Cristina Pacheco
–¿Qué pasa, hija? Los hacía en Veracruz.
Artemisa, aún en ropa de playa, va a su encuentro y la abraza. Hortensia puede aspirar el olor a aceite de coco que emana la piel requemada de su hija. Tras la cajuela abierta Samuel les sugiere que entren en la casa, él se ocupará de las maletas. Artemisa le hace un guiño a su madre y le confiesa que durante el viaje su marido se había portado de lo más divino, al punto de que en un restaurante los tomaron por recién casados.
–Imagínate, mamá: recién casados con dos hijos que son casi adultos. ¿Melisa y Jorge te llamaron por telefóno?
Hortensia dice que sí, para avisar que no regresarían de Oaxaca hasta el viernes próximo. Artemisa envidia su libertad de jóvenes solteros con padres generosos. Se echa la bolsa al hombro, entra en la casa y le pregunta a su madre qué estaba haciendo antes de que ellos llegaran.
–Tomándome mi cafecito y batallando por comerme un pan –lee un reproche en la mirada de su hija y se adelanta: Ya sé que debo alimentarme bien, pero tú sabes: cuando uno está solo no se le antoja comer. Ahora que llegaron ustedes sentí apetito: ¿qué te parece si hago unos huevos a la mexicana para los tres? Me imagino que salieron de Veracruz en la madrugada y que traerán hambre. Artemisa se acaricia el talle. Calcula haber engordado por lo menos dos kilos y es que en Veracruz había comido como loca, pero siempre pensando en ella, en su madre. Le asegura que cada mañana, cuando iban a desayunar a La Parroquia, le decía a Samuel: Lástima que mi mami no haya venido con nosotros. Le hubieran encantado el jugo de naranja, el café con leche y los huevos divorciados
.
–Nada más con lo que dices, y con verlos, se me hizo agua la boca. Anda, siéntate mientras preparo los huevos. En la jarra hay café y creo que todavía está caliente.
Desde la cocina Hortensia sigue escuchando la voz precipitada de su hija y sus jadeos mientras descarga su bolsa porque quiere entregarle los regalitos que le compraron. Ojalá le gusten. Hortensia asegura que para ella el mejor regalo es tenerlos de regreso, verlos contentos, pero sobre todo sanos y salvos, porque en estos tiempos hasta en Veracruz, un paraíso, están pasando cosas terribles. Artemisa le suplica que no hable de tragedias, no soporta una más. Durante sus vacaciones ella y su marido no habían visto tele ni periódicos para no enterarse de tantos horrores.
II
Sobre la mesa, entre platos y tazas, hay envolturas y regalos: un llavero en forma de pez-gato, un platón con la leyenda Recuerdo de Veracruz
, una jarocha en miniatura de terracota y un collar de semillas que, según Artemisa, le sentará muy bien a su mamá.
Durante el desayuno Samuel y su mujer se alternan para contar los capítulos más emocionantes de sus vacaciones: la visita a San Juan de Ulúa, al acuario, a la casa de Agustín Lara; los paseos por Boca del Río, Playa Norte, el malecón y el largo rato que se pasaron en Puerto de Pescadores, viendo las olas estrellarse contra la escollera.
A Hortensia todos esos nombres le recuerdan la etapa de su vida junto a Ricardo y Artemisa, aún pequeña. Tiene fotos que documentan las horas felices. Es el momento propicio para sacarlas del ropero y mostrarlas, pero Samuel no le da tiempo:
–Ya nos acabamos el café. Artemisa: ¿por qué no haces otro con el que trajimos de Veracruz?
Hortensia se ofrece a prepararlo. Su hija vendrá cansada del viaje y de todo el trajín de las vacaciones, que también resultan fatigosas. Artemisa se levanta, toma los platos sucios y besa a su madre en la frente:
–De ninguna manera. Tú te quedas sentadita, platicando con tu yerno –radiante, se dirige a su esposo: –Samuel, cuéntale de la noche en que te pusiste a cantar con aquel trío que encontramos en Mocambo.
–Luego, luego –responde Samuel con expresión modesta. –Y usted, Hortensia, ¿cómo pasó estos días?
–Extrañándolos, pero muy contenta y descansando también un poquito.
