La Jornada:
León Bendesky
La danza de los números de la pandemia cumple cinco meses. En ese tiempo se ha visto crecer de modo significativo la cifra de víctimas del coronavirus: infectados y fallecidos, y los números no paran de aumentar.
La así llamadanueva normalidades en realidad, para la mayoría de la gente, una nueva forma de necesidad que hay que satisfacer a diario, aun con mayor esfuerzo y penuria que antes. El gambito que está jugando el gobierno tiene aún muchos riesgos.
Ha caído el nivel de la actividad económica de modo abrupto a lo largo de todos los sectores y, con ella, el número de personas con trabajo (ocupadas, según la conveniente nomenclatura de las estadísticas oficiales); se ha contraído en serio el ingreso de las familias, sus ahorros, los fondos para el retiro y su patrimonio. Rehacer las posibilidades, los planes, anhelos y oportunidades en todas esas familias es un asunto de enormes proporciones.
En esta primera mitad de agosto, el sentido de algunos de esos números ha empezado a cambiar. No hay ciencia alguna en eso; es natural que ocurra, pues se asocia con las menores restricciones a las actividades productivas y comerciales. También con mayores riesgos: así es la vida y la responsabilidad política. Habrá que ver cómo se comporta esta incipiente tendencia, sobre todo en relación con el avance de la pandemia. En todo caso, siempre es necesario recordar acerca de las mañas –de todo tipo– que hay en el uso de las estadísticas. Siempre entrañan algún recoveco, en ocasiones de mucha relevancia.
Hoy, no se pueden anticipar conclusiones valederas sobre algún nuevo curso positivo de la economía y, menos aún, acerca de la aminoración del batacazo social que está ocurriendo en el país. El impacto de esta crisis general va para largo, igual que sus repercusiones en los campos de la salud, la economía, la estructura social y las condiciones políticas. Aún falta mucho por ver en materia de deterioro económico y sus consecuencias. También de las que tendrán las decisiones que se toman.
Las premisas del análisis económico; las interpretaciones de las políticas fiscales y monetarias, las prácticas con las que se construyen las previsiones y los modelos de predicción; las visiones desde los sectores privado, público y social, y de los organismos internacionales también, aparecen ya caducas.
El lenguaje mismo que se sigue usando para expresar lo que pasa y hacia dónde se quiere y, aun más, se puede ir, no se han adaptado al sentido y la naturaleza de la crisis global asociada primariamente con la pandemia, pero con enormes derivaciones en todas direcciones. La narrativa es sosa, manierista, plana. Vaya, totalmente predecible y muy cuestionable. O de plano la perplejidad es enorme y habría que admitirlo sin rodeos, o bien todos quieren cubrirse la espalda lo más posible.
Esto sucede de igual manera, sin duda, en el campo político. Me temo que todo esto apunta a provocar severas condiciones de rezago para el país en los años que siguen. Es decir, una mermada capacidad de acomodo interno en materia de producción, generación de riqueza que pueda distribuirse mejor, desarrollo, bienestar, educación, conocimiento, capacidades y equidad. Además, en un entorno internacional en el que somos cada vez menos visibles y, por consecuencia, más dependientes y rezagados con respecto a lo que pasa en esta región tripartita del planeta que se ha restructurado recientemente y llamada North America.
El discurso acerca de lo que pasa tiende, sobre todo en la región predominante del centro del país, a enfocarse en los temas grandes (que no hay que confundir con los grandes temas). El gobierno carece de recursos suficientes para cumplir un papel activo y mejor definido sobre cómo enfrentar la crisis. Me refiero a toda ella, pues hacerlo por partes no sirve. No es sólo una cuestión de los principios que se defienden, sino de cómo cumplirlos en términos prácticos. Ese es el meollo de la política y el núcleo del dilema de este gobierno.
La pobreza está extendiéndose en todas partes; el gasto en consumo se reduce; la inflación aumenta, la fragilidad de los bancos se hará cada vez más ostensible, en la medida en que no se cobren las deudas después de las restructuraciones que se han hecho; la inseguridad pública se agrava. La lista es larga y considerables sus significados.
Rubros enteros de la actividad económica se redefinirán necesariamente y con un alto costo social. Rehabilitar las fuentes de ingresos y las condiciones de vida requerirá imaginación, coherencia, organización, instituciones sólidas, leyes y la mayor credibilidad posible.
En las ciudades y los pueblos de los estados, la situación económica de la gente que vive de sus muy pequeños negocios, talleres, la que se emplea en tiendas, fábricas y trabaja la tierra, es cada vez más precaria. Esa es una parte crucial de la sociedad en este país y no se puede esconder bajo la alfombra de los grandes negocios e intereses. Tampoco de los pleitos políticos en turno.
Las fuentes de ingresos se han mermado de modo muy apreciable; las reservas se agotan y, con ellas, los exiguos patrimonios. Un elocuente indicador microeconómico es la reducción significativa del volumen de lo que se intercambia y también del crédito que se registra en ese sector que agrupa a millones de familias. El conflicto, hoy en México, tiene muchas y distintas dimensiones.
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