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Pedro Miguel
La Jornada
Las fosas de TetelcingoFoto Rubicela Morelos Cruz |
Lo que fuera persona
está allí, por fin, reducida a condición de cosa, y su nuevo estatuto
irremediable exacerba los afanes de posesión de quienes siguen vivos.
Algunos piensan que ha llegado su oportunidad para la apropiación
definitiva, para la exclusión de todos a los que el muerto no quiso o no
pudo excluir mientras fue dueño de sus actos. Otros, aun más sórdidos,
calculan cuántos hechos ocultos caben en un cadáver y procuran
apropiárselo para guardar verdades incómodas bajo metro y medio de
tierra. La siguiente escena es un jaloneo entre zopilotes para ver quién
paga el funeral, cuál de los socios registra a su nombre la fosa a
perpetuidad, qué familia ordena los responsos, quién se queda con una
tibia y un omóplato, quién recupera la mandíbula, en qué capilla se
deposita la urna funeraria.
Las leyes pueden brillar con claridad meridiana en lo que concierne a
los derechos y la prelación de los deudos, pero ya se sabe lo fácil que
es torcerlas a conveniencia, especialmente cuando se cuenta con
relaciones o cuando se tiene el encargo de aplicarlas. Lo que puede
ocurrir en una familia cualquiera empieza a volverse escena habitual en
este país que ha alcanzado niveles industriales de asesinatos y
desapariciones, sólo que la rebatinga por los muertos la encabezan las
autoridades.
Es lo que ocurre, por ejemplo, en Tetelcingo, una localidad
correspondiente al municipio de Cuautla, Morelos, donde la Fiscalía
General del Estado estuvo enterrando sin ningún control ni formalidad
decenas de cuerpos identificados o sin identificar, hasta totalizar 150.
El gobierno local encabezado por Graco Ramírez Garrido Abreu no se tomó
la molestia de obtener muestras de ADN para compararlas con las de las
incontables familias que en esa entidad y las vecinas buscan a sus
desaparecidos desde hace meses o años. No indagó lesiones, no levantó
actas de defunción, no recabó autorizaciones de inhumación, no tramitó
los permisos sanitarios para que aquello pudiera considerarse un
cementerio. Durante mucho tiempo acumuló cuerpos humanos envueltos en
plástico y los fue acomodando uno sobre otro en un hoyo sin señas. Y
así, hasta que la familia de un muchacho desaparecido descubrió el
horror.
Entonces llegaron al lugar otras familias que también buscan a
alguien ausente a exigir que aquellos cuerpos fueran sometidos a los
estudios de rigor que la fiscalía morelense –a cargo de Javier Pérez
Durón, sobrino político del gobernador– no pudo o no quiso practicar. De
súbito, el gobierno local empezó a comportarse como si los muertos
fueran suyos y ahora pretende trasladarlos a la fosa común de un
cementerio regular sin permitir más pesquisas que las de sus indolentes
peritos.
Algo no muy distinto ocurre en tres localidades de Chihuahua: entre
octubre de 2011 y febrero del año siguiente fueron descubiertas tres
fosas clandestinas en Rancho Dolores, Cuauhtémoc; El Mortero,
Cusihuiriachi, y Brecha El Porvenir, Carichí. Lo hallado allí son
fragmentos de huesos calcinados o muy deteriorados. Después de años de
no hacer nada, la autoridad estatal pretende proceder a la incineración
de los restos. Organizaciones de parientes de desaparecidos –que abundan
en ese estado y en los vecinos– han demandado la intervención del
Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) para que realice
procedimientos de identificación, pero el gobierno de César Duarte ha
puesto toda clase de trabas para ello.
