El fotógrafo Rodrigo Moya cuenta la historia del
puñetazo que le propinó Vargas Llosa a García Márquez.
Foto: Rodrigo Moya
Publicado originalmente en el diario mexicano La Jornada:
Martes 6 de marzo de 2007. Tal vez Gabriel
García Márquez sea el más popular de los mortales, porque es asombrosa
la cantidad de gente que en una reunión o fiesta cualquiera se refiere al escritor como “el Gabo”, como si lo conociera de toda la vida o fueran primos hermanos del premio Nobel. Algunos hasta hablan de él como “el Gabito”,
pero en más de una ocasión he descubierto a ciencia cierta que dicha
familiaridad es ficticia, y que quienes lo tratan con tal confianza
quizás lo han leído de cabo a rabo, pero nunca han cruzado una palabra
con él.
Mi madre, Alicia Moreno de Moya, sí que podía
referirse a Gabriel García Márquez y a Mercedes Barcha, su esposa, como
amigos muy cercanos, y referirse a él como mi Gabito o Gabo de mi alma, y a Mercedes como Meche linda,
o mijita linda, y en medio de cualquier diálogo soltar un ¡eh Ave
María!, o unos más contundentes carajos y varios pendejos, que a veces
eran de cariño, y a veces simplemente una especie de sustantivo o
calificativo de difusas connotaciones.
Y es que Alicia era una colombiana de Medellín, una
antioqueña de pura cepa, una auténtica paisa, como la definía el propio
García Márquez. Él y Mercedes la querían como una de los mejores
representantes de la colombianidad en México, por allá a principios de
los años 60 del siglo pasado, cuando lo conocí en aquella casa de mi
madre que era una especie de embajada paralela de Colombia en México,
cuando la oficial estaba ocupada por los militares de la dictadura en
turno.
En alguna de aquellas fiestas de intelectuales y artistas de destinos aún inciertos, el tal Gabo no
me cayó muy bien que digamos. En plena reunión él se tendió en uno de
los largos sofás, la cabeza apoyada en el brazo acodado, y desde esa
posición como de marajá aburrido sostenía escuetos diálogos, o emitía
juicios contundentes o frases entre ingeniosas y sarcásticas.
Estaban
aún lejos Cien años de soledad y el premio Nobel, pero el
paisano de mi madre se comportaba ya con una seguridad y cierta
arrogancia intelectual que no a todos agradaba. Poco después leí La hojarasca, y luego Relato de un náufrago, y El coronel no tiene quien le escriba,
y todo lo que escribiría a lo largo de los siguientes casi 50 años, y
entendí entonces porqué aquel tipo de bigote y gestos como de fastidio
y pocas pero contundentes palabras como de frases célebres, podía
recostarse en el sofá en medio de una ruidosa tertulia y decir lo que
le viniera en gana.
Por aquellas tertulias en la casa materna fue que
tuve cercanía amistosa con García Márquez, con Mercedes y sus hijos
adolescentes, Rodrigo y Gonzalo. Yo sí tenía el derecho de llamarlo Gabo, pero nunca llegué a llamarlo Gabito,
pues de alguna manera lo he visto como un gigante al que no le van los
diminutivos. Siendo fotógrafo y amigo, no le pedí alguna vez que posara
para mí, y cuantas veces los visité en su casa fue sin la cámara en el
hombro. Ahora tal vez me arrepiento.
Por eso, fue natural que el 29 de noviembre de 1966 el Gabo apareciera
por mi apartamento en los Edificios Condesa para que le tomara algunas
fotografías para ilustrar la solapa o la contraportada del libro que
había terminado después de dos años de trabajo, y estaba ya en manos de
los editores. Llegó acompañado de nuestro mutuo amigo Guillermo Angulo,
quien había sido mi maestro, pero en esos años trabajaba como cónsul de
Colombia en Estados Unidos. El saco que había escogido Gabo para
aquella sesión era despampanante, y estuve tentado de sugerirle mejor
una foto en camisa arremangada o prestarle una de mis chamarras, pero
usaba la prenda con tal naturalidad que adiviné que la amaba y así las
fotos se hicieron a su manera. La foto era para Cien años de soledad,
cuya edición se preparaba en Buenos Aires. Pero nadie sabía, quizás ni
él mismo, lo que ese título significaría en la historia de la
literatura.
