Cristina Pacheco
Al abrirlo, cuatro
fotografías se desprendieron del cuaderno. En la tapa conserva escrita
con lápiz una fecha de la que nada más son legibles los dos primeros
números: 19... Todas las hojas están en blanco. Eso me lleva a una
conclusión: quien haya comprado la libreta lo hizo con el único
propósito de guardar –¿esconder?– las imágenes.
Están enmarcadas en cartulina gris, corriente, que me recuerda los
trabajos escolares. No las protege la levedad del papel de China o el
celofán. En el reverso no hay nombres ni datos. Indefensas, han
resistido el paso de no sé cuántos años y siguen ancladas en su tiempo.
Click.
II
Deduzco que la primera foto que veo fue tomada la mañana
de un domingo porque al fondo se ven niños sin uniforme, jugando.
Además, las mujeres tienen adornos en el cabello, llevan vestidos que
podrían ser de fiesta y sus expresiones denotan calma suficiente como
para sonreírle a la cámara.
Lo que no puedo saber, ni sabré nunca, es quién tomó la foto o por
qué. Lo más seguro es que haya sido por el simple gusto de atrapar
instantes felices de un domingo que se perdió en el calendario: ese mar
forzosamente navegable, lleno de sorpresas y misterios en el que un día
todos naufragaremos.
III
Son cuatro las fotos desprendidas del cuaderno. Esperaron
mucho tiempo para salir a la luz del día y retarme –lo mismo que a
cualquiera que las hubiese encontrado– formulándome una serie de
preguntas elementales que me exasperan. ¿Quién es la mujer que se apoya
contra la pared? Sus ojos tristes, la sonrisa maliciosa y la forma en
que mira a la distancia sugieren una historia.
A como dé lugar, tengo que conocerla. Siento deseos de sacudir la
foto (como si se tratara de un termómetro al que es necesario bajar a la
mínima temperatura), de golpearla (como se hace con un aparato de radio
que tiene atascada la música en algún punto de la telaraña de cables) y
obligarla a que me diga lo que pueda contarme, pero lo que me dice es
nada más silencio.
Aunque sé que es inútil, cedo a la tentación. Agito, golpeo la foto y
¡nada! Esa mujer sigue inmutable, satisfecha de su sonrisa. Comprendo
que guardará sus secretos mientras dure el papel. Es muy posible que ese
material me sobreviva y yo me vaya del mundo sin saber nada de la mujer
en la fotografía. Vuelvo a observarla y tengo la impresión –¡no sé por
qué!– de que ella lo sabe todo de mí. Otra vez agito, golpeo la foto y
¡nada!
IV
Esta imagen fue tomada en un estudio profesional. Al
fondo hay telones con nubes que no pasan y flores pintadas al pastel con
los pétalos coronando su inmortalidad. Bajo una palma camedor
–¿natural?– posan tres figuras, o mejor dicho cuatro, porque la anciana
que ocupa el único sillón lleva en brazos a un bebé sepultado entre
holanes, encajes, cintas. Pienso que ya no está tibio, ni huele a talco
ni a orines. Por eso y por su rigidez siento lástima hacia el
desconocidito.
Si el coleccionista o el fotógrafo se hubieran tomado la molestia de
escribir la identificación del bebé en el reverso de la foto podría
llamarlo por su nombre. ¿Llegó a estar bautizado o ya estaba muerto en
el momento en que lo captó la cámara?
Custodian a la anciana y al bebé dos hombres. A la derecha aparece el
de edad mediana. El ala del sombrero no oculta la mirada vidriosa, algo
perdida, que tienen los alcohólicos que a diario prometen que dejarán
el vicio. (Algo me dice que no lo estoy difamando.) Viste traje gris,
demasiado amplio para sus proporciones y la baja estatura. ¿Motivo de
burlas y discriminación? Quizá a eso se deba el gesto rencoroso y amargo
que lo avejenta.
El hombre a la izquierda de la anciana es muy alto, tiene nariz
aguileña, ojos intensos como brasas y más que sonreír aprieta los
labios. Me pregunto cuántas palabras de amor –diurnas o nocturnas–
habrán salido de ellos. Supongo que pronunció muchas junto a ese niño
muerto (que ya no huele a talco ni a orines). ¿Las dijo minutos antes o
después de que la foto fue tomada? No importa, en los casos extremos el
tiempo ya no cuenta. Se vuelve de piedra, deja de palpitar, ya no pesa
ni fluye.
V
La cuarta foto es tan pequeña que estuve a punto de no
verla. La descubrí tirada en el suelo cuando iba a meter en el cuaderno
de páginas blancas como un sudario las otras fotografías. Tampoco está
fechada ni tiene dato alguno acerca del personaje.
Es un niño casi rubio, tal vez de cuatro o cinco años. Está solo en
una playa. Se ve que no le importa: ignora el mundo y desconoce el
miedo. Sonríe. Hincado, tiene las manitas hundidas en la arena y
permanece atento. ¿Qué estaría haciendo? ¿Buscando caracoles, cangrejos,
ramas o estrellas rezagadas? Tal vez haya pretendido adueñarse de la
espuma de una ola o de la ola entera. A lo mejor no perseguía ninguno de
esos objetivos y sólo estaba allí para recibir su primera lección de
métrica dictada por el mar. Todo es po
sible: los niños, igual que los poetas, hacen cosas extrañas.
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