Editorial La Jornada
En
el proyecto de dictamen de la ley de la industria eléctrica, presentada
ayer en el Senado, se incorporó de última hora la posibilidad de
expropiar terrenos y propiedades particulares, ejidales y comunales,
cuyos propietarios no lleguen a un acuerdo con las empresas
trasnacionales sobre la renta o venta de los mismos. La adición de ese
elemento, ausente en la iniciativa que envió el presidente Enrique Peña
Nieto al Senado, cierra la pinza que se había abierto el pasado lunes
con la presentación del proyecto de ley de hidrocarburos, en el que
también se establece que la exploración, la extracción y el transporte
de petróleo
tendrán preferencia sobre cualquier otra que implique el aprovechamiento de la superficie o del subsuelo de los terrenos afectados a aquéllas.
No deja de ser paradójico que semejantes iniciativas se presenten a
instancias de un binomio partidista –el que conforman el PRI y el PAN–
que en las dos pasadas elecciones presidenciales propaló que uno de los
principales riesgos de un gobierno federal de corte progresista era,
precisamente, la pérdida de certidumbre sobre los derechos de
propiedad. Sin embargo, al amparo de leyes como las propuestas esta
semana, esos mismos derechos quedarían seriamente amenazados, con la
diferencia de que las expropiaciones correspondientes se harían a favor
de las empresas privadas, nacionales y extranjeras, y en detrimento del
país, su población, su economía y su soberanía.
Una consideración fundamental es que, dada la orientación
entreguista y privatizadora de la reforma energética, se abriría una
perspectiva de despojo territorial generalizado por parte de las
empresas de energía, las cuales recuperarían, de ese modo, el control
territorial casi omnímodo de que gozaron hasta la expropiación
petrolera de 1938.
Esa
ampliación del poder fáctico de las trasnacionales sería proporcional a
la pérdida de potestades reales de las autoridades de los distintos
niveles en lo que se refiere al ordenamiento territorial para fines
habitacionales, agrícolas, industriales, económicos, turísticos y de
toda índole que no sea propiamente energética. Lo anterior abre un
panorama gris para la economía nacional: por un lado, es previsible
que, como consecuencia de la reforma energética, el Estado pierda una
cantidad considerable de ingresos derivados de la renta petrolera y la
generación y venta de energía eléctrica, lo que mermará al erario y
afectará la capacidad estatal de fungir como motor del desarrollo y la
actividad económica. Por otro lado, el desarrollo de actividades que
pudieran suplir la pérdida de esos ingresos petroleros estaría en un
estado de amenaza y precariedad permanente, en la medida en que la
disposición de espacio físico para llevarlas a cabo quedaría a merced
de las empresas trasnacionales, las cuales operan sin ningún compromiso
con el país y con el único interés de obtener la máxima y más rápida
ganancia.
En suma, el referido conjunto de leyes no sólo desdibuja aún más la
potestad del Estado sobre los hidrocarburos y la industria eléctrica,
sino también la posibilidad de que la economía nacional pueda
reorientarse a otras ramas para potenciar el desarrollo del país. Dicha
perspectiva resulta sumamente peligrosa para la soberanía del país, su
economía y su sociedad y para sus propias instituciones y autoridades.
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