Por Juan Manuel Vázquez
Chilpancingo, Guerrero.
Miguel Ríos se desangraba a la orilla de la carretera. Tenía cinco
balazos en el cuerpo, pero sólo recordaba con claridad el primero, que
sintió como un golpecito en el codo derecho. Era casi medianoche y
estaba recostado sobre la hierba en ese tramo oscuro a pocos kilómetros
de Iguala, justo donde se abre la desviación rumbo al pequeño municipio
de Santa Teresa. Estaba muy débil. Apenas con fuerzas para mantenerse
despierto por intervalos. Era 26 de septiembre de 2014. La misma noche
en que Iguala se incendió en una cacería de policías municipales y
sicarios que perseguían a estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa,
Raúl Isidro Burgos. Esa noche desaparecieron 43 normalistas de los que
aún no se tiene certeza de su paradero.
Miguel viajaba de regreso a casa con el
equipo de tercera división Avispones de Chilpancingo, un grupo de
futbolistas con edades entre 14 y 18 años. Venían de jugar el partido
inaugural del torneo ante el Iguala FC, a quien habían vencido por 3 a
1. El autobús, un Volvo gris de la empresa Castro Tours, había dejado
la ciudad de Iguala unos diez minutos antes. Eran casi las 11:30 de una
noche que amenazaba con lluvia.
Al llegar a la desviación a Santa
Teresa, el autobús fue emboscado por un comando de hombres armados que
se confundían en la oscuridad. La primera ráfaga descarriló al vehículo
y lo envió a un pequeño barranco junto a la carretera. Los tripulantes
se lanzaron al pasillo y entre los asientos para cubrirse mientras las
balas atravesaban la lámina con un sonido seco, como si granizara,
recordarían algunos jugadores. Adentro todo estaba oscuro y en
silencio. Sin gritos ni súplicas, como si el miedo los hubiera
enmudecido. Nadie del equipo pudo precisar cuántas ráfagas les
dispararon. Sólo recordarían que el atentado apenas duró unos pocos
minutos.
“Era como si unas cosas sucedieran muy
rápido y otras muy lentas”, recordó meses después Miguel Ríos, un
defensa central de 18 años. “Cuando disparaban todo parecía muy
acelerado, pero a la vez sentía que el tiempo se hacía eterno”.
Los atacantes intentaron subir al
autobús, pero no pudieron abrir la puerta; al desbarrancarse había
quedado atorada. No sabían cuántos eran. Sólo alcanzaron a ver a dos de
ellos que intentaron entrar, pero en la oscuridad densa en medio de
aquel paraje no pudieron identificarlos. Como no lograron destrabar la
puerta, dispararon otra vez. Alguien grito desde dentro que no
dispararan, que eran un equipo de futbol. Luego todo quedó en silencio.
Los tripulantes esperaron unos minutos para cerciorarse de que ya no
estaban los hombres armados. Entonces rompieron los vidrios de las
ventanillas y saltaron hacia fuera. Algunos huyeron aterrados para
perderse entre los sembradíos de maíz que crecían junto a la carretera.
Los heridos de gravedad sólo se recostaron en la hierba a esperar
ayuda, pero presas del miedo de que volvieran para rematarlos. De los
26 integrantes de los Avispones que viajaban esa noche, 12 resultaron
heridos en distinto grado. El
chofer Víctor Manuel Lugo Ortiz, de 50
años de edad, murió horas después en un hospital de Iguala. El jugador
de 15 años, David Josué García Evangelista, el Zurdito, murió dentro
del autobús. Según las versiones oficiales y las de algunos
sobrevivientes, los atacantes los habían confundido con estudiantes de
la normal de Ayotzinapa.
Miguel Ríos también saltó desde una
ventanilla para huir hacia el monte como sus compañeros. No sabía que
estaba grave, pero al caer fuera del autobús sintió un tirón en el
estómago. Esa punzada dolorosa le hizo pensar que las cosas estaban
mal. Trató de correr hacia la milpa para esconderse, pero no pudo. Sólo
caminó unos metros y se derrumbó sobre la hierba.
“No sentí nada hasta ese momento y las
piernas empezaron a dolerme”, recordó el jugador. En ese breve instante
sintió miedo. No era un miedo a la muerte, aseguraría después, sino un
temor repentino de que sus aspiraciones de convertirse en jugador
profesional se acabarían esa noche con los balazos en sus piernas.
Tenía una bala en el codo derecho, dos en el abdomen, una en la
pantorrilla izquierda y otra más en el muslo derecho. Algunos de sus
compañeros intentaron detener el sangrado e improvisaron unos
torniquetes con las mismas medias con las que había jugado horas antes.
Miguel todavía pudo llamar a sus padres para que fueran a rescatarlo.
