10/02/2016

Mar de Historias: Supervivencia



Cristina Pacheco
Son las seis de la mañana y parece medianoche. En la avenida el tráfico es intenso. Los transeúntes corren hacia la estación del Metro y los paraderos. Por su apresuramiento, Felisa adivina que se dirigen a sus centros de trabajo. Mezclarse con esos desconocidos le produce la ilusión de que va rumbo al taller de costura Silvina, donde permaneció l8 años.
Era tal su costumbre de presentarse allí de lunes a sábado que una mañana, a los pocos meses de verse despedida, se presentó en Silvina. Eusebio, el guardia con el que tantas veces había conversado, la miró con extrañeza y ella tuvo que justificarse inventando que de casualidad pasaba por allí y quiso aprovechar para desearles un buen año a sus antiguas compañeras. La aclaración fue inútil: Eusebio se mantuvo indiferente y le prohibió la entrada. Ante el rechazo, Felisa se preguntó si de julio a diciembre habría cambiado tanto como para que el guardia la desconociera.
Un hombre que casi la atropella le dice a una muchacha: Apúrale, mi vida, que se nos hace tarde. Eso le recuerda a Felisa que debe presentarse en la oficina de Supervivencia antes de las siete. Después de esa hora la fila de pensionados es muy larga y el trámite de identificación se prolonga hasta el fastidio.
Una mañana tardó más de dos horas en llegar a la ventanilla donde un empleado verificaría que ella es quien dice ser –o sea, Felisa Domínguez Martel–, que aún está viva y por lo mismo con derecho a seguir recibiendo su pensión de mil cien pesos.
II
Al bajarse del microbús Felisa se detiene en un quicio y saca los documentos que lleva en una bolsa de plástico. Son copias fotostáticas de su acta de nacimiento, su IFE, la constancia de defunción de su marido y el último recibo de la luz . Es posible que no se las pidan, pero es mejor tenerlas a mano por si las dudas.
Después de caminar unos metros, Felisa siente una lluvia ligera y oprime contra su pecho la bolsa con los papeles que la acreditan. En su opinión, ese trámite sale sobrando. Debería ser suficiente con pararse frente a la ventanilla para demostrarle al empleado que la atienda que ella sigue viva y no es ninguna impostora. Aunque desde luego las hay: le contaron que algunas personas, con tal de recibir mil cien pesos, se hacen pasar por otras.
Eso no le preocupa: sabe que ni ahora ni cuando muera habrá quien pretenda suplantarla: no tiene a nadie en el mundo. Se persigna en memoria de sus muertos y también para agradecer la maravilla de seguir viva a los 79 años. ¡79!, musita, y se apresura hacia la oficina de Supervivencia.

III
La primera vez que acudió allí ignoraba qué iban a preguntarle o si tendría que exponer su pecho para que una encargada sintiera los latidos de su corazón. Se le aceleran con frecuencia. Son como llamados de alguien que desde adentro, en medio de un amasijo de venas, le dice: Alégrate de estar viva y olvídate de todo lo demás.

La frase –olvídate de todo lo demás– resume muchas cosas: pérdidas, decepciones, enfermedades, frustración, soledad. Antes la aliviaba la existencia de Canelo y Memo. Al poco tiempo de quedarse sin trabajo y sin esperanzas de encontrar otro, tomó la dolorosa decisión de regalar sus dos perros a Teté, la hija de la portera.
Vivía con su marido en Santa Clara. A Felisa le resultaba imposible ir tan lejos a visitar a sus animales, pero algunos domingos llamaba a Teté y le pedía que les acercara el teléfono, segura de que ellos, al oír su voz, iban a ladrar como cuando salían a recibirla, a su vuelta del trabajo.
La última vez que Felisa la llamó por teléfono, Teté le dijo con mucha pena que los perros habían escapado saltándose la barda. Después de analizar la huida, Felisa llegó a una conclusión: Memo y Canelo eran listísimos, de seguro podían recordar dónde quedaba su antigua vivienda y pronto arañarían su puerta de lámina para anunciar su regreso.
Hace mucho tiempo Felisa está consciente de que el rencuentro con sus animalitos de compañía es imposible, pero de sólo imaginarlo se le aceleran los latidos del corazón, lo mismo que cuando pasa la prueba de supervivencia y tiene garantizada su pensioncita por otros seis meses: mucho tiempo para quien sólo hace planes de muy corto plazo. “A mi edad –se repite siempre– no hay que echar las redes demasiado lejos.”
La sorprende encontrarse ya ante la oficina de Supervivencia y que no haya nadie haciendo cola. Será la primera a la que atiendan en la ventanilla de verificación. Podrá regresar a su casa antes de lo que esperaba y luego ir a la tienda para hacer sus compras: arroz, frijol, lentejas, azúcar, aceite, papel sanitario, dos latas de sardinas y una mermelada chica de fresa. Pensar en que al fin va a satisfacer un antojo postergado durante meses le acelera el corazón: Alégrate de estar... La voz interior que escucha es sustituida por otra: Señora, ¿qué tiene, qué le sucede?
La bolsa con los papeles que acreditan a Felisa Domínguez Martel caen al suelo.

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