12/03/2018

¿Reformismo o barbarie?



En la actual coyuntura, con Donald Trump en la Casa Blanca y dada su adicción a los combustibles fósiles y su negacionismo climático −y a la deuda que tiene con los intereses de las megacorporaciones del sector, Exxon Mobil y Chevron, fundamentalmente−, en nombre de la seguridad nacional, la territorialidad de la dominación geopolítica está centrada en la militarización de la política energética de Washington y enfocada a la máxima extracción y explotación posible de petróleo y gas natural libres de restricciones y regulaciones, como vía para conseguir que Estados Unidos se asegure la dominación del mundo.
Junto con el sector de los hidrocarburos, la inserción de México en el modelo del imperialismo extractivista de comienzos de siglo, convirtió al sector minero en el cuarto más importante en ingresar divisas al país, después de la industria automotriz, el petróleo y las remesas. Tras la promulgación de la nueva ley minera por Carlos Salinas de Gortari en 1992 y el proceso de privatización del sector, que propició una mayor participación extranjera en la exploración y explotación de minerales, sucesivos gobiernos mexicanos repartieron cientos de concesiones dando inicio a un nuevo ciclo de pillaje.
De las 288 compañías mineras extranjeras que operan en México, 208 son canadienses; a la cabeza figuran Goldcorp, New Gold, Alamos Gold, First Majestic Silver y Fortuna Silver Mines. Asimismo, a raíz de las privatizaciones y el remate de las compañías del sector público y de reservas minerales, surgirían tres grandes compañías mineras mexicanas: Minera Frisco, de Carlos Slim; Industrias Peñoles, de Alberto Baillères, y Grupo México, de Germán Larrea. Ni más ni menos que el primero, el tercero y el cuarto hombres más ricos de México.
La llegada de la megaminería y otras formas de extracción de capital a las llamadas regiones de refugio (Gonzalo Aguirre Beltrán), habitadas por comunidades indígenas y familias rurales pobres que practican una agricultura de subsistencia, desató conflictos por cómo deben ser gobernados esos territorios y por quién; por el significado que deben tener esos espacios. Pero el telón de fondo estructural de tales conflictos surge de las políticas neoliberales que dieron al capital trasnacional acceso a los recursos minerales del país mediante regulaciones mínimas, permitiéndole utilizar tecnología de punta que envenena y/o destruye el ambiente (contaminando el agua y el aire), al tiempo que despoja a las comunidades de su patrimonio, poniéndolas en manos de compañías privadas.
Desde que en 2003 David Harvey advirtió que la guerra y la acumulación por desposesión eran los mecanismos primordiales del capitalismo del siglo XXI, se recrudeció en México la privatización de la tierra y la expulsión forzada de poblaciones indígenas y campesinas. Se legalizó la conversión de los derechos de propiedad ejidal o comunal en derechos exclusivos de propiedad privada, lo que en el marco de un proceso neocolonial e imperial de apropiación de recursos naturales, derivó en una creciente supresión de formas alternativas (indígenas) de producción y consumo. El neoextractivismo implicó un nuevo cercamiento de los bienes comunes de la tierra y el agua, separando a los productores directos de sus medios de producción con el propósito de extraer y explotar y beneficiarse de los recursos humanos y naturales movilizados en el proceso.
A escala regional, desde comienzos de siglo existen dos modelos a discusión sobre el neoextractivismo. Uno es el adoptado por gobiernos de países como Colombia y México, con base en el Consenso de Wa­shington (ahora de Davos), que requiere de la inversión extranjera directa a gran escala, la participación de la plutocracia y el apoyo activo por parte del Estado. Es el modelo que hizo megamillonarios a Slim, Baillères y Larrea, entre otros.
El segundo modelo, construido por economistas de la Cepal, adoptó la forma de un extractivismo progresista con desarrollo incluyente (nacionalismo de los recursos o activismo estatal incluyente). Ese modelo, como lo han sintetizado James Petras y Henry Veltmeyer, se basa en un pos-Consenso de Washington sobre la necesidad de traer de regreso al Estado interventor, estableciendo un mejor equilibrio entre el Estado y el mercado para producir una forma más incluyente de desarrollo (neodesarrollismo), preocupado por y centrado en la reducción de la pobreza extrema.
Dicho modelo, aplicado con matices por los gobiernos progresistas de Evo Morales, en Bolivia, y Rafael Correa, en Ecuador, se asienta en la creencia de que aunque necesite ser reformado, el capitalismo es el sistema operativo más eficiente, combinado con la preocupación por un mejor equilibrio entre el mercado de los grandes capitalistas (plutonomía) y el Estado. Como sostienen Petras y Veltmeyer, se cree que ese equilibrio se asegura con una dosis juiciosa de inversión extrajera directa y una mezcla de desarrollo capitalista amigable con el mercado, inserción de la economía local en circuitos de producción y cadenas de valor globalizados, responsabilidad empresarial social y ambiental y una pizca de nacionalismo y activismo estatal incluyente. En otras palabras, capitalismo populista o una mezcla de capitalismo con socialismo. Una suerte de nuevo Estado benefactor.

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