Entre los muchos asuntos por los que hoy se le reclama, destacan
aquellos relacionados con la negación de acceso a la justicia y, entre
estos, el accidente ocurrido en la Mina 8 Unidad Pasta de Conchos, el 19
de febrero de 2006.
A lo largo de 13 años, familiares de los 65 trabajadores que
perdieron la vida ahí (63 de los cuales continúan bajo tierra en lo que
fue ese complejo minero), así como de otros accidentes (suman alrededor
de 200 muertos en esa actividad extractiva de entonces a la fecha) y de
carboneros sobrevivientes de ese y otros siniestros similares, han
intentado encausar sus exigencias de justicia en todas las instancias
posibles en el ámbito federal, encontrado una y otra vez la negativa que
muy desde el principio, el gobierno de Vicente Fox les espetó al
declarar sus funcionarios que las viudas “no tenían interés jurídico”.
El reclamo es sencillo: recuperación de cuerpos e investigación sobre
las causas del estallido fatal, asunto este que resultó tan inabordable
para los últimos tres expresidentes dado que la mina es propiedad de
Industrial Minera México, la subsidiaria de Grupo México, cuyo
accionista mayoritario es el segundo hombre más rico del país, Germán
Larrea Mota Velasco, a cuyos intereses siempre favorecieron.
Ante los carpetazos constantes de cada administración, deudos,
trabajadores y solidarios, buscaron en la justicia internacional, donde
hay casos abiertos tanto en la Organización Internacional del Trabajo
como en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
Este último, fue admitido el 27 de marzo de 2018, donde se le asignó
el número 13,552, muy a pesar de las gestiones que el Estado Mexicano
intentó para evitar que se admitiera.
La cuestión es que hoy, cuando el presidente López Obrador llega al
aniversario de la tragedia y visita Coahuila, justo el 19 de febrero, se
esperaría un gesto que lo distinga de sus antecesores que garantizaron
la impunidad y procuraron la protección de Larrea y sus capataces.
Ese gesto tendría que ser necesariamente desistirse de litigar contra
las víctimas ante la CIDH y admitir que los argumentos empresariales no
pueden ser los del gobierno, especialmente cuando se trata de vidas
humanas que se perdieron y cuyos responsables se mantienen impunes. Con
ello, aceptaría realizar el rescate de cuerpos y los peritajes
pertinentes, propiciando el acceso a la justicia largamente negada.
El lunes 18, el subsecretario de Derechos Humanos, Alejandro Encinas,
anunció la instalación de una mesa intersecretarial para trazar la ruta
del rescate. Lo dijo bien: se trata de una reparación y esta pasa
necesariamente por hacer justicia.
El tema, sin embargo, pone bajo observación el desempeño
presidencial: este lunes, López Obrador se reunió con el Consejo
Mexicano de Negocios en un exclusivo encuentro del que participó Germán
Larrea; el martes, justo en el aniversario de la tragedia, acude a
Coahuila a celebrar el Día del Ejército, en la zona militar que sirvió
como cuerpo de vigilancia para la minera en los días del siniestro. Con
las víctimas, excepto por lo de Encinas, nada.
Mientras que el viejo lote minero Pasta de Conchos ya se dividió en
polígonos listos para su explotación privada, las expectativas bajan muy
especialmente porque, quien ha capitalizado políticamente el asunto es
el dirigente sindical y senador morenista, Napoleón Gómez Urrutia, que
en este caso es parte acusada por el papel que desempeñó el sindicato en
los meses previos a la tragedia y que, ahora que está de moda señalar
el conflicto de intereses, tendría que ser excusado de un asunto como
este. Por lo pronto, en la mesa de Encinas no está y lo deseable que
siga ausente.
López Obrador está una vez más a prueba con una demanda de justicia. Y
deberá decidir entre su relación con la cúpula empresarial, el
sindicato minero (que ahora se propone expandirse en nueva fuerza
corporativa) y los reclamos de justicia de viudas y huérfanos ¿a quién
elegirá?
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