4/25/2011

La calle es mala madre

Asfalto, droga, golpes y olvido son los componentes de la vida diaria de cientos de jóvenes en el DF. La segunda generación de niños de la calle subsiste en medio de abusos, violencia y marginación.

Foto: Archivo

Un grupo de mariachis apura el último tequila en la Plaza Garibaldi del Distrito Federal (DF). Mientras los turistas se deleitan con canciones de José Alfredo Jiménez, muy cerca de allí y sin que nadie lo vea, un niño trepa como un gato por la cornisa de un edificio en ruinas. No hay muros externos y lo que queda de los departamentos no es más un esqueleto de cemento formado por cuatro paredes grafiteadas que nadie se detiene a observar. Es difícil imaginar que haya algo interesante entre los escombros de esa construcción, ni mucho menos que sobre ellos haya adolescentes de 14 años que comparten colchones mugrientos.

Uno de esos niños se llama, digamos, Moisés. No responde a las preguntas sobre su pasado porque a pesar de su corta edad tiene demasiadas espinas clavadas en el recuerdo. Guarda silencio mientras inhala una y otra vez un sucio papel rociado con algún solvente y saca los puños por las mangas de un suéter dos tallas más grande que él. Sólo al hablarle de Oliver Twist, el clásico literario de Charles Dickens, Moisés parece despertar reconociéndose en ese joven londinense que vagaba por los pueblos y afilaba la imaginación para conseguir unas migas de pan. “Era un chavo de la calle como yo. Si escribiera un libro contaría todas las aventuras que he vivido con mis amigos, cómo mi madre y las monjas del orfanato me golpeaban…”.

La versión moderna de Oliver Twist habla poco, apenas para contar que salió con seis años de una casa a la que nunca regresó. Dice que ahora tiene 14, pero miente o la desnutrición le ha impedido crecer durante los últimos tres años. Debajo de sus pantalones (dos tallas más cortas que él) deja ver unos tobillos extremadamente delgados y cubiertos de roña. Más allá de la distancia entre el México de hoy y la Inglaterra del siglo XIX, a Moisés y a aquel personaje de ficción los une una historia común ajena al paso del tiempo: la miseria de los callejeros.

El gobierno dice que son 100 mil en todo el país, pero quizá la mejor referencia sean los 500 mil adictos crónicos que ha detallado la última Encuesta Nacional de Adicciones, o quizá los cientos de familias que van engrosando los índices de pobreza hasta llegar a 50 millones. Se ocultan en los rincones más insólitos de las ciudades de México, y se dejan ver casualmente mientras “escalan” montañas de desechos para alcanzar un colchón, abren una alcantarilla o vagan por vías de tren cubiertas de maleza. Niños o adultos, los hijos de la calle son una masa anónima definida por tres palabras: asfalto, droga y olvido.

Calle aledaña a la Plaza de San Pablo en el centro de la  capital.
Calle aledaña a la Plaza de San Pablo en el centro de la capital. Foto: Jesús Quintanar
EN LOS BRAZOS DE LA DROGA

Moisés y sus cerca de 20 compañeros se ganan la vida limpiando vidrios o haciendo malabares en los semáforos, referentes para medir a una población que poco a poco ha invadido las señales luminosas del DF. Algunos especialistas hablan de “huérfanos sociales”. A la vez que huían de familias desestructuradas, el Estado se alejaba de ellos, lo que acabó con el único referente social que les quedaba, si es que algún día existió. “Una simple remodelación urbana es suficiente para llevar a cabo auténticas campañas de limpieza social. No importa dónde acaben. El gobierno mexicano ve a chavos consumiendo droga en la vía pública, pero no lo considera como un fenómeno social sino como un vicio”, afirma Luis Enrique Hernández, director de El Caracol AC, organización con más de 15 años de experiencia entre poblaciones callejeras.

El Caracol ha facilitado el acceso de M Semanal a todos los grupos de jóvenes que aparecen en este reportaje. Muchos de ellos han vivido políticas de exclusión social con palabras, golpes y marginación, al tiempo que creaban redes de supervivencia para hacerles frente. El instinto por recuperar lo poco que tienen les hace regresar siempre al mismo lugar o, en el peor de los casos, a extender los cartones muy cerca de allí. Para Enrique Hernández, la calle es el hogar de estas personas, aunque no hay puertas para protegerlas y su situación empeora con el paso del tiempo. “Ya hay adultos con barba que mendigan diciendo que son niños de la calle. Los que conocíamos como tales ya han crecido, se han hecho mayores y tienen hijos que han nacido también en la calle. Es la segunda generación de callejeros, y a ellos se van sumando cientos de jóvenes cada año”.