Casi 10 años después, el 14 de febrero de 1976,
Gabriel García Márquez volvió a tocar el timbre de mi casa, ya por
distintos rumbos, en la colonia Nápoles, para que le tomara otras
fotografías. Esa vez lo notable no era el saco de cuadritos, sino el
tremendo hematoma en el ojo izquierdo y una herida en la nariz, causada
por el puñetazo que dos días antes le había propinado su colega y hasta ese momento gran amigo Mario Vargas Llosa.
El Gabo quería una constancia de aquella agresión, y yo era el fotógrafo amigo y de confianza para perpetuarla. Claro que pregunté azorado qué había pasado, y claro también que Gabo fue evasivo y atribuyó la agresión a las diferencias que ya eran insalvables en la medida que el autor de La guerra del fin del mundo se
sumaba a ritmo acelerado al pensamiento de derecha, mientras que el
escritor que 10 años después recibiría el premio Nobel, seguía fiel a
las causas de la izquierda.
Su esposa Mercedes Barcha, quien lo
acompañaba en aquella ocasión luciendo enormes lentes ahumados, como si
fuera ella quien hubiera sufrido el derechazo, fue menos lacónica y
comentó con enojo la brutal agresión, y la describió a grandes rasgos:
En una exhibición privada de cine, García Márquez se encontró poco
antes del inicio del filme con el escritor peruano.
Se dirigió a él con
los brazos abierto para el abrazo. ¡Mario…! Fue lo único que alcanzó a
decir al saludarlo, porque Vargas Llosa lo recibió con un golpe seco que lo tiró sobre la alfombra con el rostro bañado en sangre. Con una fuerte hemorragia, el ojo cerrado y en estado de shock, Mercedes y amigos del Gabo lo
condujeron a su casa en el Pedregal. Se trataba de evitar cualquier
escándalo, y el internamiento hospitalario no habría pasado
desapercibido. Mercedes me describió el tratamiento de bisteces sobre
el ojo, que le había aplicado toda la noche a su vapuleado esposo para
absorber la hemorragia. Es que Mario es un celoso estúpido, repitió
Mercedes varias veces cuando la sesión fotográfica había devenido
charla o chisme.
Según los comentarios que recuerdo de aquella
mañana, mientras ambas parejas vivían en París los García Márquez
habían tratado de mediar los disturbios conyugales entre Vargas Llosa y
su esposa Patricia, acogiendo sus confidencias. Como suele suceder, los
consejos o comentarios de la pareja colombiana rebotaron hacia Vargas
Llosa cuando éste volvió al redil y se reconcilió con su esposa.
Y lo
que sea que se hubiese dicho o sucedido, el caso es que el peruano se
sentía gravemente ofendido, y su furia la resolvió de aquella manera
expedita y salvaje. Guarda las fotos y mándame unas copias, me dijo el Gabo antes de irse. Las guardé 30 años, y ahora que él cumple 80 años, y 40 la primera edición de Cien años de soledad,
considero correcta la publicación de este comentario sobre el terrífico
encuentro entre dos grandes escritores, uno de izquierda, y otro de
contundentes derechazos.
* Rodrigo Moya nació en Colombia en 1935 y se
naturalizó mexicano. Es uno de los fotógrafos más importantes en la
historia contemporánea. Entre su trabajo destaca la documentación de
los movimientos guerrilleros, incluido un libro con material hasta
aquel entonces inédito de fotografías del Che Guevara, y su
colaboración con Salvador Novo en trabajos de crónica urbana
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