Casi una hora después del ataque, los
padres de Miguel llegaron a aquel paraje y decidieron llevarlo al
hospital más cercano en Iguala, que a esa hora ya sabían que estaba
sumida en el caos. El padre del jugador manejó a toda velocidad su
camioneta bajo una lluvia que se desató con furia. Al llegar a la
entrada de la ciudad un retén policiaco impedía el paso de los
vehículos. A pesar de que les informaron que llevaban a un futbolista
adolescente malherido, les apuntaron con sus armas. La urgencia se
sobrepuso al miedo y el padre del jugador apretó el acelerador sin
importarle la prohibición.
En Iguala tres hospitales rechazaron
atender a Miguel –algunos con el argumento de que no recibían heridos
de bala-. El último al que acudieron les abrió las puertas luego de las
súplicas de la madre del jugador.
“Me aceptaron, pero no quisieron bajarme en la calle porque ya estaba muy feo el ambiente por las balaceras”, recordó Miguel.
“A esa hora no había especialista,
porque al que llamaron no quiso salir de su casa por la situación en la
ciudad y fue un traumatólogo el que me estabilizó”. Esa madrugada le
sacaron dos balas del abdomen. Las demás se las extrajeron unos días
después en un par de cirugías en un hospital de Chilpancingo.
Miguel Ríos relató aquella noche del
ataque después de un entrenamiento con los Avispones en el
Polideportivo de Chilpancingo, la cancha donde juegan como locales. Era
una tarde soleada de diciembre de 2014 y los jóvenes jugadores aún
recordaban con expresiones contradictorias aquella pesadilla. Había en
ellos una tristeza inocultable por la muerte del Zurdito y del chofer
del autobús, pero al mismo tiempo eludían el trauma jugándose bromas
empapadas del humor más negro de su repertorio.
“De nosotros sólo hablaron los primeros días”, dijo Miguel aquella tarde de diciembre.
En octubre –lo había visto Miguel-,
apenas una semana después del ataque, la liga de primera división había
homenajeado al Zurdito con un minuto de silencio antes de los partidos.
Pero también tenía presente que nadie había gastado una palabra por el
chofer del autobús, Víctor Manuel Lugo. Miguel sabía que el clamor de
todo un país que exigía la aparición de los 43 estudiantes normalistas
los mandó al olvido.
“Yo veía los partidos de futbol en la
tele y que le dedicaban un minuto de silencio a David, pero después
sólo se habló de los desaparecidos de Ayotzinapa, se olvidó que esa
noche también nos atacaron a los Avispones”, dijo Miguel pero sin asomo
de reclamo.
“Del chofer nadie se acordó, aunque
para nosotros es como un héroe, porque si hubiera abierto la puerta
quizás habríamos terminado masacrados o también estaríamos
desaparecidos”.
Los Avispones nunca fueron mencionados
en las manifestaciones –dijo Miguel-, nadie llevó un retrato del
Zurdito, y eso los borró de aquella noche de Iguala como si nunca
hubieran existido. Incluso cuando la procuraduría federal dio su
versión en enero de 2015, a la que llamó la “versión histórica”, sólo
se aludió en un video a los Avispones durante 30 segundos. Aparecieron
de manera fugaz como un contexto para la explicación oficial de la
desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa.
Los jugadores de Avispones han
trabajado, con ayuda terapéutica, para olvidar lo que ocurrió en aquel
paraje que parece sacado de una postal campirana, pero que fue el
escenario de un crimen. Sólo quedan las cruces de granito como memoria
del asesinato de David Josué, El Zurdito, y del chofer Víctor Manuel
Lugo. El olvido que necesitó un equipo de adolescentes para seguir con
sus vidas, también los echó de una historia.
La familia del Zurdito no recibió
ningún tipo de compensación que le habían prometido, ni de autoridades
ni de la Federación Mexicana de Futbol. A la familia del chofer, Víctor
Manuel Lugo, la compañía Castro Tours le dio 30 mil pesos por diez años
de trabajo. Miguel Ríos fue admitido en febrero de 2015 en la
Universidad del Futbol en el club Pachuca, su objetivo es convertirse
en jugador de primera división; aún no recupera por completo la
movilidad de los dedos de la mano derecha. Pese a todo, Los Avispones
avanzaron a la liguilla de la tercera división pero fueron eliminados
hace un par de semanas. Aun así, se reconocen como un equipo ejemplar
que supo reponerse en un torneo que no olvidarán jamás.
Como una mala pasada del destino,
Miguel Ríos recordó que la noche del atentado, mientras se desangraba
sobre la hierba y apenas podía mantener los ojos abiertos por el
debilitamiento, quiso olvidarse del horror que vivía en ese momento.
Para reconfortar a un amigo que lo miraba aterrado en ese estado,
Miguel le hizo algunas bromas. Al contarlo sonríe por lo absurdo de la
anécdota. Antes de hundirse en un sueño profundo, le dijo a su amigo
que se tranquilizara y alcanzó a decirle:
“No te preocupes, ya verás que cuando
regresemos a Chilpancingo nos van a recibir como héroes. Ya verás, nos
vamos a hacer famosos”.
