Cristina Pacheco
Las muchachas y yo llevamos años
de conocernos. Con todo y eso hay cosas en las que no logramos ponernos
de acuerdo, en particular cuando hablamos de Coral. Ni siquiera
coincidimos en cuanto a su edad. Unas creen que debe haber andado por
los cincuenta cuando falleció, pero yo le calculo un poquito más. La
forma en que mis compañeras hablan del asunto me choca, entre otras
razones, porque ninguna se atreve a decir
Coral se murió.Prefieren:
se nos adelantó en el camino,
se nos fue,
ya no es de este mundo,
dejó de sufrir.
Conociendo a Coral me pregunto qué hará en el otro mundo si de
verdad ya no padece luego de que se pasó la vida entera –o al menos la
porción de ella que conocí– mortificada por todo: las guerras, el
desempleo, la inseguridad, el maltrato a los niños, las mujeres
desaparecidas, los suicidios en aumento. Tal vez lo hacía para no
pensar en sus problemas, que deben haber sido bastantitos.
Se le extraña, me cae que sí. A nosotras, mientras esperábamos
clientes en la Plaza de Loreto, nos hacía reír con sus puntadas. No
estoy diciendo que hiciera chistes al estilo de la Márgara, no. Me
refiero a las cosas que le sucedían y nos las contaba de una manera muy
natural, muy inocentona. Por ejemplo aquello del papel sanitario que un
mono le robó o el capítulo de la dentadura postiza que el dichoso Tigre perdió en el hotel.
Todavía lloro de risa imaginándome a Coral, grandota como era,
arrastrándose por todo el cuarto para buscar la dentadura de su cliente
mientras que él, en calzoncillos y con calcetines, lloraba diciendo:
“Mi señora sabe que nada más cuando entro en acción me quito
la prótesis por temor a ahogarme. Si me le presento sin dientes
adivinará que estuve con otra mujer y entonces sí no me la voy a
acabar.”
Gracias a Dios Coral encontró la placa en una de sus pantuflas.
Aunque ya estamos grandes, a ninguna de nosotras se nos ocurre salir a
trabajar en chancletas. A ella sí –lo hacía por los juanetes– pero me
consta que cargaba sus sandalias en una bolsa de plástico por si al
cliente se le antojaba que se las pusiera a la hora de la verdad. Hay
hombres muy idiáticos a los que les gusta eso.
¿No me cree? Yo tuve un cliente que venía expresamente desde Omitán
para quedarse conmigo los primeros viernes de cada mes. Se animaba sólo
con verme puestas las sandalias que habían sido de su mujer. Me
quedaban muy mal porque la difunta, que en paz descanse, había sido de
pie grande, y yo calzo del dos y medio. Conseguir zapatos de mi número
es bien difícil, por eso tengo que ir con Elías Raso para que me haga
mi calzado.
Coral siempre me chuleaba mis zapatos y yo a ella los broches que se
ponía en la cabeza para agarrarse el pelo. Tenía mucho, bien crespo,
tirándole a cobrizo. Lo conservó hasta el fin, o sea hasta el día en
que se nos adelantó en el camino.
II
¿Era jueves o viernes cuando la enterramos? Ya ni me
acuerdo porque los días se van como agua. Lo que sí tengo claro es que
entre todas hicimos una colecta para sus misas. Fueron nueve a las
siete de la noche. Lo bueno es que la iglesia está cerquita de la plaza
en donde nos sentamos a esperar: unas desde el mediodía y se van
temprano. A mí me cae mejor presentarme después de las seis de la
tarde, aunque luego tenga que irme nochecito, corriendo peligro y a
veces sin haber sacado ni cincuenta pesos, que es mi tarifa más baja.
Este
asunto es como todos los negocios: tiene sus temporadas buenas y otras
malas. Nosotras sabemos que durante las fiestas patrias –quizá porque
en septiembre llueve mucho– los clientes escasean; sin embargo, nos
presentamos a la chamba y de acuerdo con la fecha nos ponemos rebozos,
moños, adornitos tricolores para animar el ambiente. Pero ha habido
ocasiones en que ni por esas salimos adelante.
Me acuerdo de un mes de septiembre en que llovió tanto como ahora y
hacía bastante frío. Estábamos bien tristes, apagadas y sin que nadie
nos pelara, así que decidimos irnos temprano a nuestras periqueras. Nos
despedimos. La única que se quedó en la banca fue Coral. Se me hizo feo
dejarla sola y la invité a comernos un pozole en la fonda de Genovevo.
De seguro estaría abierta porque ese hombre no baja la cortina ni el
primero del año.
III
Coral y yo éramos las únicas clientas. Ordenamos rápido.
En eso que entra a la fonda una pareja con un chamaquito bien simpático
vestido de Cura Hidalgo. Se sentaron cerca de nosotras y pudimos oír
que sus papás se burlaban de él porque no había aceptado quitarse el
disfraz que le pusieron para el festival de su escuela.
Nos reímos, pero noté que el gesto de Coral no era precisamente de
alegría. Aunque sé que no le gusta hablar de sus asuntos personales le
pregunté en qué pensaba.
–En un l3 de septiembre. Yo estaba en quinto año cuando me vistieron
como a ese niño. Y es que el compañero –Efraín Pons se llamaba– que iba
a presentarse en el festival de la escuela como Padre Hidalgo se
enfermó y no pudo asistir. Urgía encontrar a alguien que ocupara su
sitio. Me eligieron porque como era la más altota del grupo a nadie más
le quedaría el disfraz de Hidalgo. No fue fácil ponérmelo: el greñero
que tengo se me salía de la peluca y sólo con un montón de pasadores
lograron escondérmelo muy bien. De todas formas la maestra Sarita me
indicó que al ondear la bandera procurara no mover la cabeza.
Me gustó ver a Coral tan contenta, riéndose y hablando de sus cosas
como nunca lo había hecho. Eso y el pozolito caliente me alegraron,
pero más seguir oyendo a Coral:
–No creas que mi cabello fue el único problema. Tuve otro y para ese
no hubo arreglo. Siempre fui una niña muy desarrollada. A los once ya
tenía senos –y bastante grandecitos. La maestra Sara, quien me ayudó a
vestirme, no logró aplanarme y tuve que aparecer en el escenario como
un cura pechugón... Algunas personas entre el público se rieron y me
puse muy nerviosa. Temblaba.
Coral se mordió los labios. Creí que iba a llorar. En vez de hacerlo me sonrió:
–No sé cómo le habré hecho, amiga, pero me controlé y seguí muy
tiesa, como de palo, a fin de que no se me desprendiera la peluca. Al
final del número mis maestros me felicitaron y mis compañeritos como
que me vieron de otra forma. Todo cambió gracias a mi Padre
Hidalgo: mis bajas calificaciones no impidieron, como otros años, que
participara en el festival; mi estatura, que siempre había sido motivo
de burlas y de que me llamaran
caballona, se convirtió en una ventaja porque gracias a eso pude hacer el personaje más importante aquel l3 de septiembre.
Le pregunté a Coral si guardaba fotos de su actuación. Me dijo que
sólo una y prometió mostrármela alguna noche. Nunca lo hizo ni lo hará.
El tiempo no le alcanzó. Los días, como usted bien sabe, se nos van
como agua.
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