Héctor Tajonar
MÉXICO, D.F. (Proceso).- La pequeñez ética y política de la mayoría de los parlamentarios mexicanos, así como el sometimiento del Poder Legislativo al Ejecutivo mediante diversas formas de cooptación, son el reflejo inequívoco de la baja calidad de nuestra democracia. Ello hizo posible la atropellada aprobación de las reformas estructurales.
En el discurso pronunciado durante la ceremonia de
promulgación de las leyes secundarias de la reforma energética, el
presidente Enrique Peña Nieto destacó que dicha legislación había sido
la más analizada de la historia del Congreso mexicano: el debate en
ambas cámaras duró 170 horas, durante las cuales hubo mil 350
intervenciones de legisladores de todas las fuerzas políticas. En
efecto, la numeralia, al igual que la aritmética legislativa, pueden
ilustrar lo que el propio mandatario consideró como un orgullo de que
“nuestra democracia ha dado grandes frutos”. (Entre otros, el de la
autocomplacencia y la sordera ante la crítica.)
Es indudable que la aprobación y promulgación de la
legislación secundaria en materia energética supone en sí misma un
logro de la actual administración que pone fin a décadas de inmovilidad
en el sector, además de haber sepultado al máximo símbolo del
nacionalismo revolucionario. No obstante, ello no implica un avance
democrático ni impone límites certeros al predecible crecimiento
exponencial de la corrupción en el nuevo andamiaje institucional
surgido de la reforma; ni mucho menos garantiza que el principal
beneficiario del prometido edén petrolero será el pueblo mexicano,
quien supuestamente sigue siendo el dueño del patrimonio energético de
la nación. Acotemos el optimismo desbordado.
No es gratuito que las cámaras de Diputados y Senadores
sean las instituciones con menor credibilidad y respetabilidad del
país, incluso por debajo de la policía. Las encuestas confirman el
rechazo ciudadano por quienes ocupan las curules del Congreso mexicano
sin cumplir con las responsabilidades y la representatividad propias de
su cargo. Una de las justificadas causas de dicho repudio es la
proclividad de los legisladores mexicanos a ser cooptados. Esa
inclinación al soborno ha sido confirmada por las recientes
revelaciones hechas por el diputado Ricardo Monreal acerca de las
escandalosas partidas presupuestales que los miembros de la actual
legislatura se han asignado, aparte, claro, de los jugosos emolumentos
y prestaciones de los que disfrutan por cumplir con el alto honor de
servir a sus representados y a la República, con la responsabilidad,
inteligencia y honradez que los caracteriza. Vaya descaro.
En su cinismo, los “representantes populares” pretenden
seguir sirviéndose con la cuchara grande. El proyecto de presupuesto de
la Cámara de Diputados para 2015 contempla, entre otros, los siguientes
rubros (en millones de pesos): Alza de liquidaciones de fin de
legislatura, 250; Subvenciones especiales, 100; Bono por desempeño a
diputados, 500. En total, un incremento de 30%, equivalente a 2 mil 25
millones de pesos respecto al presupuesto de 2014 (Reforma, 12/07/14).
Falta el visto bueno de la Secretaría de Hacienda. Tal desmesura debe
ser frenada, y parece que ya empiezan a recular.
La ligereza de los legisladores de pacotilla, sumada a la
habilidad de cooptación de los políticos priistas, hizo innecesaria la
cláusula de gobernabilidad –tan defendida por los nostálgicos del
salinismo– para la aprobación de las reformas estructurales. Se trata
de un triunfo de la simulación democrática, no de la democracia. Ha
comenzado la carrera hacia el 2015 y el 2018. Por tanto, la prioridad
será vender al electorado los logros reales o ficticios de las reformas
con miras a recuperar la hegemonía perdida.
Está a la vista la restauración de un autoritarismo
camuflado bajo el disfraz de una renovada democracia de fachada. El
primer gran paso está dado. Como en el salinato, estamos frente a un
proceso de modernización económica con estancamiento político y
ausencia de un auténtico estado de derecho. Perestroika sin Glasnost.
Falta la otra parte del cambio: el que tiene que ver con la
transparencia, la prevención y el combate a la corrupción, el fin de la
impunidad selectiva y de la aplicación de la ley con criterios
políticos; de la verdadera división de poderes y del respeto
irrestricto a la libertad de expresión sin censura de hecho a través de
boicots publicitarios.
Es necesario transitar de la cultura del cinismo al
impero de la legalidad y de los valores democráticos (no de su remedo).
Decía Montesquieu: “Cuando se quieren alterar las costumbres y maneras
no cabe hacerlo por medio de leyes”. En el mismo sentido, el
historiador Edmundo O’Gorman criticaba la fe de los liberales del siglo
XIX mexicano en “el efecto mágico de la ley”. No nos convertiremos ipso
facto en una nación moderna mediante el simple cambio que implican las
reformas estructurales de largo aliento que se han promulgado.
Sin duda es indispensable esforzarse por hacer realidad
lo que está plasmado en las reformas, con sus aciertos y errores,
limitaciones y simulaciones: aumentar la competencia y la
productividad, propiciar el crecimiento económico que derive en
creación de empleos bien remunerados y en una disminución de la
desigualdad. Pero no basta con ello. Igualmente importante es el cambio
de paradigma político hacia la cultura de la legalidad. Sin eso, la
verdadera transformación de México quedaría trunca. La condición para
lograrlo es que los reformadores se reformen a sí mismos para cambiar
su mentalidad autoritaria. Ello requiere visión de Estado. ¿Un
imposible?
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