Editorial La Jornada
Miles de taxistas de la
Ciudad de México y otras 27 entidades fueron convocados ayer a una
jornada de protestas contra Uber, Cabify, Didi y otras empresas que
ofrecen servicio de transporte a través de aplicaciones para teléfonos
móviles. En la capital del país realizaron bloqueos a importantes cruces
viales en distintos puntos de la ciudad, así como un despliegue de
vehículos para impedir el acceso a las terminales 1 y 2 del Aeropuerto
Internacional Benito Juárez; estos cierres se fueron retirando de manera
paulatina mientras representantes de los choferes dialogaban en la
Secretaría de Gobernación con el subsecretario de Gobierno, Ricardo
Peralta.
Los reclamos de los taxistas y de sus líderes para exigir a las
autoridades actuar contra lo que perciben como una competencia desleal
por parte de compañías trasnacionales, son un fenómeno que se ha
registrado prácticamente en todos los países donde éstas operan, pero en
cada uno cobran distintas formas. En el caso nacional, la postura de
los trabajadores del volante va desde la petición de un piso parejo –es
decir, que las empresas tecnológicas cumplan con la serie de requisitos
que deben cubrir los taxis tradicionales –cromática, licencia, tarjetón
tipo
B, seguro para unidades, tenencia, revista de taxímetro, y costo de la concesión–, hasta el extremo de que se imponga una prohibición total contra los servicios referidos.
Cierto es que las erogaciones derivadas de tales trámites significan
cierta desventaja competitiva para los choferes y los propietarios de
las unidades y flotillas y en este sentido resulta comprensible su
molestia contra unas compañías que se hicieron de una importante cuota
de mercado con inversiones mínimas. Sin embargo, desde la perspectiva de
los usuarios, resulta igualmente claro que la imposición de todos esos
requisitos han tenido un impacto muy reducido en lo que respecta a
elevar la calidad del servicio de taxis: higiene, buen trato, respeto a
las tarifas establecidas y, de manera acusada, garantías a la integridad
física y patrimonial, son todas asignaturas pendientes que los taxistas
deben solventar si quieren enfrentar a la competencia con perspectivas
de éxito.
De otra manera, el establecimiento de controles gubernamentales
adicionales a las plataformas de transporte por aplicación podría
convertirse en una medida política para aliviar las presiones de los
taxistas, pero sin ningún beneficio real para los usuarios, principales
protagonistas cuando lo que se debate es una cuestión estratégica como
la movilidad en las urbes del país. Por ello, está claro que cualquier
medida adoptada por las autoridades competencia justa entre estos dos
modelos de servicio de transporte, al mismo tiempo que impulsa una
mejoría sustancial en la experiencia de los clientes de cualquiera de
ellos.
Por último, no puede pasarse por alto que tanto Uber, como Cabify,
Didi y el resto de compañías que responden a su modelo de negocio, como
los propietarios de flotillas de taxis convencionales, se basan en la
precarización brutal del empleo y en la negación de los más elementales
derechos laborales, por lo que el aspecto más urgente de su regulación
sea el que toca al ámbito de la protección de los trabajadores, a
quienes ni unos ni otros suelen reconocer como tales.
El hecho de que los taxistas tradicionales compartan, en gran medida,
la situación laboral de los choferes recién llegados, debería mover a
ambas partes a cesar de verse como enemigos y caer en cuenta de que es
mucho lo que podrían avanzar unidos.
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