10/12/2019

Las horas de la orfandad


María Teresa Priego 

Es para ti, mi Tarzán.
De tu escribana.
"Caminante... caminante...
que vas por los caminos,
por lo viejos caminos
del Mayab..."
–Antonio Mediz.

La orfandad comienza con un golpe en el corazón. Una extrañeza. Un continuo tropezarse contra los muebles. ¿Estás seguro papá, de que ya no vas a despertarte? Son las once de la noche en la ciudad de las calles que se inundan. Estamos de regreso a su casa. Está en su cama. Han sido tan agitados estos días. Se levanta. En su silla de ruedas llega a la sala. A pasos lentos recorre el espacio entre un sofá y otro y otro, y otro. Vamos en círculos. Llama a tantas personas del pasado. Remotísimos pasados. Regresamos a su habitación. Mi papá siempre amó los viajes. En ferrocarril, cuando era joven. Entonces recorría el sureste mexicano. Vendía lo que podía. Comenzó chiquito a trabajar, cuando –antes de ir a la escuela– repartía la leche de las vacas y las cabras que crecían en la quinta de la Esquina de la Calandria en Mérida. Allí vivió con su madre y sus hermanos. Su papá fue un hombre muy distraído y así, "distraídamente" los dejó solos. Se fue con "la comadre", siempre mirando hacia otro lado. Mi papá lo llamaba "don César", a su papá.
Mi abuela María los sacó adelante. Los arropó. Con esa fuerza inquebrantable de tantas madres mexicanas que no tienen demasiado tiempo para detenerse a llorar sus abandonos. Ocho bocas que alimentar, como dicen. Los sacó adelante contándoles cantidades de historias y soñando muchísimo. Era una gran soñadora. A mi abuela María le gustaba imaginar. Fue el gran amor en la vida de mi padre, y a ella le debo esa parte lúdica que heredó su hijo Marco Antonio. Ese amor por las palabras. Esa capacidad de jugar y de inventar que es como una balsita en la cual navegar cuando golpean la desgracia y la tristeza. Al final, mi padre ya hablaba con cantidad de personas que no estaban presentes. Luego regresaba a lo que llamamos "la realidad" y hablaba con su hija. Pero el delirio es también "la realidad", solo que es una realidad de tiempos desfasados. El orden cronológico se trastoca. El túnel del tiempo tiene sus intensas coherencias interiores.
"¿Es leche de cabra?" pregunta ante esa papilla que lo alimenta por una sonda. "Sí". Parece que su cuerpo ya no recuerda la función de tragar los alimentos. Pero recuerda tantas otras cosas. Le muestro una foto de su esposa joven y me dice: "qué guapa. La más guapa de la Plaza de Armas". Entonces, cuando se usaba dar vueltas en la plaza, las muchachas de un lado y los muchachos del otro, saludándose al paso. Ya está muy mal, mi papá, pero es tan hermosa su sonrisa de flaquito, muy flaquito cuando mira (en la tableta) un video de Sofía Loren bailando el mambo italiano. Miramos fotos de sus nietos, explicándole quiénes son. Imágenes de sus perros preferidos: Nohoch y Tiburón. Mi papá amaba el mar, el campo, los animales. Le digo: "Negro. Negrito", como le decía mi mamá cuando aún eran novios. Le regalo barquitos de papel. Él me enseñó a hacerlos. "En una ciudad que se inunda es indispensable saber construir barcos, niña. Ese está chueco, no va a flotar".
En estas primeras horas de mi orfandad necesito un barco de papel inmenso y bien hecho. Cuando escribo, lo estoy construyendo. Baja la cuesta empinada de la calle Méndez. Suelta el manubrio y levanta los brazos. Despega los pies de los pedales. Lo espero abajo. A lo lejos lo miro descender a grandes velocidades. Es joven, es tan fuerte. Negro guapo. Negro guapísimo. Tremendo inventón de historias y juegos de palabras. Lo tomo de sus brazos delgadísimos para seguir dando vueltitas por la sala de la casa. Los espacios en la realidad se reducen, pero a nosotros, la realidad, como ya les dije, nos hace los mandados. Bueno, más o menos.
