Las calles son un aparador continuo. Sobre la banqueta se exhiben fierros viejos, trastos, cubiertos, zapatos, floreros y reproducciones enmarcadas que hasta hace poco tiempo adornaban comedores y salas particulares. Junto a los quicios se muestran computadoras, muebles, televisores y los equipos de sonido que en mejores épocas alegraron las celebraciones familiares y las navidades. En las rejas y las ventanas están colgados los accesorios y la ropa.
Los compradores pueden estar seguros de que las mercancías son de buena procedencia porque las conocen desde mucho antes de que salieran a la venta. Pertenecen a vecinos o amigos que se han visto en la necesidad de rematar sus posesiones para cubrir sus necesidades. A modo de consuelo dicen: mejor deshacerse de las cosas que seguir pidiendo prestado o robar
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Al mínimo diálogo que exige el trato comercial se suman las confesiones que ponen al descubierto intimidades y agregan valor a los objetos en venta.
Sistema de conservación
Hilario se fue a Tijuana hace tres años. Al principio me mandaba dinero, no mucho pero de algo me servía. En mayo suspendió las remesas y desde entonces no he vuelto a saber de él. Se salió de la casa de huéspedes en donde vivía y no me dejó recado ni su nueva dirección. Gracias a Dios desde chica aprendí a trabajar y puedo sostenerme, pero con lo que saco haciendo limpieza no me alcanza. Este mes será de muchos gastos. Mi hija quiere que le regale una computadora y por eso me decidí a vender mi comedor. Lo compramos el día en que Hilario y yo cumplimos 10 años de casados pero, míralo, está como nuevo gracias a que siempre lo tuve cubierto con su forro de plástico. La otra mañana me salió un cliente que venía del Sifón pero no cerré el trato. No te miento. Prefiero que mi comedorcito se quede en este barrio, con alguien conocido como tú. ¿Qué dices, te animas? Está bien, te rebajo los 500 pero prométeme una cosa: si Hilario vuelve conmigo algún día, ¿nos vendes de regreso el comedor?
La fiesta lejana
“El domingo me puse a arreglar el clóset y encontré mi único vestido de noche. Es precioso y me encanta pero no soy fiestera. ¿Qué caso tiene que lo guarde? Me lo compré para la boda de Arcadio. Hizo el banquete en un salón y contrató dos orquestas. Mario y yo bailamos desde que empezó la fiesta hasta las cinco de la mañana. Después de la boda nunca he vuelto a ponerme este vestido ni me lo pondré jamás. No creo que me entre. Con la menopausia he engordado muchísimo. Por eso mejor decidí venderlo y ganarme unos centavitos. Llévatelo. ¿Qué talla eres? ¿34? Pues te va a quedar divino.
Si no me crees, entra a mi casa y pruébatelo. Nada más no te fijes en el tiradero. Ah, y por Mario no te preocupes. No sale del cuarto. Allí se la pasa viendo la tele. A veces le digo que se anime, que vayamos a alguna parte, que no se preocupe de que lo vean porque después de todo no es la única persona con muletas. No me hace caso. No quiere levantarse. Cuando lo veo acostado no puedo creer que sea el mismo hombre con el que bailé toda una noche.”
La última cena
“Te lo estoy dejando a muy buen precio. Fíjate en que el cuadro es de madera, y de la buena. Para mí tiene muchísimo valor porque lo hizo mi abuelo Tiburcio. Se pasó meses, puede que hasta un año, tallando las figuras. Para inspirarse, a cada rato me llevaba a la iglesia a ver una pintura de La última cena. Te estoy hablando de cuando yo era un chamaquillo de nueve, 10 años, y pues no entendía qué tanto le miraba mi abuelo al cuadro. Era inmenso, y tenía un marco dorado. Al parecer era de hoja de oro. Eso a todo el mundo le llamaba mucho la atención pero a mi abuelo le valía. Lo importante era la pintura. En cuanto llegábamos a la casa se iba derechito a su taller para seguir trabajando la madera. Me gustaba mucho mirar cómo iban apareciendo las figuras de Jesús y los apóstoles y los detallitos de la mesa, sobre todo los panes. Cuando mi abuelo terminó ni te digo el escándalo que hicimos. Los vecinos entraban a cada rato para ver la obra. Por la noche, cuando nos quedamos solos, le pregunté a mi abuelo porqué se había tardado tanto en lograr esa talla. Me dijo: ‘porque no estaba seguro de si la túnica de Judas debía llevar los mismos pliegues que la de Jesús’. Eso te da idea de la clase de hombre que era. El cuadro no tiene ni siquiera sus iniciales. La firma de mi abuelo era su buen trabajo.”
Luna llena
“Tocadores como éste ya no se hacen y menos con luna biselada. Jamás lo vendería si no fuera porque tengo que pagar un dinero que mi hermano pidió dizque para abrir un negocio. No lo hizo, se largó y me dejó ensartada con la deuda porque de tonta acepté ser su aval. Hasta ahorita llevo cubierta menos de la tercera parte, pero mi primo el Chueco quiere que a más tardar el 20 de diciembre le entregue lo que falta. Por eso me urge tanto vender el tocador. Ay, Lucy, no te imaginas cuánto me duele tener que deshacerme de él.
Siempre estuvo en la casa. A mi madre le encantaba recibir visitas porque todas se maravillaban ante el tocador con sus cajones pero sobre todo con su luna biselada. Es tan bonita que dan ganas de verse en ella. Por eso cada Semana Santa mi madre la cubría con una colcha. Según ella, mirarse en un espejo durante los días santos era un pecado muy grave. A mi hermana Estela y a mí no nos importaba la amenaza con tal de seguir divirtiéndonos. Nuestro juego predilecto consistía en pararnos frente al espejo pintándonos la boca con un dulce de grosella húmedo y actuar como si fuéramos artistas. Una vez que mi madre nos sorprendió nos dijo que acabábamos de cometer un pecado mortal y que tarde o temprano íbamos a pagarlo. Estela, que en paz descanse, sí creyó ese cuento y durante años vivió muerta de pánico. Yo ni caso le hice porque no creo... Oye ¿qué fue eso? Lucy, ¡cuidado! Los pandilleros se están agarrando a pedradas otra vez. Oigan, no tiren para acá. ¿Qué no ven...? ¡Lucy, agáchate! Lucy... ¡Ay, mi espejo!
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