La Jornada:
Pedro Miguel
Durante décadas, los súbitos defensores de los contrapesos, esos que llamaron al voto dividido y que ahora se rasgan las vestiduras cuando se critica a la miríada de organismos, institutos y comisiones desconcentrados y autónomos, encontraron normal que al autoritarismo priísta más grosero, la hipocresía panista, el dogma liberal y el elitismo tecnocrático fueran hegemónicos en el país: dominaban los tres poderes, los gobiernos estatales y municipales y también, por supuesto, el INE, el INAI, la CRE, las empresas productivas del Estado y todas esas instituciones que del salinismo en adelante fueron alojadas en brillantes rascacielos de cristal para blindar en lo político y lo económico al régimen oligárquico.
La propiedad pública fue desplumada al amparo de ese monopolio absoluto del poder; de la misma manera se colocaron sobre los hombros de todos los mexicanos deudas gigantescas, se cometieron fraudes electorales escandalosos, se reprimió con total impunidad, se entregó el país a intereses económicos y geoestratégicos extranjeros y se instauró la industria de los contratos lesivos para el interés público, las concesiones a los amigos y cómplices y las licitaciones con dados cargados.
Una vez que perdió la Presidencia, el Congreso y varias gubernaturas y alcaldías, el bando de los derrotados el primero de julio de 2018 vio en el Poder Judicial uno de sus reductos. Y, efectivamente, en el tiempo transcurrido desde entonces, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) operó en varias ocasiones como defensora de la oligarquía político-empresarial derrotada. Véanse, por ejemplo, el fallo en el que el máximo tribunal de la nación obstaculizó la medida de reducciones salariales de los altos funcionarios, un caso en el que los ministros fueron juez y parte, o los numerosos amparos otorgados por jueces de diversas jurisdicciones a toda suerte de logreros del viejo régimen que han buscado preservar en los tribunales las condiciones de privilegio que les fueron suspendidas desde la Presidencia por mandato de las urnas.
La reciente renuncia de Eduardo Medina Mora –un individuo con antecedentes sórdidos y oscuros como operador de actos represivos, fabricante de delitos y coejecutor de la violencia de Estado instaurada por Felipe Calderón– abre la perspectiva de contar con una SCJN verdaderamente independiente, tanto con respecto al Ejecutivo federal como a la oligarquía derrotada y, en general, de un poder judicial ajeno a consignas presidenciales, pero también a intercambios de favores y redes de complicidad con el promontorio social de los políticos y potentados que se resisten a rendir la plaza y que aspiran a una restauración. Si esa recuperación de la soberanía por parte del Judicial se extiende al Consejo de la Judicatura, la transformación en la que está empeñado el país recibirá un importante impulso, no sólo en su vertiente del combate a la corrupción, sino también en lo que se refiere a la separación entre el poder político y el poder económico e incluso en el restablecimiento de la seguridad pública.
En éste y en otros ámbitos empieza a notarse un contagio del saneamiento nacional que se pone en práctica desde la Presidencia y que debe abarcar al conjunto de los aparatos institucionales y la vida pública en general. Muchos funcionarios de alto y medio nivel la piensan dos veces antes de meterle mano al presupuesto y algunos de ellos se han animado a hacer públicas anomalías que en otro contexto político se habrían callado. Todo ello redunda en una multiplicación de imputaciones legales en contra de personajes del viejo régimen que hasta hace unos meses eran considerados intocables. Ello ocurre como efecto lógico de las rupturas en el tejido de encubrimientos y no como producto de una persecución sistemática o por consigna. Si las cosas siguen por ese curso, es probable que los ex presidentes, responsables máximos del desastre neoliberal, terminen por acudir a citatorios judiciales.
Nadie desea, en suma, que el Legislativo y el Judicial se sometan ahora a un Ejecutivo de signo contrario a los individuos que lo ejercieron, de manera legal o fraudulenta, de 1988 en adelante, sino que cumplan a cabalidad con sus facultades y obligaciones constitucionales, entre las cuales la fundamental es la plena autonomía. Con eso bastaría para que estuvieran en sintonía con el proyecto de la Cuarta Transformación.
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