Cristina Pacheco
Mi
abuela se llama Victoria. De cariño le decimos Vivi. Goza de muy buena
salud, es inteligente, optimista, generosa y comprensiva. Frente a esas
y otra cualidades tiene un defecto: es intolerante a la mentira, a la
ingratitud y no soporta que alteremos las tradiciones familiares. Si le
fallamos en este aspecto no duda en tomar represalias.
Para hacernos ver su enojo por algo que hicimos mal o no hicimos,
deja de contestar el teléfono por horas y a veces hasta por días.
Cuando se harta de nuestra insistencia responde con voz fingida:
La señora está durmiendo, y cuelga. Conocemos bien esa táctica pero mis hermanos y yo acabamos preocupándonos:
¿Crees que le haya pasado algo?
En algo caben todos los horrores que pueden sucederle a una
mujer de 75 años que renunció a seguir tasajeando su vida para
instalarse durante dos meses con cada uno de sus seis nietos. Harta de
las mudanzas bimestrales un día decidió buscar un alojamiento suyo y
fijo. Con el auxilio de Jerry (mi vecino de ocho años experto en
computación) encontró por Internet Villas Carina y decidió establecerse
allá.
Nos lo dijo hace tres años durante la comida familiar, el último
domingo que le tocaba vivir en mi casa para mudarse el lunes a la de mi
hermano José Guadalupe. La sorpresa fue grande, pero no tanto como el
resentimiento que nos provocó su falta de confianza para pedirnos, ya
no digamos opinión, por lo menos ayuda. Su respuesta abarcó las dos
vertientes de nuestros reproches:
Ya me conocen: cuando me decido, ¡me decido! Además, ¿para qué iba a molestarlos si hay tanta tecnología? Es justo que yo también la aproveche.
II
Pasamos horas de aquel domingo procurando convencer a la
abuela de que renunciara a sus planes. Aunque le reiteramos nuestro
cariño y lo mucho que apreciábamos su compañía, tal como lo suponíamos,
todos los esfuerzos resultaron inútiles. Vivi estaba decidida a mudarse
a Villas Carina en cuanto llenara los trámites y comprobase que las
instalaciones eran tan agradables como lucían en la pantalla de la
computadora.
Para ambas cosas iba a necesitar ayuda. Mi hermano Sixto fue el
seleccionado para brindársela. Desde que la abuela enviudó él se
encarga de todos los trámites bancarios de Vivi y de llevarla de
compras los viernes por la tarde. Eligieron ese día porque es cuando a
Sixto le disminuye la clientela en su consultorio y a Vivi le recuerda
las tardes en que sus padres la llevaban al centro para comprarle algo
o sólo por el gusto de mirar los aparadores.
Si por algún motivo mi hermano necesita mover la salida del viernes
a otras alturas de la semana, mi abuela rechaza la sugerencia y decide
esperarse hasta el siguiente viernes que es, en su calendario personal,
el día adecuado para las compras y el paseo.
Mis hermanos y yo hemos hablado mucho de la inflexibilidad de mi
abuela a ese respecto y hemos acabado por comprenderla, aunque a veces
ella no entienda que por razones ajenas a nuestra voluntad le fallamos
en algo, por ejemplo en celebrar su cumpleaños el mero día, como ella
dice.
III
Mi abuela está orgullosa de haber nacido en la última
hora del 20 de noviembre de l939, en la casa de Marcos, el artesano
encargado de hacer los cohetes para celebrar la Revolución en el zócalo
del pueblo. Con ese motivo San Antonino se revestía con papeles de
colores, se inundaba de música, gritos, carcajadas, ladridos y olor a
pólvora.
Según nos ha contado, para su familia era tradición asistir a los
festejos del 20 de noviembre. En esa fecha todos en la casa se
levantaban más temprano, se vestían con sus mejores ropas para salir a
la calle y sumarse a los grupos que se iban hacia la única avenida de
San Antonino.
Los
presos se encargaban de barrerla antes del amanecer y los voluntarios
de embellecerla con un arco de flores en donde se leía la fecha
emblemática:
20 de Noviembre de l910. Antes de las diez de la mañana empezaban a llegar los visitantes procedentes de los ranchos cercanos y los vendedores de dulces, fritangas y chucherías de cartón y de barro.
Mi abuela se recuerda subida en el pretil de una ventana o montada
en los hombros de Joaquín, su hermano mayor, mirando el paso de hombres
a caballo, mujeres con moños en las trenzas y faldas coloridas, niños
con cananas de cartón y bigotes. Esa fiesta del pueblo –nos cuenta
Vivi– era más suya que de nadie por coincidir con su cumpleaños sin
pastel, ni regalos, ni retrato en el estudio del maestro Ponce pero
llena de una euforia popular que despertaba orgullos, emociones y
esperanzas.
Terminado el desfile quedaban regadas por todas partes huellas de la
celebración: una corneta de hojalata, el ala de un sombrero, un moño,
caireles de serpentina, confeti que los niños tomaban a puños para
lanzarlos al aire con ánimo de prolongar la fecha que más tarde sería
tema de estudio y de sus composiciones escolares.
Mi abuela guarda la que escribió en sexto año dedicada,
precisamente, a recordar las celebraciones del 20 de noviembre en su
pueblo. De no haberlas vivido –dice convencida– no habría logrado
escribir las tres hojas que la hicieron merecedora de un diploma. Vivi
siempre quiere mostrarnos ambas cosas pero no las encuentra. Teme
haberlas dejado en la casa de alguno de sus nietos durante sus
estancias de dos meses.
Desde que está en Villas Carina ya no tiene miedo de perder nada.
Todo tiene un lugar en su departamentito y seguirá allí hasta el día en
que se reúna con don Cele, mi abuelo. Le suplicamos que no hable del
tema, falta mucho para ese momento.
Dios quiera, dice y enseguida –como si ya hubiera recibido la señal de que su vida se prolongará por muchos años– habla de sus planes y de seguir viviendo sin amarguras, con orden, honrando la memoria de su esposo y respetando las fechas.
El 20 de noviembre, por doble motivo, es sagrado para ella. Como
antes lo hacíamos en alguna de nuestras casas, desde hace tres años se
lo festejamos en Villas Carina. En esas ocasiones Ruby, la
administradora, nos permite adornar el salón de juegos con guirnaldas,
banderitas y un arco de flores como el que mi abuela veía en el pueblo:
20 de Noviembre de l910.
A la fiesta asisten todos los inquilinos de Villas Carina. Pronto se
animan y pierden la timidez. Nunca falta quien cante corridos de la
Revolución. Algunos describen los pormenores de sus festivales
escolares o se refieren al retrato que se tomaron con su familia el día
en que por vez primera vieron el desfile. Mi abuela luce sus recuerdos
de infancia en San Antonino y su buena memoria ilustrándolo con el
único párrafo de su composición premiada que recuerda.
En su pasado aniversario dijo no estar de acuerdo con las
celebraciones diferidas. Piensa que el estallido de la Revolución debe
festejarse el 20 de noviembre porque así lo dicta la Historia y porque
deben respetarse las fechas.
Esta vez, una serie de obstáculos nos impidieron a mis hermanos y a
mí visitar a mi abuela en su día. Le propusimos que eligiera otra
fecha. Dijo que iba a pensarlo pero aún no hemos obtenido respuesta. Mi
inflexible y maravillosa abuela es de las personas que piensan:
El mero día o nada.
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