Nuestra larga marcha desde el sofá-Tabasco hasta el sofá-París. La terraza de La Coupole. Le cuento la historia de la Josephine Baker y su falda de plátanos. Habrá quien diga que no me escucha, porque mi papá padecía una cierta sordera cruel. Pero, ¿ya les dije? A nosotros, la realidad nos hace los mandados. Casi. El sofá que sigue es una islita en Grecia que se llama Rodas. Alguna vez la visitamos juntos. Regresamos a recorrerla. Llegamos al sofá-cenote-en-Yucatán. Después vivimos su viaje por tren cuando se despidió de Mérida y llegó a vivir a Tabasco. El paisaje desfilaba lenta, muy lentamente. Verde y agua. Cielo. Agua y verde.
Ya había sucedido que me confundiera. Me con-fundiera con su madre. Esa soy. Ya había sucedido que me con-fundiera con muchachas a las que nunca conocí y a las que alguna vez vio a lo lejos. Allá en Mérida. Esas soy. Ya había sucedido que estando al lado mío, me confundiera con una joven que cruzaba la calle. "Allá va Maria con su sombrero". Me dice el nombre de mi hermana. Por momentos, me mira fijo y me dice "Maria" (sin acento), así me llamaba. Dice que le duele todo. Dice que no sabe qué hacer. Bebe unas gotitas de jugo de manzana y está contento. La felicidad pueden ser unas pocas gotitas de jugo que mojan los labios, su garganta las reconoce y las deja pasar.
En algún momento en el comedor pide unas hojas de papel e intenta escribir. Me mira desamparado: "¿qué escribo? No sé escribir ya". Acomoda las hojas. Las vuelve a acomodar. Las doblas. Su desolación crece. Muchas veces escribí de él. Antes. "Te voy a cobrar derechos, hija, porque andas escribiendo mi vida". Le gustaba que hablara de su mamá. Le pido las hojitas y le digo que me dicte. "Escribe tú, mejor escribe tú".
Acá estoy, soy tu escribana. Ahora regresaste a tu casa en Mérida. A tu infancia. Mi abuelita María se asoma y mira a sus hijos que juegan entre los árboles. 93 años, papá. What a long journey. Gracias, por tanto, papá. Tu mamá conversa con su amiga la lectora de cartas. Vive también en la casa, su amiga. Están cocinando queso relleno. Te encantaba esa receta yucateca, fue cada vez la de las grandes ocasiones. Fue ella quien le enseñó a María Broca a leer el futuro. María me enseñó a mí. "Es un muy buen oficio el de leer el futuro" y "aprende a escribir historias. Las mujeres tenemos que tener un oficio". En la funeraria, Diego, su nieto mayor recuerda esas conversaciones en las que su abuelo lamentaba tanto no haber tenido la oportunidad de ir a la universidad. Pero sus hijos tuvimos esa oportunidad. Sus hijos y sus nietos. "Él nos abrió el camino". Marcó el rumbo de las generaciones por-venir. Las aulas. Los libros. Gracias, por tanto, papá.
Construyo ese inmenso barquito de papel que nos llevará a pasear por todos los mares. Ya no tendrás que sufrir ni una pérdida más. Ni una. Ya nada va a dolerte, ni en el corazón, ni en el cuerpo. En sus últimas horas mi papá se fue calmando. Como si la suavidad lo arropara. Su expresión era dulce. Tomé su mano y acaricié sus palmas. Allí, donde están las líneas de la vida. "Se están borrando, hija. ¿Verdad?" "Sí, papá. Se están borrando". Mi papá se llama Marco Antonio Priego Broca y murió el domingo a las once de la noche. Son las horas, ya así será: las horas de la orfandad. Soy tu hija. Soy la guardadora de alguna parte de tu memoria. Soy tu escribana.

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