del pasmo a la indignación
El gobierno federal, en efecto, no va solo en su desbocada carrera. Este jueves, el gobierno de Nuevo León convocó a los regiomontanos a una extraña levitación para lidiar con su insomnio; como dijo el secretario general de Gobierno: la recomendación es seguir con la vida normal
.
No hubo de esperar mucho el gobernador para enterarse, entre baile y baile, lo que la normalidad significa para sus paisanos: Definitivamente la seguridad se está colapsando
(Juan E. Sandoval, presidente de la Canaco, Monterrey); Está totalmente desbordado el tema de la inseguridad, la sociedad está aterrorizada
(Gilberto Marcos, presidente de la Federación de Colonias Metropolitanas); Los hechos son contundentes. El estado está a la deriva en materia de seguridad
(José Mario Garza, director general de Coparmex; Reforma, 23/04/10, p. 7).
Cambiar esta imagen de México, desgranada sufridamente por los regios, no será posible sin antes empezar a cambiar la imagen que del país y de ellos mismos tienen los que nos gobiernan y los que hace cuatro años los impusieron sin considerar mínimamente las implicaciones y consecuencias, directas e indirectas, mediatas e inmediatas, de sus ilegales y arbitrarias acciones.
Para imponer un resultado electoral sumamente apretado, sin tomarse la molestia de esclarecerlo a satisfacción de los contendientes y de muchos más que generaron dudas razonables sobre lo que había ocurrido, los arquitectos de la confabulación hubieron de contar con hipótesis sobre lo que haría la parte afectada desde el conjunto de sus ramificaciones y conexiones con el resto del cuerpo social; también, deben haber hecho supuestos varios sobre lo que ellos, sus coaligados y exégetas oficiosos o bajo contrato, podrían hacer para encontrar cuanto antes una solución de continuidad a un nudo que el presidente de entonces había vuelto ciego desde 2005, cuando quiso dar solución final y por adelantado a una sucesión presidencial que su propia necedad había ya complicado en extremo.
Este pueblo aguanta lo que le manden
–se habrán dicho los conjurados–, y si no –habrían agregado–, con prontas muestras de fuerza y capacidad de decisión podrá recordársele dónde está su lugar, del que no debió haber osado moverse. Y nosotros –se habrán dicho los mandamases de una coalición en curso que se sentía y saboreaba como al fin ganadora, después de tanto escarceo– estaremos siempre listos para inducir y edulcorar, convocar y amenazar a quienes intuyen, y si no lo hacen pronto descubrirán que el país puede ser lo libre y plural que quiera pero nunca genuinamente democrático, en el sentido de por lo menos abrir la posibilidad creíble de que un gobierno distinto, digamos popular, es no sólo necesario sino factible.
Los grupos del poder no le concedieron a la sociedad la mínima opción por el riesgo y el cambio de signo en la política y la conducción del Estado. Pensaron por ella y decidieron en consecuencia, arrimando pronto al remedio el nada inocuo palito de la orden ejecutiva al Ejército nacional de pasar a las armas para hacer la guerra. Y ahí empezó a arder, primero a fuego lento y ahora a fuego graneado, nuestra Troya deshilachada y maltratada por tanta mudanza inconsulta y apresurada en busca del Grial del mercado libre y la globalización bien portada.
La población politizada y convencida de la imposición no cejó y, si vive asustada como manda el vademécum de la contención de multitudes, no lo ha mostrado ni ha entrado en estampida; su dirigencia puede seguir presumiendo su vocación pacífica, aunque su verbo pueda parecer a muchos estentóreo. El resto, que debe ser la mayoría social y tal vez política, porque ahí se dan cita las más diversas adherencias políticas e ideológicas, vive el temor como cotidianidad y no parece tener más horizonte que la incertidumbre feroz, incandescente, de la violencia que se desparrama y ahoga las conjeturas de todos, del que la ha sufrido y del que sabe que al rato le puede tocar.
La sociedad atemorizada es a la vez sociedad airada que de vez en vez se torna iracunda pero contenida, no en las sierras o los llanos ardientes de Rulfo sino en las calles, los barrios, las residencias y los colegios de las ciudades, donde el milagro globalizador parecía haber empezado a tomar cuerpo. Y sin embargo de todo esto, la elite del poder se empeña en creerse sus propias leyendas inspiradas en la peor politología de los modernos, las series o los suplementos de sociales o financieros por ella misma financiados, y no tiene más respuesta ante el remolino que nos alevanta que apelar a la imagen, la percepción y, pronto vendrá, la brujería y el ensalmo.
No hay comunicación entre la cúpula desnuda de legitimidad y las diferentes parcelas donde se tejen la sociedad nacional real y la posible. Arriba, pierden la cabeza y su control sobre los pies; abajo, se cocina más de una prueba de Dios en las que debemos esperar (y aspirar) prive la sensatez del que sabe que la violencia es mala consejera y peor compañera.
Pero el reto es mayúsculo y no podrá encararse con patéticos llamados a confundir la normalidad con la tontería, ante una sociedad que del pasmo pasará a la indignación, tal vez sin más aviso.
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