Editorial La Jornada
El nuevo embajador
de Estados Unidos en México, Christopher Landau, presentó ayer sus
cartas credenciales al presidente Andrés Manuel López Obrador en
circunstancias inéditas, cuando los gobiernos de ambos países se
encuentran, así sea por razones divergentes o incluso opuestas, en
sendas rupturas con el pasado político reciente. Tanto al norte como al
sur del río Bravo, esos deslindes incluyen, por supuesto, el ámbito de
la política exterior.
Mientras el mandatario republicano parece empeñado en restaurar los
más groseros modales imperiales de la superpotencia, incluso a riesgo de
desbaratar la red de alianzas construidas por Washington desde el fin
de la Segunda Guerra Mundial, el tabasqueño preconiza la recuperación de
los principios que guiaron la actuación de la diplomacia mexicana
durante la mayor parte del siglo XX: defensa de la soberanía,
autodeterminación, no intervención, solución pacífica de las
controversias, igualdad jurídica de los estados y cooperación para el
desarrollo.
Resultan inoperantes, en tales circunstancias, las formas
establecidas por los gobernantes mexicanos del ciclo neoliberal para
gestionar la relación con el vecino del norte, una relación crucial y
determinante para ambos países, y resulta evidente que éstos tienen ante
sí el desafío de desarrollar un nuevo marco para desarrollar los
vínculos bilaterales, tarea particularmente difícil por la personalidad y
el estilo del presidente Donald Trump, tan afecto a generar crisis
sorpresivas con amigos y enemigos, a lanzar agresiones verbales
inesperadas a otros gobernantes y a poner la política exterior de su
país al servicio de sus intereses electorales.
Al recibir al nuevo representante en Palacio Nacional, López Obrador
le expresó el deseo de mejorar las relaciones entre ambos países,
particularmente en el seguimiento de los acuerdos migratorio y
comercial, enfatizó la determinación mexicana de que se haga justicia en
la reciente matanza con motivación racista que se cometió en El Paso,
Texas, ya sea por las autoridades estadunidenses o por las mexicanas, y
exhortó al país vecino a adoptar medidas a fin de garantizar la no
repetición de esa atrocidad.
Antes, y fuera de ese encuentro, el mandatario mexicano ha enviado un
mensaje sutil, pero inequívoco, acerca de lo que su gobierno espera de
un embajador estadunidense, al contrastar las figuras de Henry Lane
Wilson, titular de la embajada entre 1909 y 1913, y de Josephus Daniels,
quien representó a Wa-shington en nuestro país, entre 1933 y 1941; el
primero se involucró activamente en la desestabilización del gobierno de
Francisco I. Madero, en el golpe de Estado de Victoriano Huerta y en
los asesinatos del mandatario y del vicepresidente José María Pino
Suárez, y llevó las relaciones bilaterales a su punto más hostil y
conflictivo; el segundo, en cambio, hizo un sincero esfuerzo de
comprensión y empatía con el país anfitrión, se empeñó en incrementar la
cooperación entre ambos países y tuvo una actuación determinante para
evitar que la exropiación petrolera de 1938 desembocara en una crisis
entre México y Estados Unidos.
Destituido en 1913, Wilson fue investigado en su país por su
responsabilidad en las muertes de Madero y Pino Suárez; el comisionado
para tal investigación, William Bayard Hale, concluyó:
No puede menos que causar pena que esta historia, probablemente la más dramática en que se ha visto envuelto un funcionario diplomático de Estados Unidos, sea una historia de traición, perfidia y asesinato en un asalto contra un gobierno constitucional.
Daniels, por su parte, fue despedido al término de su gestión, en
1941, con una comida en su honor organizada por la Secretaría de
Relaciones Exteriores. En esa ocasión el diplomático afirmó:
Es muy satisfactorio que, como nunca antes en el pasado, los Estados Unidos de América y los Estados Unidos Mexicanos hagan frente a los cambios necesarios sin adhesiones serviles ni a los precedentes ni a la tradición.
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