Desde la cocina Artemisa la llama mentirosita
. La conoce, sabe que es industriosa como una hormiga y de seguro se habrá pasado todo el tiempo arreglando sus cosas y haciendo composturas en la casa. Después de una pausa le pregunta si fue suficiente el dinero que sacaron de su cuenta de banco para que lo utilizara mientras ellos estaban fuera. Hortensia asegura que sí, a su edad no hay mucho en qué gastar. El único lujo que se dio fue comprarse un perfume.
–Se llama Paraíso. Llevaba años buscándolo Pensé que lo habían descontinuado y por eso, cuando lo vi en la vitrina de la farmacia, lo compré sin pensarlo. La botella es de estilo antiguo precioso. Espérenme, se los voy a traer para que lo vean. –De camino a su cuarto Hortensia se detiene y los mira sonriente: –Hacía años que no desayunábamos todos juntos en sábado... Bueno, faltan mis nietos, pero ya regresarán.
III
Aretemisa y Samuel interrumpen su conversación en cuanto Hortensia vuelve al comedor con el frasco de perfume en la mano. Sonriente, les pregunta si es inoportuna. En tal caso se irá a su cuarto. Lo que ellos tengan que decirse es más importante que cualquier otra cosa. Su yerno se levanta y le ofrece una silla:
–No diga eso. Estábamos comentando lo del viaje.
Hortensia le entrega a Artemisa el frasco de perfume.
Vuelve a ponderar la botella de vidrio azul que le recuerda unos vasos que había en la casa de sus padres. Cuando era niña le encantaba mirarlos en la repisa del comedor.
Atravesados por los rayos del sol le parecían mágicos.
Artemisa destapa el perfume y aspira el aroma. Le parece muy dulce, demasiado floral. Samuel interviene:
–A tu mamá le gusta.
Hortensia dice que por eso lo compró y además porque a Ricardo, su difunto, le encantaba. La evocación romántica fracasa en la pregunta que le hace Artemisa: ¿cuánto le costó?
–Setecientos. –Ve la expresión asombrada de su hija: –¿Qué? ¿Te parece mucho? A mí también, pero valió la pena el gasto. ¿Cuándo voy a encontrar otra vez este perfume? Huele a gardenias y me recuerda tantas cosas...
–Sí, ya nos dijiste que los vasos que había en tu casa...
Extrañada por el tono de reprimida impaciencia con que habla su hija, Hortensia se vuelve hacia su yerno. Le pide su opinión acerca del perfume, si también piensa que ella hizo mal comprándolo.
–Hortensia, no soy quién para decírselo. Además es su dinero y usted puede gastarlo como mejor le convenga. ¿No piensas tú lo mismo, mi vida?
Artemisa se remueve en su asiento y se muerde los labios como siempre que duda, pero al fin responde:
–Pues sí mi amor; pero en la situación actual creo que todos tenemos que ser muy cuidadosos con nuestros gastos, en especial mi mamá, que está recibiendo réditos tan bajos en el banco. Un día se le acaba el dinero que le dejó mi papá y entonces ¿qué?
Samuel dice que para eso están ellos, para ayudar a Hortensia en caso necesario. Artemisa le agradece el gesto y le recuerda que en este momento ellos pueden auxiliar a Hortensia gracias a que los dos tienen trabajo, pero si un día los despiden...
Hortensia inclina la cabeza y murmura: Hay asilos
. Artemisa le dice que no exagere, que no se ponga así sólo porque ella le advierte lo que puede sucederle en caso de que siga derrochando el dinero.
–Derrochando... –repite Hortensia y mira a Samuel: –Gastar 700 pesos en un perfume, ¿le parece a usted derroche?
Artemisa se adelanta. Reconoce que se excedió empleando ese término y le pregunta a su madre por qué se le ocurrió comprarse un perfume cuando se encontraba sola y podía presentársele una emergencia: un médico, medicinas, tal vez un hospital. Hortensia no parece escucharla. Sólo repite varias veces: ¿Por qué lo compré?
Hasta que al fin encuentra la respuesta:
–Una mañana me puse a arreglar mi ropero. Hallé sólo ropa vieja, recibos, avisos del banco y notas de la farmacia: pastillas, cápsulas, ampolletas, supositorios, laxantes... Entonces me dieron ganas de poner entre esos papeles uno que me hiciera olvidar mis enfermedades y al mismo tiempo me recordara que soy una mujer pese a mis años, a mi viudez... –Hortensia toma el frasco de perfume y lo contempla: –No pueden imaginarse la alegría que sentí cuando guardé entre el montón de notas de farmacia una que dice perfume Paraíso
.
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