México, la “democracia” bárbara
La “democracia” a la mexicana es peculiar, veleidosa.
Según los cánones, en una forma de gobierno, de organización del Estado democrático, es el pueblo organizado el que tiene el derecho inalienable de gobernarse a sí mismo. En sentido amplio, democracia es una forma de convivencia social donde las personas y sus asociaciones, en condiciones de igualdad, libertad y justicia, definen una agenda de negociación, cambiante en el tiempo, y toman las decisiones pactadas que involucran a la colectividad y que serán legalmente obligatorias para todos los miembros. Las relaciones sociales se establecen de acuerdo con mecanismos contractuales y las leyes protegen los derechos primarios de los ciudadanos, respetando los intereses heterogéneos. El proceso democrático implica criterios como la igualdad y representatividad en la toma de decisiones, la participación efectiva, la comprensión ilustrada, el control de la agenda, la inclusividad. La democracia económica busca un orden dinámico, eficiente, la construcción de las instituciones que garanticen la independencia nacional, la igualdad de oportunidades, la protección de los más desprotegidos, la justicia distributiva en los recursos, los beneficios, el ingreso, la riqueza, que regule la economía y someta el poder oligárquico.
Una democracia representativa o indirecta facilita, crea los mecanismos legales e institucionales que promuevan y estimulen la capacidad ciudadana para asociarse en partidos u otras formas de representación y participación, con el objeto de que puedan influir en las decisiones públicas, las cuales son delegadas a sus representantes, elegidos por el sufragio universal, con procesos electorales regulares. La legitimidad de estos últimos depende del pueblo, y tienen la responsabilidad de defender sus intereses. Ellos están legalmente obligados a rendirles cuentas de sus acciones. Los ciudadanos tienen el derecho de intervenir en todos los niveles de vida política institucional del país, de supervisar a sus representantes, premiarlos, sancionarlos, destituirlos y enjuiciarlos ante su negligencia, ineptitud o corrupción. En un Estado democrático, con equilibrio de poderes y sometido constitucionalmente al imperio de las leyes, los gobernantes están subordinados a los gobernados. En una democracia directa, es el pueblo, organizado y reunido en una asamblea o consejo, quien delibera y toma las decisiones que normarán la vida del cuerpo social. Una democracia participativa y social reconoce jurídicamente las organizaciones de la llamada “sociedad civil” (los consejos económicos y sociales) y crea instrumentos como el plebiscito, el referéndum, la iniciativa popular, la revocación del mandato, el defensor del pueblo, las sindicaturas de empresas públicas, los organismos de auditoría o las oficinas de ética pública, entre otros recursos, para ampliar la participación ciudadana, fomentar la interlocución social, convertir a la población en sujeto político y atenuar los excesos en el ejercicio de poder de los gobernantes.
En su compleja evolución, los regímenes democráticos han incorporado esos principios, reglas y mecanismos en las formas de participación y toma de decisiones, y establecido sistemas de control, limitaciones y contrapesos para asegurar la gobernabilidad, preservar la convivencia social y los derechos básicos civiles y políticos, económicos y sociales, laborales y ambientales, como son el Estado laico garante de la diversidad de credos, el acceso a la justicia y los servicios sociales; el respeto a la propiedad, el trabajo y la vida digna; la libertad individual, sindical, ideológica, de reunión, expresión y participación; el acceso a la información y participación en los medios de comunicación; la protección de las minorías, la búsqueda de la incorporación institucional de los disidentes.
En México, empero, la democracia es como Cristo. Con fe conmovedora, las elites y sus plumíferos hablan de ella todos los días, pero nadie la ha visto ni saben dónde está ni se siente su aureola. Existe el consenso, salvo entre los priistas, que durante el régimen del priismo “nacionalista”, la fisonomía de la “democracia” fue autoritaria, corporativa e intervencionista, aunque, ante la presión social, concedió algunas conquistas liberales, luego de cruentas represiones. Los priistas de pelambre neoliberal corrigieron algunas anomalías de sus predecesores, pero no las despóticas; por el contrario, las reforzaron. Cercenaron los matices democráticos, desmantelaron el intervencionismo estatal y lo sustituyeron por la tiranía del mercado, según las divisas del Camino de servidumbre y la constitución de la libertad de Friedrich A von Hayek, el padre putativo de los neoliberales. La democracia y la libertad ilimitadas sólo conducen al totalitarismo; la democracia sólo “es un medio, un procedimiento utilitario para salvaguardar la paz interna y la libertad individual”; el Estado intervencionista es un “dictador económico” y el “Estado mínimo” es el que defiende el derecho natural de propiedad, limitado por las cláusulas individualistas de un hipotético contrato fundador; la “verdadera libertad” es la del “mercado libre” y su “mano invisible”. El derecho es el instrumento de protección del orden espontáneo, del elemental intercambio. Su praxis, según el maestro, ha sido desreglamentar, privatizar, eliminar los programas sociales, limitar el poder sindical. Para Hayek y sus alumnos, es mejor un régimen antidemocrático que garantice el orden espontáneo del mercado que una democracia planificadora. El sueño oligárquico neoliberal, una mixtura del conservadurismo y el liberalismo económico al estilo de Edmund Burke y Adam Smith, fue realizado en la mayoría de los países latinoamericanos por las católicas y criminales dictaduras militares y los Chicago Boys, pontificado por el clero que equiparó el terrorismo de Estado como la bíblica separación de la cizaña del trigo y que consideró que arrojar vivos a los prisioneros al Río de la Plata desde los aviones y helicópteros era “una forma cristiana y poco violenta” de morir. Los priistas sólo requirieron dosis adicionales de su “democrático” autoritarismo para su versión neoporfirista.
