Cristina Pacheco
Se
le cierran los ojos. A Lucila le gustaría experimentar la misma
somnolencia por las noches. Las pasa en vela, con la radio encendida al
volumen más bajo, para oír un programa musical larguísimo. Al
principio, cuando el locutor promete a su público siete horas de
los más variados ritmos, Lucila se pregunta si aún estará viva para el momento en que toquen Marea baja, la melodía que anuncia el fin de la emisión.
Entregada a la pereza matinal, Lucila decide olvidarse de la rutina
diaria: pesarse, subirse a la bicicleta estacionaria, meterse bajo la
regadera, enjabonarse con la mano derecha mientras que con la izquierda
se aferra al tubo cromado que le evitará una caída de consecuencias
dramáticas, si no es que mortales.
Se abstendrá también de ir al comedor. Aún no está lista para
responder a las preguntas de sus amigas. En el Complejo las noticias
vuelan. A estas horas sabrán que ella está de regreso y querrán que les
aclare el porqué de su tan inesperado y pronto retorno. No piensa
decírselos ni tiene fuerzas para inventar un motivo aceptable. Punto.
No irá al comedor.
II
A las 10 de la mañana, tendida en su cama, Lucila siente
la dicha infantil que la embargaba los días en que, por un leve
malestar, no iba a la escuela y permanecía en casa disfrutando los
cuidados de su madre. Cierra los ojos, se vuelve hacia la pared y
desliza la mano bajo la almohada. Sonríe al tocar sus lentes. En los
cursos de autodefensa (l7 horas, galletitas y café) le han dicho que
debe tenerlos siempre al alcance, lo mismo que el timbre de alarma, el
ansiolítico y las llaves.
Murmura la recomendación imitando la voz de la instructora. Ese
ejercicio le da plena conciencia de hallarse en el 2 B, su antiguo
departamento en el Complejo Alcántara. Esta será su segunda estancia
allí. Puede quedarse el tiempo que guste, recibir visitas, irse de
vacaciones; pero le negarán un tercer ingreso si no informa de su
partida con 30 días de anticipación.
Pasó por alto ese requisito a principios de marzo, el miércoles en
que le pidió a su hija Marina que fuera a recogerla porque no deseaba
quedarse allí
ni un minuto más, aunque eso significara perder la renta adelantada. Para no dar nuevas molestias a Marina y a Eduardo, su yerno, pensaba irse a vivir a una casa de huéspedes o un hotel modesto. (Podía permitirse esa libertad gracias a la pensión que le dejó su esposo y a la herencia de su hermana Jacinta, qepd.)
Marina logró convencerla de que no lo hiciera; en cambio, no
consiguió que su madre le explicara su repentina salida del Complejo.
Lucila lo tenía muy claro, pero no hallaba las palabras para decirlo
sin descubrir la importancia que había adquirido su amistad con Mateo.
III
Es jardinero en el Complejo Alcántara. Todo los martes se presenta a
las ocho de la mañana y se va a las tres de la tarde. Cuando se la
ofrecieron, Lucila no aceptó la ayuda de Mateo, pero de paso a la
capilla o al comedor lo saludaba o le hacía algún comentario amable.
Su
trato adquirió un giro más personal cuando Lucila fue a pedirle ayuda
con las azucenas rojas que había sembrado en su jardín y se le estaban
marchitando. A la vista de las flores agónicas Mateo pronunció su
veredicto:
falta de abono y abundancia de caracoles. Lucila dijo no saber cómo solucionar el segundo problema y él se ofreció a eliminar la plaga con un insecticida de uso delicado.
A partir de ese día, sin darse cuenta, empezaron a entablar una
amistad ligera, bien acotada. Los temas de conversación eran mínimos:
el transporte público, la inseguridad, tiempo que no alcanza, la
familia. Lucila se enteró de que Mateo había perdido a su único hijo
cuando el muchacho acababa de cumplir 24 años, sin colmar su sueño de
convertirse en ingeniero.
Lucila habló a Mateo de su hija Marina, directora de una escuela
para niños con discapacidad, y de su yerno Eduardo: subgerente en una
fábrica de telas. Recién viuda, había aceptado vivir con ellos sin
jamás plantearse que las cosas pudieran ser distintas. Pero una mañana,
al pasar frente a una casa en renta, se había asomado al interior. Al
ver la estancia amplia y alegre imaginó cómo la decoraría si fuera
suya. Anheló tener un espacio propio y empezó a buscarlo.
Al enterarse, Marina se sintió rechazada. Lucila le aseguró que a su
lado era feliz pero necesitaba vivir sola: a sus 77 años jamás había
tenido esa experiencia. Su hija le recordó los inconvenientes y
peligros que podían acecharla en caso de que realizara sus planes.
Lucila prometió buscar una solución intermedia. La encontró en el
periódico donde leyó el anuncio del Complejo Alcántara. Era lo ideal
para ella: tendría un departamento con jardincito al frente, servicio
de hotel, atención médica, posibilidades de convivir con nuevas
amistades. Así fue, pero Lucila nunca se imaginó que entre ellas se
encontraría el jardinero.
La relación con Mateo fue haciéndose especial. Sus conversaciones
también. Él aportaba largos silencios, sonrisas, miradas, gruñidos y
una que otra palabra. Lucila, en cambio, se desbordaba hablándole de
sus experiencias; cuando no lo hacía era como si nada le hubiera
sucedido, como si hubiese muerto antes de escuchar las últimas notas de
Marea baja.
Sin querer reconocerlo, Lucila pasaba los días esperando a Mateo. La
mañana de un martes se descubrió frente al espejo pintándose los labios
y considerando la posibilidad de teñirse las canas. Eso bastó para que
se diera cuenta de que estaba fomentando una situación absurda. Decidió
terminarla. Para eludir a Mateo se hizo la enferma. Al día siguiente le
pidió a Marina que la alojara en su casa.
Permaneció allí ocho semanas. La convivencia con su hija y su yerno,
como siempre, fue tersa, pero Lucila pensó que no era suficiente, le
faltaba algo: su espacio, su jardín, los prolongados silencios de
Mateo. Ayer volvió al Complejo Alcántara. Espera, ilusionada, que
pronto llegue el martes.
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