El niño de 12 años, Cyril Catoul (un Thomas Doret agilísimo, estupendo), es sin embargo una figura más cercana, por su necesidad de comprensión y cariño, al pequeño nómada de orfelinato en la cinta de Pialat. Desde las primeras secuencias de El chico de la bicicleta, asistimos a los intentos desesperados de Cyril por encontrar a su padre (Jéremy Renier, actor fetiche de los Dardenne), quien de mil maneras elude la responsabilidad de ocuparse de su hijo. De manera fortuita, el niño conoce a Samantha (Cécile de France), quien decide encargarse de él los fines de semana, poniendo en riesgo su propia relación amorosa debido al carácter a ratos intratable de su protegido.
La acción transcurre, novedosamente para lo que acostumbran los directores de Rosetta y El niño, durante el verano, en una región luminosa de la provincia belga. No hay en Cyril una aspiración por romper el yugo de la autoridad, sino por el contrario el anhelo de ser aceptado por la figura paterna, o por su sustituto inmediato (un joven delincuente que lo inicia en el robo y la violencia), o por la joven Samantha a la que continuamente desobedece y maltrata, pero cuyo cariño solicita también humildemente. Una escena emotiva muestra a Cyril, lastimado por el desdén paterno, golpeándose la cabeza en el interior de un auto. En estos momentos de seca intensidad los Dardenne están más cerca del vigoroso registro realista de Maurice Pialat, cineasta que merece ya una nueva revisión de su filmografía. A propósito de El chico de la bicicleta, se ha mencionado la semejanza de su epílogo con el de la película Los olvidados, de Luis Buñuel. Aunque hay en la trama similitudes fortuitas, el tono intimista de los Dardenne y la inteligente exploración de personajes complejos, limita la comparación y restituye a la película su carácter de obra muy personal, dramáticamente vigorosa. El aprovechamiento en la pista sonora de un breve fragmento del concierto Emperador, de Beethoven, es magistral. Muy merecido el gran premio en el pasado festival de Cannes.
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