Con la alternancia panista se dice que ahora sí fue realmente alumbrada la democracia. Pero fue malparida; con fórceps. En el parto, le arrancaron al feto otros resabios democráticos y ahora el engendro es más extravagante. Aguzó el perfil autocrático y neoliberal del sistema, y el imperio de la razón fue obnubilado con la apolillada sotana cristera y un esquizofrénico suspiro teocrático.
Con Felipe Calderón, la “democracia” se volvió estrambótica. Con la complicidad legislativa y judicial, y por medio del uso anticonstitucional de las sotanas y las botas, quiso subsanar la legitimidad que no pudo obtener con los votos. Involucró al régimen, los militares y los demás aparatos represivos, en su enloquecida guerra en contra del narcotráfico y, de facto, impuso el estado de excepción. En su marcha hacia la locura, tampoco reparó en subvertir el estado de derecho con su terrorismo de Estado, la guerra sucia en contra de los opositores a su mandato. Es otro Gustavo Díaz Ordaz. Su gobierno se asemeja cada vez más al llamado “proceso de reorganización nacional” de la dictadura cívico-militar que gobernó la Argentina en 1976-1983, empleado para justificar su golpe de Estado del 24 de marzo de 1976. Sin embargo, los golpistas “salvadores” de la patria no pudieron evadir el castigo a sus crímenes de lesa humanidad. Jorge R Videla y Emilio Eduardo Massera están encarcelados a perpetuidad; Reynaldo Bignone, a 25 años; Roberto E Viola, a 17 años; Leopoldo F Galtieri murió en arresto domiciliario. Los militares mexicanos conocen ese destino y por ello exigen inmunidad. Desdichadamente también saben que la ley de punto final y obediencia debida que protegió a los golpistas argentinos sólo fue temporal y, al final, fue declarada inconstitucional y actualmente pueblan las cárceles.
Si alguna vez tuvo una pasión democrática, ésta la sustituyó por su autocracia ilimitada en su marcha hacia la locura, en el campo de batalla, entre la sangre y los despojos de más de 20 mil muertos regados en el país, según cifras oficiales (La Jornada, 30 de abril de 2010), que atisba desde lejos férreamente custodiado, al igual que Fernando Gómez Mont, por eso puede decir “yo me siento a salvo”, a diferencia de millones de mexicanos, en la criminalización y represión de los movimientos sociales. Se sabe que Calderón es un refinado y espirituoso Baco. En 11 meses de 2007, derrochó en alcohol 768.6 mil pesos de nuestros impuestos en sus bacanales, 2 mil 54 pesos diarios (Contralínea 178). Con su ingreso actual, un trabajador que gane un salario mínimo necesitaría casi 35 años de trabajo para acumular dicho total. Ahora también se sabe que, con su terror, también es un santo bebedor de sangre. Se volvió un reputado y sanguinario cortador de cabezas.
En la bárbara “democracia” del Calderón de estilo “discreto, serio y ejecutivo” que observa Enrique Krauze, cobró carta de naturalidad la corrupción, el dispendio, la opacidad, la impunidad, la violencia, la muerte y el creciente e inocultable desprecio hacia la mayoría y las leyes. “Ejecutivo” con la oligarquía, despectivo con la chusma. A más de un año, los padres de los 49 niños que murieron quemados durante el incendio de la guardería ABC, en Hermosillo, Sonora, aún claman justicia y los criminales responsables siguen impunes, protegidos. Las indígenas nañú Teresa Alcántara, Alberta González y Jacinta Francisco perdieron tres y cuatro años de su vida en la cárcel, víctimas de los procuradores de injusticia Arturo Chávez, Eduardo López y Rodolfo Pedraza, hasta que la Corte desnudó sus viles tropelías y aún siguen en sus puestos. Cuatro años después, 12 habitantes de Atenco permanecen detenidos, sacrificados por los abusos del calderonismo y la criminalización del movimiento social; son tratados peor que delincuentes. Veintiséis mujeres que fueron abusadas sexualmente y aún esperan justicia, mientras Enrique Peña Nieto, el delincuente principal de la agresión a los atenquenses, ya se sueña presidente. Calderón y los mandos castrenses, con argumentos risibles, exoneran a los militares que presuntamente asesinaron a sangre fría a los niños Bryan y Martín Almanza Salazar y los estudiantes del Tecnológico de Monterrey. En Oaxaca, la tierra del criminal cacique Ulises Ruiz, una caravana que iba a San Juan Copala, en estado de sitio, es emboscada por el escuadrón de la muerte priista Unión para el Bienestar Social de la Región Triqui; asesinan al finlandés Jyri Antero Jaakkola y la mexicana Beatriz Alberta Cariño, hieren al periodista David Cilia de Contralínea y otras personas, y Calderón se mantiene en una autista indiferencia (Contralínea 181). Si existiera el estado de derecho, hace tiempo que Ruiz y Mario Marín hubieran sido destituidos y enjuiciados. Pero Calderón los apoya, como pago al priismo que legitimó su robo de la Presidencia.
Su “democrática” guerra se sintetiza en detenciones arbitrarias, intimidaciones, torturas, fabricación de culpables, impedimento del libre tránsito, atentados a la libertad de expresión, eliminación de la garantía de presunción de inocencia, ejecuciones extrajudiciales, allanamientos y retenes ilegales, hartazgo y reclamo social, sangre y asesinatos de Estado.
El intento por acreditarse se trastocó en mayor descrédito de la cabeza, el cuerpo y los pies del sistema de Calderón, Chávez, Genaro García, Guillermo Galván, Mariano Francisco Saynez, los militares, el Congreso, el Poder Judicial. Con sus terrenales apetitos pederastas, el clero se hundió sólo en su propia escatología.
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