Suscribiendo aquella postura juarista de que todos tenemos derecho a profesar la religión que se nos pegue la gana, y de preferencia ninguna, no dejan de inquietar o dejar perplejo los efectos de las religiones evangélicas en los países de América en general, y las comunidades indígenas en particular. Ya lo venía alertando el periodista, escritor y viajero británico Norman Lewis a mediados del siglo XX en Sudamérica, Guatemala y México.
La presencia y expansión de las religiones evangélicas y carismáticas estaba produciendo un cambio drástico en los pueblos originarios, pues dinamitaban con sus nuevas creencias y preceptos buena parte de la comunalidad indígena, secreto de su duración y logro civilizatorio inigualable del que deberíamos aprender todos de cara a la futura
normalidad. Oponían un férreo individualismo centrado en el esfuerzo personal dentro de una variable construcción de la llamada
teología de la prosperidad, que recurre sin pudor a la mercadotecnia, hasta el maximalismo materialista de los mormones con su culto al dios Oro, al grado de que guardan en Utah una de las mayores reservas de ese metal en el mundo para financiar su
misión divinamente designada.
Como Lewis nunca dejó de notar, esas religiones y sus iglesias provienen de Estados Unidos, aterrizan en nuestros países hablando un castellano o portugués champurrado y bíblico. Se pueden reconocer sus misioneros en los caminos del campo y los barrios urbanos. Casi siempre muy jóvenes. Llevan décadas sembrando pastores autóctonos. El Tata Cárdenas, otro liberal de los de antes, les dio su aval y permitió el establecimiento del Instituto Lingüístico de Verano, avanzada del cristianismo reformado. ¿Buscaba un contrapeso para su laico Instituto Nacional Indigenista al penetrar las comunidades?
Siempre ha sido un asunto de conciencia, en ocasiones liberador. Algunas iglesias reformadas, como ciertos evangelismos y los cuáqueros, son progresistas y tolerantes, próximas a la Teología de la Liberación católica de tendencias indianistas, mejor articulada con las comunidades tras cuatro o cinco siglos de presencia dominante (no pocas veces burlada por chaneques y deidades precristianas). Determinadas expresiones del catolicismo pueden resultar asfixiantes y negativas en regiones donde un cambio de iglesia causa alivio. Citemos el caso de San Juan Chamula en la década de 1980, donde la rápida expansión de evangélicos, pentecostales, testigos de Jehová, y pronto iglesias locales, propició un alivio para la tradición triple: obedecer al PRI-profesar cierto catolicismo-beber posh como requisito ritual y comunitario. La esclavitud etílica y política empujó al cambio a millares de tzotziles. La respuesta caciquil y patriarcal fue terrible. Hubo desollamientos, se calcinaron casas, poblados y templos. Treinta mil de los 80 mil habitantes de Chamula emigraron a San Cristóbal de las Casas, el municipio vecino, que se pobló de indígenas y de una variedad asombrosa de denominaciones carismáticas. Algunas iglesias cuentan hoy con instalaciones enormes, mezcla templo y centro de convenciones. Así por todo el sur y el sureste.
Si revisamos la actitud de los gobiernos inclinados al evangelismo o fuertemente apoyados en él, encontramos la misma respuesta ante el nuevo coronavirus: la negación o la aceptación apocalíptica. Estados Unidos, Brasil, Nicaragua. Y Guatemala, con un largo historial de divisionismo y represión genocida. Sus actuales gobiernos son el caso extremo, pero esas mismas negaciones acientíficas del evangelismo ante la pandemia las encontramos en sectores de los gobiernos actuales en México y Costa Rica.
Cuánto vértigo han infundido en los médicos los Testigos de Jehová al negarse a los procedimientos quirúrgicos o la transfusión sanguínea; en los profesores de primaria cuando los niños dejan de rendir honores a la bandera nacional y tomar clases de civismo; en las familias cuando desafanan del tequio.
Un reportaje de Norman Lewis en 1969 sobre la devastación amazónica dio origen a la organización Survival International, que se enfrenta y denuncia a los destructores de las selvas y los pueblos indígenas que las habitan ancestralmente. Como Lewis, ha encontrado en las iglesias evangélicas un agente muy eficaz de la colonización y el cambio de actitud en los pueblos respecto de la tierra, la salud, la organización comunitaria. ¿Sería exagerado entenderlas como caballo de Troya del colonialismo interno e imperialista?
En Chiapas y otras regiones de México, igual que en los Andes, la Amazonia y Guatemala, el negacionismo de los seguidores de esta inabarcable variedad de iglesias resultó un obstáculo más a la cuarentena y las medidas de cuidado y prevención contra la pandemia. En ciertas comunidades fue determinante, y aún están por verse los efectos. Su impacto aculturizador salta a la vista, y resulta muy útil para la introducción
por las buenasdel extractivismo y los megaproyectos de un capitalismo más o menos nacionalista.
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