El fenómeno migratorio de los años cincuenta llevó al Estado de México a miles de familias que buscaban un futuro en la ciudad, y acabó lanzando a cientos de mendigos a las calles. El goteo que ha alimentado la mendicidad desde entonces no ha parado, aunque la actual crisis económica haya sido un azote que ha elevado hasta 30 por ciento el número de personas que viven en la vía pública, según estimaciones de Juan Martín Pérez García, director de la Red por los Derechos de la Infancia en México (Redim), para quien, en este sentido, “la crisis en México no ha cesado en 30 años”.

La forma que tienen esos niños de enfrentarse a la vida ya no se reduce a la búsqueda de alimento. Las drogas empiezan a hacerles estragos, en especial los solventes químicos y el crack, una mezcla de cocaína disuelta en amoníaco que, al fumarse, llega directamente a la sangre y multiplica el efecto. Descalcificación de manos y dientes, parálisis de las extremidades o estados depresivos son algunos de los efectos inmediatos del consumo de este tipo de sustancias. Las secuelas a largo plazo son todavía imprevisibles: “En los laboratorios potencializan los efectos de las drogas, y el daño es más temprano. Hay gente que ha bebido toda su vida pero está funcional; sin embargo, un chavo que toma esas drogas a los tres años ya tiene el cerebro destrozado”, afirma la doctora Ligia Cuevas, directora de la clínica de rehabilitación Quinta Satori, en Cuernavaca, Morelos.

En la actualidad no existe una legislación que impida a los menores de edad acceder a sustancias químicas que pongan en peligro la salud y su vida. “La persecución de drogas tradicionales como la marihuana o la cocaína ha dejado de lado el problema de otras sustancias como el solvente inhalable, el más usado entre la población callejera. Conseguirlo es tan sencillo como llegar a cualquier tlapalería y pedir un frasco de PVC”, explica el director de El Caracol.

Muchos inventan su pasado, lo exageran o lo callan, pero las estadísticas dicen que la mayoría tuvieron padres alcohólicos o drogadictos, fueron maltratados y con 12 años decidieron abandonar sus casas para vivir en el asfalto, expuestos a la droga, la prostitución, la indiferencia del Estado y la muerte prematura. El 27 de septiembre una joven indígena otomí de 14 años, Juliana Arroyo, murió de un infarto por consumo de solventes. El diagnóstico médico hablaba de hipocalemia, niveles bajos de potasio en la sangre que llevan a paralizar las extremidades y, en los casos más graves, el corazón. Desde los 12 años Juliana se fue de casa y encontró un nuevo hogar en las calles del Estado de México. Después de haber sido hospitalizada por consumo de solvente, el Centro de Asistencia e Integración Social Torres de Potrero la rechazó por ser menor de edad. Juliana regresó a la calle, donde siguió consumiendo sustancias tóxicas hasta encontrar la muerte.

Foto: Mónica González
SIN DERECHO A LA VIDA

Las palabras “abrazo” o “afecto” no están entre el vocabulario que Jesús (otro nombre ficticio) utiliza para hablar de su infancia. Cuando trata de recordar su vida de siete años, encuentra a su tío poniéndole los dedos en los cables de la luz cuando no leía bien, o a su abuela recordándole que iba a acabar muriéndose por las drogas, como su padre. Jesús tiene hoy 21 años y habla con completa indiferencia del maltrato, algo que se ha convertido en un hábito para él: “Conocí el vicio a los 14. Yo palabreaba en las micros y sacaba dinero para meternos en un hotel y consumir piedra… La policía pasaba con mangueras y nos echaba agua para que nos fuéramos de la calle. He pasado por varios centros de rehabilitación y en algunos nos encadenaban los pies, nos hacían caminar ‘de changuito’, nos golpeaban…”.

A Jesús le tiemblan las manos como a un anciano cuando habla. Hace tiempo perdió el pulso, la dignidad y la idea de un futuro decente. Sólo piensa en el ahora, en salir adelante: mendigar algunas monedas, limpiar coches o vestir de payaso por los semáforos para siempre tener en el bolsillo unas gotas de solvente. Vive en un céntrico barrio del DF, donde comparte colchones con cerca de 50 personas más. Lo menos gris de los 20 metros de asfalto que han ocupado es un colorido altar a San Judas Tadeo, el santo de las causas imposibles. Pero los milagros pocas veces suceden en la calle.

