Editorial La Jornada
Con la última reunión de
procedimiento de los comités nacionales de normalización de Economía y
Salud, culminó ayer el proceso de aprobación de la nueva norma oficial
sobre el etiquetado de alimentos y bebidas no alcohólicas prenvasados,
por lo que únicamente es necesaria su promulgación por parte del
Ejecutivo federal para su entrada en vigencia. La
NOM-051-SCFI/SSA1-2010, conocida como de
etiquetado frontalestablece, entre otras medidas, un sistema de octágonos de advertencia que deberán colocarse en todos los alimentos y bebidas procesados con altos contenidos de sustancias nocivas para la salud: azúcar añadida, sal, grasas, grasas trans, calorías y edulcorantes.
Para entender la importancia de la legislación aprobada por el
Congreso de la Unión en octubre pasado, cabe recordar que la
Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la
Agricultura (FAO), el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia
(Unicef), la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización
Panamericana de la Salud (OPS) calificaron estas modificaciones legales
como
la regulación más avanzada en materia de etiquetado de productos alimenticios y bebidas no alcohólicas, y que la misma ha sido saludada también por instituciones académicas y de combate a la obesidad tanto en México como a nivel internacional.
En contraste, la norma ha enfrentado (y deberá enfrentar en las
semanas por venir) una encarnizada oposición por parte de los grupos
empresariales con fuertes intereses económicos en la elaboración y
comercialización de los denominados
alimentos chatarra, cuyo consumo se busca desincentivar a través de un etiquetado que no deje lugar a dudas acerca de sus daños potenciales. Como ya se ha vuelto casi un acto reflejo de los sectores carentes de razón, pero sobrados de recursos económicos, esta batalla contra el etiquetado basado en criterios científicos y de salud pública tuvo como estrategia central la judicialización por la vía del amparo, con lo cual lograron retrasar la puesta en marcha de esta medida urgente.
Resulta deplorable que los intereses económicos se pongan por encima
de la vida y el bienestar de millones de ciudadanos, pero, además, debe
remarcarse que la defensa de estos productos con el argumento de
proteger la economía constituye una descarada falacia, pues las
enfermedades causadas por los alimentos y bebidas procesados de bajo o
nulo valor nutricional tienen un costo inmensamente mayor que los
beneficios que reporta su venta. Así lo reflejan, por ejemplo, los
estudios del Observatorio Mexicano de Enfermedades no Transmisibles
(Oment), según los cuales un adulto de 45 años con obesidad y
prediabetes puede llegar a invertir hasta 65 mil pesos al año en gastos
médicos de tratamiento, un gasto devastador entre una población cuyos
ingresos anuales promedio ascienden apenas a 61 mil 896 pesos. A escala
social, la diabetes y otras enfermedades asociadas al sobrepeso y la
obesidad acarrean una pérdida de 400 millones de horas laborales
anuales, equivalentes a 184 mil 851 empleos de tiempo completo.
Por último, resulta de una especial pertinencia que la nueva norma
avance en la coyuntura presente, cuando se sabe que la obesidad, la
diabetes, la hipertensión y los males cardiovasculares, todos ellos
asociados de manera directa con una alimentación deficiente, son
factores de riesgo en el agravamiento de la infección causada por el
coronavirus Covid-19. En este contexto, cabe esperar que los sectores
empresariales reacios a la reforma cesen su oposición irracional y
trabajen en la creación de productos adecuados a las necesidades
nutricionales de la población mexicana.
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