PEDRO RENTERÍA
Después del ataque al autobús, el
equipo suspendió la temporada por un par de semanas en lo que se
reponían los jugadores de las heridas. El entrenador, Pedro Rentería
también sanaba de dos tiros que le abrieron el estómago. Cuando
retomaron el torneo, habló con los muchachos y les preguntó si estaban
dispuestos a seguir adelante y mantener los objetivos que se habían
trazado. Todos los muchachos estuvieron de acuerdo.
El calendario se ajustó y Avispones
jugó semanas intensas de doble jornada. El primer partido fue contra
los Bravos de Chilpancingo, a quienes golearon 8 a 0. Para el técnico
ese resultado significaba el deseo de un grupo de jóvenes que querían
dejar atrás una pesadilla. Pero meses más tarde, el ánimo del plantel
empezó a decaer. Rentería lo atribuyó a los lastres que arrastraba la
moral de sus jugadores. Aún hacían eco los tiros sordos de la noche de
Iguala.
“Nos convertimos en un equipo muy
frágil, que salía con mucho espíritu a la cancha, pero que apenas
recibíamos un gol, se me caía todo el equipo”, recordó el entrenador.
Rentería asumió entonces el papel de un
capitán que luchaba para que el barco no se hundiera. Si el equipo no
lograba enderezar el camino, sentía que los muchachos se quedarían
atascados en ese pantano de desencanto. Todavía con el cuerpo encorvado
por las heridas, trató de imprimirles coraje. Hizo a un lado sus
propias dolencias y sus luchas internas.
El rostro macizo y de mirada cristalina
se volvió una máscara que no revelaba lo que lo atormentaba en aquellos
primeros meses tras la muerte del Zurdito. El joven jugador que había
muerto asesinado en la emboscada los había acompañado a Iguala por una
concesión del entrenador. Era un novato que aún no había ganado un
puesto en el equipo, pero el entusiasmo que había demostrado en la
pretemporada y la habilidad que exhibió un día antes del viaje,
conmovió al entrenador. Por eso decidió invitarlo como premio. No
estaba convocado para jugar, pero acompañaría al equipo para el partido
inaugural del torneo.
“Yo sentía mucha culpa después de lo
que nos pasó porque me pidió que lo llevara al partido y yo accedí…
para que lo mataran… yo me quedé con eso”, dijo Rentería con la voz
adelgazada en un hilo que apenas se escuchó.
Pedro Rentería trabajó en terapia para
olvidar. Para dejar atrás esas escenas que durante los primeros días lo
asaltaban durante las noches de insomnio. Para no contagiar a sus
jugadores los remordimientos y el desánimo. Lo que más le dolía al
entrenador era notar la pesada carga que abrumaba a los jóvenes
Avipones.
Como suele declarar la gente del futbol
cuando pierden un partido, el entrenador Rentería quería darle la
vuelta a la página a la peor derrota de sus vidas. Que una vez que
sanaran las heridas del cuerpo empezaran a sepultar el recuerdo de la
noche en Iguala. Aunque estaba convencido de que aquello los
perseguiría por siempre, tenía la esperanza de que pasado el tiempo, y
con la ayuda de la terapia que recibieron por parte del CEAV (Comité
Ejecutivo de Atención a Víctimas) volverían a encontrarle sentido al
futbol, a sus vidas.
“No volveremos a ser los mismo”, dijo
Pedro Rentería una noche de febrero de 2015 en la sala de su casa.
“Porque una agresión como esas nos cambia la vida: todo lo que
teníamos, en cierto modo lo perdemos”.
Pedro Rentería caminaba mejor cinco
meses después de la agresión. Pero aún se encorvaba como si protegiera
su abdomen frágil donde había recibido los tiros. Tenía la voluntad de
recuperarse, pero con la certeza de que ya no volvería a estar en las
mismas condiciones físicas que tuvo antes de que lo hirieran.
“Mi forma de caminar cambió, yo creo que no me voy a recuperar al cien por ciento”, dijo el entrenador.
Algunos jugadores de Avispones miraron
con cierta ironía cómo creció el clamor de una sociedad por la
desaparición de los 43 estudiantes de Ayonzinapa, mientras ellos
desaparecieron de escena. En cambio, el rostro recio de Rentería se
vuelve melancólico cuando dice que, desde su opinión, lo mejor es ser
olvidados. Como si en una de esas la desmemoria de un país borrara
también los propios recuerdos, o al menos les diera el temple para
convivir con las imágenes del autobús encallado en una barranca, del
sonido seco de los tiros en la lámina, del chofer Victor Manuel y el
Zurdito muertos, pero sin desmoronarse. Pedro Rentería lo dijo como
quien pide un deseo irrealizable:
“Eso es lo que queremos: olvidar. Aunque eso no es posible”.
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