En menos de seis meses Jesús ya ha visto morir a dos compañeras. Una de ellas, Claudia Martínez, conservaba la lona donde solía pasar alguna noche con sus compañeros cuando los extrañaba. Ella y su novio decidieron dejar de dormir en la calle y rentar un cuarto en Chimalhuacán para empezar una nueva vida al lado del hijo que estaba a punto de nacer. No les dieron oportunidad. A las dos de la madrugada del pasado 27 de agosto, Carlos llamó a una ambulancia porque la joven iba a dar a luz. Pasaban los minutos y nadie llegaba, por lo que el novio decidió trasladarla él mismo al hospital más cercano. Claudia fue rechazada en dos hospitales (de la Mujer y Rubén Leñero) antes de que la atendieran en un tercero, el Gregorio Salas. Cuando lo hicieron era tarde. Consiguieron salvar al bebé, pero ella entró en coma y murió. Tenía 23 años. “Claudia padecía preclampsia (hipertensión arterial que complica el embarazo), pero es algo que tiene tratamiento. Fue una negligencia médica y discriminación por consumir droga. La maternidad ejemplifica muy bien lo que puede llegar a ser la vida de una persona que vive en la calle”, relata Manuel, sociólogo y trabajador social de El Caracol.

Cinco meses antes de la muerte de Claudia, en el mismo lugar, una chica de 23 años, Jazmín, empezó a vomitar sangre. Había estado 18 días en el hospital Rubén Leñero con diagnóstico de tuberculosis miliar. Pudo salir una vez, pero cuando volvió a entrar ya era demasiado tarde. Los jóvenes pelearon sin éxito el cuerpo de su compañera durante tres semanas para poder darle sepultura. Mientras tanto el Servicio Médico Forense (Semefo) enviaba el cuerpo de Jazmín a Oaxaca confundiéndolo con el de otra joven que había muerto el mismo día y cuyos restos eran reclamados desde el estado sureño. Regresaron el cadáver a la capital, pero los compañeros sólo pudieron llegar al panteón para dejar unas flores a los pies de una joven que siguió vagando en territorio de nadie aun después de su muerte.

Las estadísticas indican que la mayoría de los jóvenes que viven en la calle tuvieron padres alcohólicos o drogadictos.
Las estadísticas indican que la mayoría de los jóvenes que viven en la calle tuvieron padres alcohólicos o drogadictos. Foto: Mónica González
¿DESPLAZAMIENTO O REINSERCIÓN SOCIAL?

Se estima que el costo de una persona en rehabilitación por consumo de drogas o alcohol ronda los 10 mil dólares, sin contar los gastos que puedan surgir por alguna enfermedad durante el proceso de consumo. La Secretaría de Salud cierra los ojos ante el problema y ha dejado en manos de anexos la atención a personas con problemas de drogadicción. Algunos de ellos, conocidos como “fuera de serie”, utilizan el insulto, la violencia y hasta la muerte para “desintoxicar”. “En los temas sociales el Estado no tiene inversión, no tiene infraestructura. Toda esa población vulnerable depende de las instituciones sociales privadas. Es una especie de ‘no te presiono’, o ‘no te exijo’ porque tú me estás ayudando o me subsidias un asunto donde yo no tengo inversión”, afirma Juan Martín Pérez.

La última propuesta para sacar a los jóvenes de la calle proviene del Instituto de Asistencia e Integración Social (Iasis). Consiste en la creación de una colonia de casas-taller en la delegación Gustavo A. Madero, donde se pretende crear un espacio para reintegrarlos ofreciéndoles una vivienda y la supervisión de educadores, psicólogos y médicos. Según el director del Iasis, César Cravioto, la prueba se va a hacer con 30 jóvenes ubicados en la esquina de las calles de Humboldt y Artículo 123, el único grupo que se mantiene en el centro histórico del DF. Falta conocer si realmente se trata de una verdadera política de reinserción social o es sólo una nueva forma de desplazar a los jóvenes creándoles guetos en zonas marginales.

Laura tiene muchos motivos para desconfiar cuando se habla de “gobierno”. Esta adolescente de 18 años, compañera de Moisés y adicta al solvente inhalable al igual que él, relató hace poco más de un mes cómo logró escapar de un centro de seguridad donde la policía la tenía retenida con su hermana. Dice que agentes policiales ofrecieron cinco mil pesos a cada una de ellas si declaraban en contra de una mujer acusada de trata de blancas. Ellas manifestaron no conocerla pero calibraron su necesidad, aceptaron el dinero y, finalmente, mintieron. Nadie les dijo que después de su declaración iban a ser ingresadas en un centro de alta seguridad y que, “por el momento”, no saldrían de ahí. Laura logró escapar y llegar al único lugar donde puede sentirse segura: el edificio en ruinas de Garibaldi.

Samuel Mayo

No hay comentarios.:

Publicar un comentario