Desde 2006 los gobiernos federales de Felipe Calderón y Enrique Peña
han permitido un estado de violencia y descontrol que se traduce en
decenas de muertes diarias y en un acumulado de decenas de miles de
desaparecidos. Los virreyes y señores feudales estatales han sido omisos
de toda gravedad, cuando no cómplices de las carnicerías. Las fuerzas
policiales y militares de la Federación lucen armamentos y equipos cada
vez más impresionantes e intimidantes y los exhiben de manera
espectacular en sus coreografías por todas las ciudades del país, pero
casi nunca están en el lugar de los hechos cuando es necesario, es
decir, cuando alguien es levantado o ejecutado. En este país ya
no se puede ni orinar sin que te supervise una cámara de vigilancia, un
retén, una patrulla, un helicóptero o un batallón, pero si la
criminalidad te asesina resulta que las grabaciones se borraron, que los
destacamentos estaban de licencia o que las aeronaves se quedaron en
tierra porque no tenían gasolina.
Esas curiosas coincidencias alcanzaron su expresión más
escandalosa la noche del 26 de septiembre de 2014 en Iguala, cuando seis
personas fueron perseguidas y atacadas durante horas, seis de ellas
asesinadas y otras 43 desaparecidas, todo en las narices –el nombre
oficial es C-4– de las policías estatal y Federal, el Ejército, la
Procuraduría General de la República, el Centro de Investigación y
Seguridad Nacional y no sé cuántas más instituciones de discurso
solemne. Tras una quincena de catatonia, cuando ya familiares de los
muchachos de Ayotzinapa y de otros desaparecidos habían descubierto que
hay restos humanos enterrados a la mala en medio estado de Guerrero,
esas dependencias se vieron obligadas a intervenir. De pronto, los
ciudadanos que fueron a parar a tales pudrideros, porque el Estado los
había dejado indefensos, recibieron una inopinada atención oficial en
forma de cintas amarillas o rojas para delimitar el área y policías y
militares armados hasta los dientes que resultaban grotescamente
innecesarios a meses o años de cometidos los crímenes respectivos.
Después de unas semanas la PGR trasladó sus aspavientos al basurero de
Cocula –un sitio que según las pruebas recabadas ha sido empleado de
tiempo atrás para incineraciones clandestinas sin que ninguna autoridad
moviera un dedo– y en menos de nueve días ya tenía armado un guión
escalofriante sobre el supuesto fin de los 43 desaparecidos de
Ayotzinapa. Como en otros sitios del país, la autoridad reclamaba los
restos como de su propiedad, y en las diligencias respectivas marginó
–ahora lo sabemos en forma inequívoca– al equipo del EAAF que
participaba en la investigación por demanda de los familiares de los
muchachos. Los videos, las declaraciones y los informes de las torturas
realizadas para convertir a albañiles inocentes en pavorosos sicarios de
Guerreros unidos hacen pensar que el único fragmento que ha
sido positivamente identificado como perteneciente a uno de los 43 fue
en realidad sembrado en el lugar por la gente de Tomás Zerón de Lucio.
Y todo, ¿para qué? ¿Por qué la obsesión de los gobernantes en
expropiar cuerpos muertos o pedazos de hueso calcinado? ¿Qué caso tiene
la aparatosa protección policial a lo que queda de los muertos cuando no
se brindó la menor protección a los vivos?
Porque los muertos hablan. A pesar de su silencio obligado, de su
extremo deterioro, de la dispersión de sus miembros y moléculas, con
mayor frecuencia de lo que se piensa son capaces de contar la verdad de
su muerte y de señalar a sus asesinos. Lo han dicho los restos
documentadamente hallados en Cocula:
no pertenecemos a ninguno de los 43. Lo sugiere el único fragmento de hueso identificado:
a mí me trajeron de otro lado y me sembraron aquí. Lo ha dicho algún cadáver de los de Tetelcingo:
me torturaron y me dieron el tiro de gracia, pero nadie ha investigado.
Y todo indica que en estos 10 años diversos poderes públicos del país
no sólo han sido testigos ineptos de la matanza, sino también, en no
pocos casos, participantes activos. Tal vez de allí venga ese afán de
los listones amarillos, los guardias artillados y blindados, la
expropiación de los muertos. Hay que callarlos cueste lo que cueste.
Twitter: @navegaciones
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