El asesinato del afroestadunidense
George Floyd a manos de cuatro policías blancos en la ciudad
estadunidense de Minneapolis ha desatado una ola de indignación a escala
global y ha dado un nuevo impulso a la revisión del pasado colonialista
de las potencias occidentales. Una de las expresiones más inmediatas de
la nueva conciencia en torno a lo que realmente significó la
colonización de todos los continentes, emprendida por un puñado de
naciones europeas a partir del siglo XVI, es la encarnada en el repudio
hacia los monumentos erigidos a todos los hombres que durante siglos han
sido venerados como
descubridoresde nuevos horizontes y forjadores de la identidad nacional, sin reparos por el impacto de sus acciones sobre los millones de seres humanos sojuzgados o aniquilados.
Ante la resistencia de los estados a emprender una autocrítica
sincera y creíble de las bases colonialistas e imperialistas sobre las
cuales se asienta su actual prosperidad, ciudadanos británicos,
holandeses, belgas y de otras nacionalidades han mostrado su
exasperación mediante el derribo o la vandalización de estatuas que
honran la memoria de traficantes de esclavos, genocidas, conquistadores,
generales que lucharon por la perpetuación de la esclavitud, y otros
hombres a quienes en el pasado se consideró merecedores de homenaje
público. Es necesario reiterar el masculino, puesto que dichos
personajes son representantes de una civilización en la que ni las
mujeres ni las personas no blancas podían jugar un papel distinto al de
subordinadas.
En Europa, la furia popular se ha dirigido contra las estatuas de
personajes que participaron activamente en la trata de esclavos o las
masacres contra nativos, como los británicos Edward Colston, Thomas
Picton, Henry Dundas o el infame Cecil Rhodes –uno de los mayores
colonizadores de África y artífice del régimen de apartheid –;
los neerlandeses PietHein y Witte de With, y el emperador de Bélgica
Leopoldo II, dueño del Congo de 1885 a 1908 y artífice de uno de los
mayores genocidios cometidos en toda la historia de la especie humana
(se calcula que alrededor de 10 millones de africanos murieron como
resultado directo de la administración nombrada por el déspota). En
Estados Unidos, el ímpetu antirracista se ha desplegado en dos
direcciones: en primer lugar, reavivó el debate sobre las estatuas que
honran a quienes combatieron durante la Guerra Civil con el afán de
impedir la abolición de la esclavitud. En segunda instancia, los ubicuos
monumentos al almirante genovés Cristóbal Colón han sido atacados como
un recordatorio de que América no fue
descubierta, puesto que el continente no se encontraba vacío y expectante de la
acción civilizadoradel hombre blanco, sino habitado por una miríada de pueblos, portadores de culturas en ningún punto menos complejas o valiosas que las de los conquistadores.
Por más que el revisionismo histórico de las derechas occidentales
trate de presentar el pasado colonial como una gesta desinteresada y, en
último término, benéfica para los pueblos sometidos, lo cierto es que
el racismo contemporáneo resulta inexplicable si no se le entiende como
mecanismo ideológico de la dominación política y militar para dar una
justificación
racionala la conquista y esclavización de los pueblos americanos, africanos y asiáticos, los europeos y sus descendientes echaron mano de un arsenal teórico seudocientífico que reducía a todas las personas no blancas al rango de subhumanos, de seres incapacitados para el raciocinio y el comportamiento moral, con quienes era simplemente imposible entablar una relación de iguales.
Está claro que estas ideas son inadmisibles en sociedades que se
reivindican democráticas y respetuosas de los derechos humanos, por lo
que tampoco pueden tener cabida los honores públicos a quienes las
defendieron, por más que algunos de ellos hayan hecho aportes reales al
avance científico u otros campos valiosos de la vida humana. Las
autoridades de los estados involucrados deberían escuchar el clamor que
se eleva desde las calles, y dar paso a la construcción de sociedades en
las que ningún racista sea glorificado.
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