8/13/2011

Estado policial y desprotección ciudadana


Editorial La Jornada
Los cateos realizados la madrugada del jueves en varias residencias del sur del Distrito Federal –entre ellas la del poeta Efraín Bartolomé– confirman la situación de pesadilla que enfrenta el conjunto de la población en el país: ésta no sólo se encuentra sometida al acoso de la criminalidad –cada vez más extendida a pesar de la supuesta estrategia gubernamental para contenerla– sino también a la violación cotidiana de los derechos humanos por parte de las autoridades y a la indiferencia oficial constante a ese respecto.

El hecho registrado en al menos tres domicilios de la delegación Tlalpan dista de ser aislado, si se atiende a la recomendación emitida ayer por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, en la que el organismo observa con suma preocupación que los cateos ilegales constituyen una práctica común de los elementos que integran los diversos cuerpos policiales y las fuerzas armadas en auxilio a las labores de seguridad pública, y considera alarmante la cifra de violaciones a las garantías individuales –3 mil 786 entre 2006 y el presente año– cometidas durante los cateos.

En efecto, más allá de que este atropello haya sido cometido por una dependencia estatal –en este caso, la policía ministerial mexiquense–, el episodio refleja una deficiencia estructural de la estrategia de seguridad pública vigente a escala nacional: la ausencia, como correlato de las acciones policiales y militares puestas en marcha por el gobierno federal y los estatales –estos últimos en el contexto del operativo Conago I– de una política de derechos humanos que garantice la protección de los principios de libertad de tránsito y reunión; la inviolabilidad del domicilio y los documentos y datos personales; la presunción de inocencia y otros preceptos enumerados en la Constitución que han sido recurrentemente violados en el marco de la actual guerra contra la delincuencia.

Por lo que hace a la explicación ofrecida por la procuraduría del estado de México sobre los allanamientos referidos –la violación a los domicilios se habría cometido en el marco de las acciones para desarticular a la banda delictiva conocida como La mano con ojos–, tal intento de justificación resulta improcedente, porque se da a entender que cualquier acción de la autoridad –incluso el atropello de la gente– es válida en aras al fin supremo de combatir a la delincuencia organizada.

En otro sentido, la proliferación de este tipo de situaciones pone de manifiesto la improcedencia de los intentos legislativos por dotar a las fuerzas públicas de un marco jurídico que proteja su accionar en tareas contra la delincuencia organizada, como pretende hacerse mediante la aprobación de la ley de seguridad nacional. Ciertamente, es tarea irrenunciable del Estado combatir al crimen y para ello necesita de instrumentos jurídicos adecuados. Pero, en un país en el que la principal amenaza contra la población ha provenido frecuentemente de la propia autoridad, salta a la vista que con el incremento de atribuciones a las corporaciones militares y policiales nacionales no se logrará más que incrementar la zozobra de la ciudadanía, la cual no gana nada en protección contra la delincuencia pero queda prácticamente inerme ante los abusos de policías y soldados.

Sería injustificable que en el caso que se comenta las autoridades consideraran saldado el problema con el usted disculpe formulado por la procuraduría mexiquense: los excesos cometidos por sus policías deben ser investigados y sancionados conforme a derecho, y las víctimas deben ser resarcidas y compensadas por los atropellos que sufrieron. Desde una perspectiva más general, resulta imperativo que los organismos oficiales y civiles de protección a los derechos humanos, y la sociedad en su conjunto, se mantengan vigilantes para prevenir la posibilidad de que el tan pregonado esfuerzo de aplicación de la ley siga dando lugar a atropellos contra la ciudadanía, y que la lógica del Estado policial se instale en forma definitiva en la circunstancia, de por sí trágica, que vive la población del país a raíz del colapso de la seguridad pública.

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