Cualquier ciudadano
entiende que para el gobierno federal es muy difícil reconocer el error
cometido con la promulgación de la ley que dio vida a la mal llamada
reforma educativa. Pero reconocer el yerro es el primer paso para
resolver el conflicto magisterial en curso. Un conflicto que cada día se
extiende y agudiza. Y que en los hechos ya se ha convertido en un
movimiento popular y nacional de protesta y movilizaciones contra la
dichosa reforma educativa y, de modo más general, contra las políticas
neoliberales que tanto daño han hecho y siguen haciendo a la inmensa
mayoría de la población: trabajadores, campesinos, empresarios,
estudiantes, jubilados.
Esa insistencia, verdadera necedad, en
no reconocer que se incurrió en un grave error ya ha ocasionado muertos,
heridos, presos políticos, apaleados, gaseados y una severa condena
internacional de la que han sido voceros principales y muy claridosos el
presidente de Estados Unidos, Barack Obama, y el primer ministro
canadiense, Justin Trudeau. Pero el gobierno federal sigue en
su ruta de ceguera y sordera.
Y continúa en el camino de la represión
policiaca, judicial y militar. Y sigue comportándose como si en lugar de
agrias y sonoras censuras, estuviera recibiendo aplausos y
felicitaciones. Empecinado en no corregir su monumental error,
el gobierno está utilizando una argumentación pretendidamente jurídica
pero absolutamente insostenible desde el punto de vista del derecho.
El
gobierno dice que “abrogar la reforma educativa” no está en el ámbito
del Poder Ejecutivo. Pero eso es una falsedad del tamaño del mundo.
Todos los días el Poder Ejecutivo abroga leyes. Para comprobarlo basta
echarle una ojeada a la prensa diaria en general y al Diario Oficial de
la Federación en particular. Este es el mecanismo jurídico
ordinario. El Poder Ejecutivo envía una iniciativa de ley al Congreso de
la Unión para su aprobación por diputados y senadores. Cuando la nueva
ley es aprobada, automática y expresamente queda abrogada la ley
anterior en la materia. De modo que para abrogar la ley que dio
vida a la reforma educativa de Nuño, basta con que Los Pinos envíe al
Congreso una nueva iniciativa de ley de reforma educativa menos
insensata, menos dañina, y menos autoritaria. Como puede verse
fácilmente, el Poder Ejecutivo tiene la facultad de abrogación de
cualquier ley.
Pero, ya se sabe, que no hay peor sordo que el que no
quiere oír; que no hay peor ciego que el que no quiere ver; y que no hay
mayor ignorante que el que no quiera aprender. Pero si desde
el punto de vista jurídico la abrogación del engendro de Nuño no ofrece
ninguna dificultad, el asunto se vuelve un imperativo cuando se observa
políticamente. La abrogación de esa ley absurda y de innegable tufo
fascista es un clamor nacional. Y, también un clamor internacional, como
quedó bien demostrado con las censuras, públicas y contundentes, de los
mandatarios de Canadá y de Estados Unidos.
Ellos saben, como
lo sabemos todos, que según la Carta Magna Mexicana y los principios
generales del Derecho, “ninguna ley tendrá efectos retroactivos en
perjuicio de persona alguna”. Y ocurre que “la Ley Nuño” tiene efectos
retroactivos en perjuicio evidente de centenas de miles de maestros.
Como, por ejemplo, reducir el salario devengado durante varios años por
cientos de miles de profesores por el concepto de carrera magisterial,
una modalidad de ingreso legal, transparente y justa. La abrogación de
la “Ley Nuño” es, pues, un imperativo jurídico. Más claro, ni el agua.
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