidad, con el fin
de año. Con ese “bajo el mismo techo” que cambia tanto y de tantas
maneras a lo largo de la vida. ¿Cuál podría ser –de entre los miedos que
no tienen que ver con la realidad inmediata- el peor de todos los
miedos? “El miedo a la pérdida”, se dice Cayetana, ya en su esquinita
del Metrobús. El miedo a no saber querer a quienes nos quieren, a que no
sepan querernos quienes queremos. La memoria de los que ya no están
para compartir la mesa, de los que quizá en un tiempo no demasiado largo
no van a estar.
Y es ese miedo a la pérdida
lo que desata –quizá- el mecanismo de la distancia interior que nos
ataca a veces. Cuando una extiende la mano y acaricia, como si la
caricia se quedara flotando. Cuando una mira en una exposición una
fotografía extraordinaria y se echa hacia atrás, porque no puede con
ella. Como si ese miedo que nos lleva a protegernos colocando el
imaginario cristal en medio, fuera el miedo a un caos muy concreto: que
nos desborden nuestras emociones. Tenemos palabras, por suerte. Palabras
que acomodan la tiendita de abarrotes. Hay que elegirlas con cuidado:
desempolvan, deshollinan, pulen, sacan brillo. Nos llevan hacia los
otros, las palabras. Hacia una/o misma/o. Las palabras.
Una muchacha a su lado
acomoda como puede su bolsa gigante. Trae de esos guantecitos que dejan
la mitad de los dedos de fuera. Se frota y frota las manos. ¿Cayetana
estará proyectando en ella su propio miedo, o ese miedo que siente que
le llega no es el suyo? Sino el de ella, su vecinita de silla en el
Metrobús. “Qué bonitos tus guantes”, le dice. “Los tejió mi tía que es
como mi mamá”. Le llegaron de Guatemala sus guantes, de la zona de El
Petén. Le llegaron de regalo por las fiestas de navidad.
Cayetana reconsidera la
navidad. Quizá no es una experiencia tan amenazante a pesar de su carga
de “¿y si mis emociones se desbordan?”. “¿Y si no logramos estar
juntos?”. “¿Y si no logramos estar juntos aún cuando estemos juntos?”.
La muchacha se llama Zúrica y va a presentar su examen final. Quiere
trabajar en un salón de belleza. Lo que más le gusta es el manicure,
colocar uñas de acrílico. Decorarlas. Tiene un niño pequeño, allá, en El
Petén.
Cayetana siente de golpe
que quiere ser la tía de esa chamaca, la tía que es “como su mamá”.
Siente que la escucha y deja de tener miedo porque tiene que asegurarle
lo bien que le va a ir en su examen. El futuro salón de belleza. El
cafecito para las clientas. Las uñas con florecitas y dibujos
geométricos. Los viajes de Zúrica para ver a su tía y a su hijo. Cuando
Cayetana tiene que despedirse la muchacha le da las gracias. Agita su
mano. Tan dulce, tan sola, tan confiada. No sabe ella lo que acaba de
regalarle a Cayetana: el corazón que se estruja, la tiendita de
abarrotes que se ordena en el interior. Los panecitos de nata. Esa mesa
de madera del desayuno en la que siempre estarán todos –de alguna
manera- “bajo el mismo techo”.
A veces una/o tiene miedo
de sentir. A veces. Miedo de sentir “de más” y quedarse desprotegida/o.
Quedarse a la intemperie. Es la misma ardilla disfrazada de tantas
ardillas e invadiendo el balcón. Pero surgen esa cantidad de bondades
que ofrece la vida: la confianza que otro ser humano coloca en una/o,
por ejemplo. Constatar que una/o abraza y recibe abrazos a pesar de los
miedos, los caos imaginarios, los malos sueños.
Cayetana pensó en su hijo
Santi, el que se fue hace pocos meses, y en una señora en un hotelito de
aquella ciudad nueva: cuando supo que era extranjero y estaba solo,
comenzó a invitarlo a desayunar con ella: su café con leche y sus
bollitos. No fue una invitación expresa, cada vez le decía: “Hasta
mañana. Ya verás que cuando comiencen tus clases encuentras amigos.
Hasta mañana”.
Entonces una/o aterriza en
su reunión de las nueve de la mañana, y escucha y hasta toma la palabra
cuando toca. “Me tardé por el tráfico y la distancia”, dice una
compañera cuando llega. Cayetana sabe que una vez que venció su miedo
puede mirarla a ella, mirar. Escucharla a ella, escuchar. Sabe que si
camina sus distancias con respecto a ella misma, camina la distancia que
–a veces- puede separarla de los demás. Y viceversa. “Hasta mañana,
queridas/os mías/os”, se dice Cayetana. “Los que están en cualquier
lugar de este mundo en donde estén, y los que ya no están en ningún
lugar del mundo conocido. Hasta mañana”.
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