Leonardo García Tsao
Cannes.
Las dos películas en competencia de ayer permitieron un estudio de
contrastes estilísticos entre la ostentación y la sobriedad. Lo
primero, claro, corresponde al italiano Paolo Sorrentino, quien en Youth (Juventud) nuevamente hace gala de su formalismo, sin llegar al equilibrio entre forma y fondo que caracterizó a su anterior La grande belleza (2013), hasta ahora su logro más redondo.
En esta ocasión, su narrativa se sitúa en un lujoso spa
suizo donde conviven dos amigos octogenarios de prestigio: Fred
(Michael Caine) es un retirado compositor y director de orquesta
británico, quien se niega a brindar un concierto solicitado por la
reina. Mick (Harvey Keitel) es un cineasta que, con un equipo de
jóvenes, intenta ponerle los toques finales al guión de lo que él
considera será su testamento cinematográfico. Ambos comparten recuerdos
y cierta sensación de pérdida.
Caine y Keitel podrían haber interpretado esos papeles en estado de
coma. Pero lucen su profesionalismo proporcionándole un melancólico
anclaje a la muy distendida historia de Sorrentino, que amenaza con
perderse en ruidosos vericuetos que son meros pretextos para ejercer su
especialidad, bellas imágenes –debidas al fotógrafo Lucas Bigazzi–
acompañadas de música estentórea.
Jane Fonda aparece en un significativo cameo como una diva
hollywoodense que se niega a hacer la película de Mick porque tiene una
mejor oferta televisiva, en uno de los mejores apuntes sobre el actual
estado de la producción cinematográfica. Más momentos como esos y menos
digresiones formales hubieran disminuido la disparidad de su
recibimiento en Cannes. El público aplaudía y abucheaba en cantidades
iguales.
En cambio, Shan he gu ren (Las montañas podrían partir),
del chino Jia Zhang-Ke, es un melodrama narrado en forma clásica,
seguramente su realización más convencional a la fecha. Dividida en
tres épocas –1999, 2014 y 2025–, cada una con un tamaño de pantalla
diferente, la película describe los cambios experimentados por una
pareja y su hijo en el contexto del neocapitalismo chino. El padre
(Zhang Yi) es el próspero dueño de una mina de carbón que emigra a
Shangai para seguir su ascenso social; la pareja se separa y la madre
(Zhao Tao) se queda en Fenyang, tratando de tener algún contacto con el
niño. Llamado Dólar, éste crece en Australia y pierde toda noción,
incluso el lenguaje, de su cultura materna.
Jia
cumple las reglas del género no en la ruptura de la pareja, que ni es
mostrada en pantalla, sino en la pérdida del hijo que sufre la mujer,
al mismo tiempo afligida por la muerte de su padre. Si bien no hay el
corrosivo retrato de la corrupción en la China actual de su anterior Un toque de pecado
(2013), que sigue prohibida en su propio país, el cineasta sigue
haciendo la crónica de los tiempos cambiantes. Con agudeza y
emotividad, describe una nueva generación de chinos, como Dólar, que el
expansionismo capitalista ha hecho crecer en el extranjero como
ciudadanos de primera, pero totalmente desarraigados.
Quien asista a las sesiones nocturnas de prensa en la sala Debussy
tal vez se quede perplejo porque al principio de la proyección alguien
o varios gritan
¡¡¡Raúl!!!(o Raoul, más bien). Es una larga tradición surgida en 1991, cuando una chica, trepada en gayola, buscaba en la oscuridad a alguien llamado obviamente Raoul, y se puso a gritar su nombre repetidas veces. Tan desesperados eran sus alaridos que la gente empezó a reírse y a imitarla. Así nacen los rituales entre los ociosos.
Twitter: @walyder
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